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Los cristianos no son el pueblo del Libro.

LA BIBLIA NO ES EL CORÁN Y LOS CRISTIANOS NO SON EL PUEBLO DEL LIBRO

Alfonso Ropero


Es preocupante que muchos lean la Biblia sin tener un concepto claro de su naturaleza. Asumen que, en cuanto palabra revelada por Dios, es un todo homogéneo de la que sacan lecturas impropias, y hasta peligrosas, dañinas. Los llamados “teonomistas” son un caso extremo, pero no están solos. Miles y miles de creyentes son teonomistas sin saberlo.


Pero, ¿quiénes son los teonomistas? ¿Qué es eso de teonomía? Dicho comparativamente, son los yihadistas cristianos, los talibanes que quisieran imponer a la sociedad civil la “ley de Dios”. Esta ley, dicen, se encuentra en la Biblia. “No ha sido abolida como el estándar de lo que es justo y correcto”. Por eso creen que hay que tomar en serio los mandamientos bíblicos para tomar el dominio piadoso en la tierra, pues la tierra y toda su plenitud son del Señor, que debe ser dominada en términos de la Biblia. “Esto incluye, primero, el individuo; segundo, la familia; tercero, la Iglesia; y cuarto, la sociedad en el sentido más amplio del término, incluyendo al Estado” (Andrew Sandlin). Dejaremos esto para otra ocasión, pero sin llegar a este extremo, en la actualidad son demasiados los cristianos que leen la Biblia con esta mentalidad.


El libro por excelencia de la Iglesia


No hay duda que la Biblia es, primariamente, el libro de la Iglesia y para la Iglesia, que regula su culto, su fe, su liturgia, su práctica. La relación del creyente individual con la Biblia no es tan simple como pueda parecer a primera vista. La mayoría asume que, en cuanto protestantes, somos “el pueblo de un Libro”, por el que la Reforma luchó y laboró hasta ponerlo en manos del pueblo. Por esta razón, parece que nuestra relación con Biblia es tan espontánea y natural como beber un vaso de agua fresca.

Uno de los himnos más queridos del pueblo evangélico, al menos en mi juventud, es aquel que decía:


Santa Biblia, para mí,

Eres un tesoro aquí;

Tú me dices con verdad

la divina voluntad;

Tú me dices lo que soy,

De quién viene y a quién voy.


Está presente en todos los himnarios de las iglesias evangélicas españolas, y creo que también por las iglesias latinoamericanas, hasta en el hinmario de la Iglesia Adventista del 7º Día). Es una himno escrito por John Burton y traducido al español por Pedro Castro, allá por los años 1860-1870 [1]. Es un himno bonita que refleja la fe y el sentir del pueblo evangélico. El problema es cuando, desde un punto de vista teológico, nos hacemos la pregunta de si es correcto cantar, en un contexto litúrgico de adoración a Dios, un himno a Biblia, libro inspirado por Dios, pero creatura al fin y al cabo, cuando el cántitico litúrgico y de alabanza sólo deben dirigirse a Dios en su Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En su Institución de la religión cristiana, Juan Calvino comenta y explica el llamado Credo Apostólico, y cuando, después del “Creo en Dios, creador del cielo y la tierra; creo en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro; creo en el Espíritu Santo”, el credo afirma: “creo en la santa Iglesia universal”, que es explicitado en el Credo de Nicea: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”, Calvino hace una crítica una crítica fuerte de este elemento del credo, argumentando que no es correcto decir “creo en la Iglesia”, porque este es un lenguaje impropio, ya que creer, sólo creemos en Dios. “Testificamos que creemos en Dios, porque nuestro corazón descansa en Él como Dios verdadero, y que nuestra confianza reposa en Él. Lo cual no se aplica a la Iglesia”, dice. Creemos a la Iglesia cuando habla conforme a la Palabra de Dios, no en la Iglesia. Calvino termina diciendo: “No quisiera discutir por meras palabras, sin embargo preferiría usar los términos con propiedad para que queden claras las cosas, en vez de emplear términos que oscurezcan el asunto sin razón” [2].

Lo mismo podemos decir respecto al himno a la Biblia. No vamos a discutir por meras palabras, pero conviene que pongamos un poco de claridad en nuestra creencia y entendimiento de la Biblia y su naturaleza.



¿El pueblo del Libro? ¿Hasta dónde es esto correcto?


Todo hemos oído la expresión “pueblo del libro”, y nos gusta pensar que lo que dice es cierto, que somos el pueblo del Libro, la Biblia, Palabra de Dios, inspirada e infalible, la guía más segura para llegar al cielo y llevar una vida cristiana fiel en la tierra.

Es verdad que como cristianos evangélicos nos distinguimos por nuestra actitud ante la Biblia, por el aprecio que le tenemos y la devoción con que leemos sus páginas sagradas. En nuestras librerías, la sección mayor no corresponde a los libros de teología, historia, hermenéutica o espiritualidad, sino a la Biblia en toda su gama de formatos y presentaciones: para jóvenes, para ancianos, para hombres, para mujeres. En países como Estados Unidos existen Biblias patrióticas, para gendarmes, para presos, para bomberos, para guardacostas, para médicos, para enfermeras…

Además, tenemos las nuevas versiones que van apareciendo de vez en cuando, y las prolíficas Biblias de estudio que cubren todos los campos y gustos denominaciones. La Biblia de estudio pentecostal, la Biblia de estudio reformada, la Biblia de estudio wesleyana; la de estudio de este u otro pastor o escritor famoso. En fin, que sólo por el bulto que hacen las Biblias en los estantes de nuestras librerías, se puede decir que somos, materialmente, el pueblo de libro.

Pero lo cierto y verdadero es que nuestra fe no está puesta es un Libro, por más inspirado por Dios que sea, sino en una Persona, Jesucristo, nuestro redentor y salvador, del cual ese Libro da testimonio. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Heb 1:1-2).

El apóstol Pablo, en su gran carta a los romanos, se presenta a sí mismo como siervo del Evangelio que él había prometido antes por medio de sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo (Ro. 1:2-3), lo cual comenta Calvino acertadamente:

“He aquí un extraordinario y bello pasaje por el cual aprendemos que todo el Evangelio está contenido en Cristo, de modo que quien se aleje un solo paso de Cristo, se aleja también del Evangelio. Porque sabiendo que Cristo es la viva imagen del Padre (Heb. 1:3), no debemos jamás extrañarnos si Él solamente nos es propuesto por Aquel al que toda nuestra fe se dirige y en el cual se detiene” [3].


Algunos pueden pensar buenamente que el calificativo de pueblo del libro nos viene de los días de la Reforma, cuando los reformadores proclamaron su conocido lema Sola Scriptura, mediante el cual afirmaron su convicción de que la Sagrada Escritura es la autoridad final, única y suficiente en cuestiones de fe y práctica, en oposición a la Iglesia católico-romana para la que autoridad reside no sólo en la Biblia, sino en la Tradición y el Magisterio eclesiástico, con la figura del Papa a la cabeza. En este sentido los reformadores se sintieron el pueblo de un libro, la Biblia, y su autoridad infalible, frente a las autoridades de los jerarcas, maestros y obispo de la Iglesia de Roma. A ella le dedicaron estudios, comentarios y un buen número de traducciones en la lengua de sus diferentes naciones. “La Biblia sola —decía William Chillingworth— es la religión de los protestantes” [4].

Sin embargo, conviene recordar que junto al lema Sola Scriptura, los reformadores proclamaron otro igualmente importante, Solus Christus, Cristo solamente, para manifestar bien claro su fe en la única y absoluta mediación de Cristo, el único Salvador, el único Señor, la única verdad, el único camino y la única a vida al que todo cristiano debe aspirar. Veremos después lo que esto significa tocante a la Escritura en nuestra sociedad y en nuestra iglesia.


El Corán y la Biblia

¿Sabían ustedes que la expresión “pueblo del libro” es mucho más antigua que la Reforma y que fue utilizada por Mahoma para describir a los cristianos y a los judíos de su época?

Sí, es una expresión que se encuentra varias veces en el Corán, donde se hace referencia a los Ahl al- Kitâb, literalmente “gente del Libro” o “gentes del Libro” (3, 64, 71, 187; 5, 59), que engloba a judíos y cristianos (y musulmanes, naturalmente). Mahoma no tuvo un conocimiento directo e íntimo del cristianismo, los suyos fueron ligeros contactos con cristianos nestorianos de Damasco. De ahí su imagen superficial y externa del cristianismo, aunque decisiva para su creencia. De esa imagen visible —judíos y cristianos leyendo y reflexionando sobre sus respectivas Biblias— concibió la idea de que igual que judíos y cristianos había recibido la Palabra de Dios por medio de los profetas inspirados divinamente y materializada en un libro sagrado, él podía ser el profeta de los últimos tiempos que trajera la nueva palabra inspirada de Dios para el mundo, el Corán.

El Corán, en árabe al-qurʕān, significa “la recitación”, “lo recitado”, y es el libro sagrado de los musulmanes sin discusión. Pero en ningún aspecto, ni en fondo ni en la forma, es equiparable a la Biblia cristiana. Son dos mundos diferentes. Si la Biblia, en cuanto libro, es el testimonio o el registro escrito de la Revelación de Dios en la historia, el Corán, en cuanto libro, es literalmente la palabra “eterna e increada” de Alá, tanto en su gramática como en su caligrafía. Como dice magníficamente el Dalai Lama, hablando del islam: El Corán “es diferente a cualquier otro texto; no tiene origen humano ni está adulterado por limitaciones de cualquier intención o pensamiento humano. El Corán es, literalmente, el milagro más grande jamás hecho por Dios, y por lo tanto no sólo su contenido es perfecto, sino también su lenguaje” [5].

Según el islam, Mahoma recibió directamente de Dios el mensaje revelado que el profeta encargó a diversos escribanos fijar por escrito. "Para asegurar el origen divino de la revelación coránica y la transmisión inmediata de la misma por el ángel Gabriel remarcan los comentadores islámicos que Mahoma no sabía ni leer ni escribir" [6]. De este modo se descartaba desde un principio toda intervención humana. Lo mismo que siglos después hará La iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días respecto a Joseph Smith y su libro sagrado, El libro de mormón.

Basándose en pasajes concretos del Corán existen algunos comentadores del islam que parten de la idea de que el Corán es copia de un original celestial, la norma primordial del libro. Como el original y su copia están redactados en árabe, no existe la posibilidad de una traducción auténtica.

Por ello, para el islam, la transmisión del Corán debe realizarse sin el menor cambio en la lengua originaria, el árabe clásico, también llamado árabe culto, lengua considerada sagrada a todos los efectos. Sólo por concesión se traduce a otros idiomas, pero todo fiel musulmán está obligado a aprender el idioma de Dios.

En cuanto a la Biblia, cristiana y judía, no se puede decir que se obra de un solo autor, ni que haya bajado directamente del cielo, de ninguna manera, ni mediante la voz de ángeles y ni en planchas de oro. Lo que precisamente destaca de la Biblia es la variedad y multitud de sus autores, unos conocidos, otros anónimos. Ninguno de ellos pensó que el idioma que utilizaron, hebreo, arameo o griego, correspondía el “idioma de Dios”. Tampoco pensaron que un ángel del cielo, Gabriel en el caso de Mahoma, Moroni en el Joseph Smith, les soplaba en el oído las palabras que debían pronunciar o escribir.

Mucho me temo que a veces los cristianos miran a la Biblia como si fuera una especie de Corán, fijo e inamovible, como un monolito caído del cielo, del cual quieren sacar lecciones para hoy sin considerar el contexto histórico y el tiempo de cada revelación.

Hay incluso quienes atribuyen a la misma traducción de la Biblia en su propia lengua una cuasi “inspiración”. Así, la King James para muchos ingleses, y la Reina-Valera para muchos hispanoparlantes.

La Iglesia cristiana fue desde el principio una iglesia de traductores. Su reverencia al texto sagrado nunca llegó al punto de atribuir sacralidad al idioma original, hebreo o griego. Creyó que el mensaje revelado es viable de expresarse en todos los idiomas. Por esa razón, las Escrituras sagradas de los cristianos bien pronto se tradujeron a los idiomas de los naciones donde los misioneros y evangelistas llegaron con el mensaje de Cristo. Nunca cayó la Iglesia en la tentación de los grupos religiosos tan prominentes en su época de reservar la Escritura para un grupo especial de iniciados, expertos en el arte de la escritura sagrada. Desde el principio la Biblia fue el libro del pueblo, de todos los cristianos, que se puso en el idioma de los pueblos que se abrían al mensaje de Cristo, hasta el punto de contribuir a dar forma literaria a esos idiomas carentes de una forma escrita estándar.

La Revelación de Dios no es la entrega de un libro, sino, más bien, la totalidad de la actuación salvadora de Dios en la historia de su pueblo, Israel, que alcanza su cénit y plenitud en la encarnación de Cristo, la Palabra verdadera y auténtica palabra divina. En esta revelación Dios se muestra como el Dios de amor que busca al hombre en su extravío, que recibe menosprecios constantes a esta oferta de amor y que no obstante, por puro amor, llega hasta el punto increíble de la inmolación en la persona de su Hijo, quien recapitula toda la historia de oprobio y rechazo, al mismo tiempo que mediante la acción del Espíritu inicia la creación de un hombre nuevo.

La Revelación es algo más que comunicación de verdades formales sobre Dios, sus mandamientos y su voluntad. La revelación es Dios en acción que incide en la experiencia humana iniciando nuevos comienzos a partir de esa experiencia salvífica: Abrahán, Moisés, Samuel, Isaías, Amós, Ezequiel…, y finalmente, Jesús. Por eso, la Biblia, en cuanto registro inspirado de esa historia de salvación, es algo muy distinto a un código de leyes, oráculos, ritos ceremoniales o doctrinas sagradas, es el testimonio de una historia de hombres y mujeres atravesados por la experiencia de Dios en su contexto sociocultural, con sus derrotas y fracasos, que desemboca en la venida del Ungido de Dios, la Sabiduría divina, el Logos encarnado. Repetimos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo” (Heb 1:1-2).


Continuidad y cambio

Cuando decimos que Dios ha hablado, lo cual ciertamente es un antropomorfismo, una manera humana de referirse la acción de Dios, ya que Dios carece de boca y cuerdas vocales, queremos decir que Dios ha actuado, intervenido en la historia de su pueblo dándose a conocer a personas elegidas, y por medio de ellas, a todo el resto. El resultado de esas experiencias de encuentro con Dios son nuevos inicios de la humanidad, en continuidad y discontinuidad con el pasado: “Yo soy el Dios de tus padres”, continuidad en la historia de la experiencia humana del Dios único y verdadero; “arrepiéntete y se perfecto delante de mi”, discontinuidad con las experiencias de infidelidad e injusticia por las que tan fácilmente se desliza la acción humana.

Injusticia que se manifiesta en un acto de culpa universal condenado al Justo, matando al Hijo de Dios; pero cuya palabra final es el poder de la Resurrección que neutraliza la injusticia del hombre y de los poderes y potestades de este mundo, matando en la muerte de Inocente todas las enemistades y derribando los muros de separación que dividen a los hombres de los hombres, y a los hombre de Dios, favoreciendo una experiencia única y universal de salvación y unión con Dios mediante el Hijo.

Es muy importante tener en cuenta la dialéctica de la revelación: “En otros tiempos”, pero “ahora”. Como un buen maestro y pedagogo, Dios ha acompañado la experiencia de su Pueblo a lo largo de historia, a veces con mano dura, con vistas a la revelación de Jesucristo, en quien todas las cosas son hechas nuevas. Él es el heredero (Heb 1:1).

Digo esto, porque hay quien considera que para ser fieles al Dios revelado en la Escrituras, entendidas estas como un fin en sí mismas, habría que implantar en nuestros días la legislación hebra sobre delitos y penas, ya que si toda la Biblia es inspirada por Dios, participa de la eternidad de Dios y, por tanto, su mensaje hoy debería ser tan vigente y actual como lo fue en el momento de ser puesta por escrito. Se ha llegado a defender la lapidación como el método de aplicar la pena capital, por encontrarse legislada en la Ley de Moisés. Se ha llegado a este error por no entender los “tiempos y sazones” que apuntan a la plena revelación en Cristo.


La Escritura, testimonio de Cristo

Aunque ya he escrito de este tema en un artículo anterior (https://www.escritorioanglicano.com/single-post/2019/04/10/JESUCRISTO-CLAVE-HERMENÉUTICA-DE-LA-ESCRITURA), me gustaría decir sumariamente que no olvidemos la manera en que los discípulos de Jesús entendieron su relación con la Biblia judía. En primer lugar, como las que dan testimonio de Cristo. Por citar las palabras de Jesucristo en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque á vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39) [7]. En este sentido, las Escrituras son como Juan el Bautista, la voz, el testimonio que apunta al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Los primeros cristianos leyeron la Biblia judía (que todavía no estaba cerrada) para descubrir y desentrañar el misterio de Cristo. “Escudriñando cuándo y en qué punto de tiempo significaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual prenunciaba las aflicciones que habían de venir a Cristo, y las glorias después de ellas” (1 Pd 1:11, RV1909).

El rechazo y la muerte Jesús es interpretado a la luz de las profecías antiguas: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27).De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y su relación con las Escrituras, la teología cristiana concluye que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el AT como promesa, anuncio y prefiguración. En el NT como cumplimiento y realización” [8].

Realización que por su parte, lleva consigo la revelación de una riqueza insospechada de la vida divina y su relación con el hombre.

A diferencia del Corán inamovible, eterno, por encima del tiempo y la historia, Biblia se ofrece como un medio con vistas a un fin, que no es otro que una Persona. Ella no es un fin en sí misma, sino un signo que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer.

El obispo anglo-evangélico, John Chales Ryle, exhortaba a los lectores de sus libros a que “con frecuencia se pregunten el valor que tiene para él la Biblia. ¿Es para ti solamente un libro que contiene preceptos morales elevados y consejos acertados? ¿O es un libro en el cual has encontrado a Cristo? ¿Es tu Biblia un libro en el cual “Cristo es el todo”? Si no es así, claramente debo decirte que hasta la fecha tu Biblia te ha sido de poco provecho” [9].

Los autores apostólicos recurrieron a la Biblia con vistas en entender la singular experiencia de Jesús con Dios y el significado total de su persona y de su obra para la humanidad. Escudriñaron la Biblia, pero era a Cristo a quien buscaban. Es de Cristo y de su mensaje de salvación de quien dan testimonio en sus predicaciones y en sus escritos. Ellos eran seguidores de una Persona y no de un Libro. Y lo mismo debemos ser nosotros. No siempre es así, aunque no parezca que este sea el caso. Como escribe Rod Rosenbladt, profesor de Teología Sistemática y Apologética cristiana, en Concordia University, muchos evangélicos tratan a la Biblia como si fuera alguna especie de “Enciclopedia del Universo”, sin nunca ver a Cristo. Es más, llega a decir, que mucha de la predicación y temática de las iglesias evangélicas americanas hoy en día es tan acristiana, o sin Cristo, como la enseñanza de los antiguos racionalistas de la Ilustración [10]. Esto lo decía hace 20 años exact0s, y según parece las cosas no han mejorado, sino que han ido a peor.

Es hora de reflexionar, de examinarnos a nosotros mismos: ¿qué buscamos cuando leemos las Escrituras? ¿Nuestras doctrinas favoritas? ¿Nuestros códigos morales? ¿Nuestra bola de cristal particular? ¿O buscamos a Cristo, para entenderle mejor, amarle más, ser cada día más semejantes a Él; ser un testimonio vivo de su Resurrección?


Alfonso Ropero Berzosa


Dr. en Filosofía, Saint Alcuin House. Seminary, College, University. Oxford Term England. St. Anselm of Canterbury College; profesor de Historia de la filosofía en el Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Director de publicaciones de Editorial CLIE. Autor de Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía, y editor general del Gran diccionario enciclopédico de la Biblia.



 

Notas

[1] Cecilio McConnell, La historia del himno en castellano, p. 121. CBP, El Paso 1968, 2ª ed.

[2] Juan Calvino, Institución de la religión cristiana, lib. IV, cap. I,2. Felire, Barcelona 1967.

[3] Juan Calvino, Comentario a la epístola a los Romanos. Desafío, Grand Rapids 2005.

[4] Citado por Jaroslav Pelikan, Historia de la Biblia, p. 34. Kairos, Barcelona.

[5] Dalai Lama, Caminos de fe, p. 144. Planeta, Barcelona 2011.

[6] Khoury/Hagemann/Heine, Diccionario del Islam. II, voz “Corán”.

[7] También traducido: “Ustedes estudian (eraunãte) las Escrituras pensando que contienen vida eterna; pues bien, precisamente las Escrituras dan testimonio a mi favor”. La Palabra (Hispanoamérica)

[8] Domingo Muñoz León, “Jesucristo”, en X. Pikaza y N. Silanés, eds., Diccionario teológico. El Dios critiano, p. 793. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992.

[9] John Carles Ryle, Nueva vida, p. 99. El Estandarte de la Verdad, Edimburgo 1989, 2ª ed.

[10] Rod Rosenbladt, From Christ Alone. Crossway Books, Wheaton, Illinois 1999.








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