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Mérito y castigo en el Antiguo Pacto. Especial atención al libro de Job (segunda parte), por Miquel – Àngel Tarín i Arisó

 

 

 

“Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos

Fiódor Mijáilovich Dostoievski

 

           



 

            INTRODUCCIÓN

 

            En la primera parte de nuestras reflexiones acerca del “mérito y el castigo en el antiguo pacto” (“Escritorio Anglicano”, 21 de febrero de 2024) apuntábamos al texto sapiencial de Job calificándolo como el más preclaro ejemplo de teología de drama en el contexto de la literatura universal. Antedicha característica lo singularizaba, destacándolo, de entre todos los libros que conocemos hoy con el nombre de Antiguo Testamento.

           

            Esbozamos, a partir del progreso narrativo de su texto, dos imágenes de su principal protagonista que calificábamos de yuxtapuestas, todavía más, absolutamente enfrentadas. Por un lado, se nos presenta la imagen de un Job piadoso, pacífico, sumiso a Dios permanentemente y haciendo gala de una paciencia y de una quietud extraordinaria y hasta exasperante ante los nefandos e incomprensibles acontecimientos que le sobrevienen (Job 1 – 2).

            Sin embargo, por otro lado, el texto nos muestra a un Job completamente diferente, una persona extenuada, exigente, desafiante, moribunda y desgarrada, otro Job haciendo gala de un enfadado y de una rebeldía incontenibles que, en ocasiones, rozan la blasfemia cuando no se instala en ella sin absolutamente ningún tipo de pudor (Job 19; 9, 15-22).

            A ellos habremos de volver inexcusadamente con la finalidad de tratar de explicar semejantes diferencias que parecieran a primera vista no tener otra finalidad que volver loco al lector ofreciendo lo que calificábamos como una antigua versión sufriente del “Doctor Jekyll y Mr. Hide”

            Westermann, Keel y Schdmid nos abrían la puerta de la comprensión teológica que soporta los dichos de san Job, en las que nos introdujimos someramente. El israelita empieza a comprender que “el justo por fe vivirá” (Hab 2, 4), si bien es cierto que lo hace poniendo sus ojos únicamente en los progresos que experimente en esta nuestra vida, el escenario vital y único de la relación de Yahvé con el ser humano. Por ello Job se convertirá en el paradigma de todo sufriente sin causa hasta la desesperación. Recordemos en este sentido las palabras de Jean Lévêque:

 

“Toda lectura sana del libro de Job desemboca en esos problemas primordiales con los que el creyente tiene que vérselas más pronto o más tarde: el misterio del mal y del sufrimiento, el encuentro con Dios hasta en el fracaso aparente de todo éxito humano, las dificultades de dialogar con el hombre que sufre, y finalmente el sentido de la propia vida, cuando se trata de integrar en ella la perspectiva de la muerte”.

           

            Los estudios de los insignes profesores Robert Martin - Achard y Pierre Grelot, todavía no superados aunque siendo los primeros en estudiar de manera sistemática la esperanza escatológica en el Antiguo Testamento, nos mostraban que la entraña profunda de la creencia israelítica se focalizó siempre en la esperanza. No en vano su padre, Abraham, es calificado por san Pablo como el hombre que “esperando contra toda esperanza, creyó” (Rm 4, 18).



            Fuera en los albores teológicos de los antiguos israelitas – en los que nos centramos – fuera en cualquier otra época posterior tocada con otros contenidos muy diferentes, la esperanza siempre ha hallado carta de ciudadanía y lugar fundamental y fundante en el devenir de Israel.

            Ya hemos visto que en la esperanza israelítica primitiva, en su más primitivo estadio, lo que interesa es el aquí terrenal porque no se cree todavía más que embrionariamente en el más allá celestial. El cielo es el lugar por excelencia reservado a Yahvé y la tierra el reservado a los hombres. No existe ninguna otra dimensión. Es en su vida terrenal donde el hebreo recibe las bendiciones de Dios, representadas fundamentalmente en la riqueza material, en la fertilidad y en la salud. Los que de tales bendiciones gozan pueden considerarse a justo título personas buenas, realizadas y plenas. Seres humanos felices y completos que han logrado saber vivir según la voluntad de Dios.  La vida humana es el bien supremo en el cual el ser humano debe gozarse.

            La comunidad terrenal humana representada por el pueblo hebreo, consensuada y protegida del enemigo externo, de la enfermedad – entonces tan frecuentemente devastadora - y de la pobreza, constituye el punto cenital de la felicidad y de las bendiciones de Yahvé. Una vida longeva y plácida es la muestra inequívoca de una vida bondadosa acorde a la ley de Dios. La vida aquí, en la tierra, es el regalo más importante que Dios puede ofrecer al ser humano pues, si algo puede caracterizar a Yahvé, es precisamente su inagotable dinamismo vital, su capacidad de ser fuente de toda vida y su deseo de comunicarla a su pueblo elegido.




           


No existe todavía una teología de la muerte, más que de manera inicial y muy balbuceante. Pero pronto habrá de aparecer. La misma lógica del final de la vida así lo exige, especialmente si a ella, queremos decir a la muerte, se le adjunta la ya desarrollada teología del pecado entre los israelitas. En efecto, muy pronto habrá de constatarse que la muerte es un realidad que no se caracteriza precisamente por carecer de poca entidad, pues posee la capacidad de desgajar al ser humano de aquello que le es más caro, la vida, y que la muerte, como antítesis de la vida, se constituye también y al unisón en la más desafiante antítesis de Dios, quien crease la vida, pero no la muerte. En este sentido se expresa el autor del libro de la Sabiduría, 2, 24:

 

“La muerte entró en el mundo por envidia del diablo”

 

            Y si así fue, ello significa que la muerte no puede ser relacionada con Dios, sino con el diablo, es decir, con el hacedor del pecado. La muerte se convierte de este modo y progresivamente en algo más que la simple terminación natural de la existencia humana. He ahí una conexión de sentido que el documento bíblico no abandonará jamás: la vida proviene de Dios y hacia Él tiende. La muerte, al contrario, no puede tender hacia Dios puesto que no fue Dios quien la creara, ni puede en consecuencia tampoco ligarse a su voluntad ontológica ni salvífica. En efecto, si Dios es vida y es creador de la misma, no puede querer más que todo el mundo viva. De otro modo no sería Dios. Si el ser humano conoce la muerte no es por la voluntad de Yahvé: el ser humano muere porque la muerte es un elemento exógeno a Dios mismo que se interpone entre la creatura y el Creador. El pecado y el mal, siendo en conclusión de naturaleza poderosa, serán un tema recurrente mucho más adelante, y desde otra muy distinta categoría teológica escatológica, por parte de los padres de la Iglesia, destacando Orígenes en oriente, e Ireneo y Tertuliano en occidente.

            Sea como fuere, este esquema anteriormente señalado, empero ahora solamente esbozado, cobrará una importancia fundamental en la mente de Pablo y en sus ulteriores disquisiciones entre el antiguo y el nuevo Adán. En efecto, Pablo desarrollará en detalle esta teología en su epístola a los Romanos, señalando, en Rm 6, 23, que la muerte se apodera inevitablemente del hombre como justiprecio de su actuar pecaminoso, señalando que Dios nos regala su Vida a través de su Palabra, que es Jesucristo:

 

“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor Nuestro”.

 

            Pero volvamos a Ias primeras etapas escatológicas de Israel que son las que ahora deben ocuparnos. El pueblo de la promesa comprenderá ahora de una manera plena que el binomio pecado  - muerte se adscribe a la realidad del misterio del mal. En consecuencia, a partir de esta nueva comprensión, una conclusión aparecerá por sí misma: la muerte adquiere definitivamente y por “derecho” la categoría de lugar teológico, dejando de ser la simple ausencia de vida y el final natural de la existencia.

            Autores como Joseph Aloisius Ratzinger, en su destacado tratado acerca de la escatología, escrita en su época de profesor en Tubinga, señalan con certera intuición que la muerte evidencia una verdadera “excomunión” entre Dios y el ser humano, expresión que por cierto ha sido adaptada literalmente por muchos tratados de las postrimerías. Ahora bien: ¿cómo será percibida esta excomunicación? La primera nota que debemos retener es que, si Dios es Vida, nada hay más fuerte que Dios, y que, por lo tanto nada puede ser más fuerte que la vida. Traducido a lenguaje escatológico para el israelita antiguo esto significa ahora que, incluso tras la muerte – recordemos ahora relacionada con el mal y el pecado – el ser humano continúa vivo. La premisa es de una lógica teológica primaria y aplastante: si la muerte poseyese la capacidad de destruir absolutamente la vida procedente de Dios sería más poderosa que Dios mismo porque sería capaz de desintegrar el lazo vital con el cual Dios llamara al hombre a la existencia. Existe por lo tanto una sobrevivencia tras la muerte. Ahora bien, antedicha sobrevivencia se caracteriza por pertenecer al orden de lo umbrátil, de lo sombrío, de lo silencioso. Los “refayim” o muertos, no pierden en consecuencia su existencia. Ahora bien, antedicha existencia conservada por el difunto se convierte en prácticamente nula. Se la relaciona con la de un ser desmayado, sin aliento, sin vitalidad, un ser adormecido sin ostentar ningún tipo de autodeterminación y carente de cualquier tipo de personalidad. De ahí que el mismo texto de nuestro zaherido Job (7, 21) señale en su desesperación:

 

“¿Y por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré”


[León Bonnat. JOB]


           

            Con todo, y esto hay que tenerlo muy presente, el ser humano muerto ni ha sido absolutamente desgajado de la existencia ni ha conocido tampoco la aniquilación absoluta. Es una especie de “tertium quid”, si bien es cierto que sobrevive umbrátilmente en las tristes y sombrías condiciones que anteriormente hemos destacado.

            Es muy importante señalar que aquello que efímeramente permanece del ser humano es el ser humano mismo, no su alma ni su espíritu, conceptos helenos completamente ajenos a la antropología hebrea. El ser humano no se compone de un alma y de un cuerpo, sino que es un alma y un cuerpo. Y esto concediendo ya mucho puesto que el concepto de alma griega nada tiene que ver con el hebreo de “nefesh”. De manera que, de morir, la infra vida que espera al difunto, es decir la muerte, afecta al ser humano absolutamente en toda su completud. No existe en consecuencia una parte del difunto denominada alma que posea de “per se” el atributo de un estado de inmortalidad ni de espera. Quede en consecuencia claro: Israel no conoce la inmortalidad del alma. Este esquema pertenece a un estadio del “ésjaton” muy posterior y no siempre afirmado de manera constante al que ahora nos ocupa, ni por asomo, en la creencia escatológica de Israel.

            El libro de Qohélet o Eclesiastés (9, 5. 6. 10) plasma de una manera magistral el estado de impotencia que caracteriza ahora a los muertos:

 

“Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. Tanto su amor, como su odio, como sus celos, ha tiempo que pereció, y no tomarán parte nunca jamás en todo lo que pasa bajo el sol (...) Cualquier cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra ni razones ni ciencia ni sabiduría en el seol a donde te encaminas”

 

            El texto expresa perfectamente que existe un lugar hacia donde todo ser humano muerto se encamina: el “seol”. El mundo que aglutina a los muertos todos. No hay ser humano que pueda escaparse de él. El seol es el más allá que espera a todo el mundo. El lugar igualador que convierte en semejantes a todos los hombres, sean ricos o sean pobres. El seol es el fagocitador de la vida, haya sido esta plena o vacua. No es un lugar donde Dios resida. Por ello, muy gráficamente, los israelitas lo ubicarán en las profundidades de la tierra, es decir, el lugar más apartado del cielo, donde Dios reside.


            Otras etimologías lo identificaran con el país del oeste, es decir, el lugar por donde el sol desaparece cediendo la claridad del día al reinado de la oscuridad que caracteriza a la noche. Las influencias del “Arallu” mesopotámicas son innegables y no es de extrañar que el texto griego de los LXX traduzca seol por “hades” que significa invisible, y la Vulgata de san Jerónimo por “infernus” que proviene de “ad inferos”, es de decir, lugar inferior, subterráneo, sepulcral o abismal, un lugar tan profundo y desgajado de Dios que la influencia de éste no llega. Por ello los desfallecidos nada saben y nada sienten, porque su situación les impide poder participar en el acto de vida por excelencia: la adoración a Yahvé debida.


            Ahora bien, el Seol no es todavía - ni por asomo - un lugar de retribución. Es simplemente el lugar de los muertos. El sitio que espera a todo ser humano viviente. La “fosa común” si se nos permite la contundente expresión. No podemos de ninguna manera en consecuencia establecer ningún paralelismo teológico entre el Seol y el infierno., razón por la cual en el Seol los “refayim” no experimentan ningún tipo de sufrimiento debido a que no se trata de ningún lugar de castigo. Hemos de tener siempre muy presente que el Seol no dice relación con ninguna retribución.

            Repitámoslo una vez más: la retribución se recibe siempre en esta vida. No cuando esta finaliza. Se trate de un ser humano virtuoso o se trate del criminal más despiadado, ambos terminarán en idéntico lugar: el Seol, el lugar hacia el cual todo hombre desciende (Nm 16, 30; Ez 31, 17; Am 9, 2). Existe un lugar común para todos los seres humanos. No en vano el ser humano del polvo surgió y en polvo habrá de convertirse.  

 

Qohélet 3,20:

 

“Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo”

 

Slm 89, 49:

 

“¿Qué hombre podrá vivir sin ver la muerte, quién librará su alma de la garra del seol?”

 

            Si en algunos textos veterotestamentarios el seol es descrito como un “lugar de extravío” o de “perdición” es precisamente por el hecho de pretender destacar, como hemos señalado anteriormente, que en la fosa el muerto en su sombra permanece perdido y extraviado porque a tales circunstancias conlleva la imposibilidad de adorar a Dios.

            En consecuencia el difunto desfallecido entre sombras “viviendo”, está privado del acto que aporta la vida por excelencia: la adoración, la comunicación con Dios y el goce admirativo de su compañía, acciones todas ellas que conducen a la vida divina y que mantiene al israelita en plena comunión con su Dios.





 

            No es, pues, desde la perspectiva de los dolores en el seol experimentados ni del sufrimiento acaecido al difunto, sino desde esta perspectiva anterior que mencionábamos anteriormente de separación adorativa que deben ser comprendidos textos que, mal leídos, pueden prestar a gran confusión, como son por ejemplo los siguientes:

 

Salmo 88, 12:

 

“¿Se habla en la tumba de tu amor, de tu lealtad en el lugar de Perdición?

 

Job 26, 6:

 

“Ante él, el Seol está al desnudo, la Perdición al descubierto”

 

Job 31, 12:

 

“Sería fuego que devora hasta la Perdición y que consumiría toda mi hacienda”

 

            En consecuencia, nada tiene que ver esta tan primitiva concepción del seol que hemos venido describiendo con la característica de la época neotestamentaria propiamente dicha, durante la cual los eruditos judíos:  

               

“Distinguían dos partes en el Sheol: una, reservada a los impíos, atormentados desde el momento de su partida de este mundo; la otra, destinada a los bienaventurados, y llamada paraíso o seno de Abraham” 

 

(Alfonso Ropero, “Sheol”, Gran diccionario enciclopédico de la Biblia, Barcelona: Clie, 2013).

 

            Y es así como lentamente nos hemos ido acercando al núcleo del espinoso problema que pretenden suscitar esta serie de nuestros artículos, que no es otro que el discernimiento de la articulación de la retribución. Y, especialmente, respecto al muy piadoso varón de Uz, san Job, a quien habremos de escuchar detenidamente pues no ha pronunciado todavía su última palabra.

            Efectivamente, muy pronto habremos de constatar que el modelo tradicional de retribución, con el cual Job y junto a él todo israelita antiguo se identifica, muy difícilmente podrá seguir en pie de conjugarse con un Dios indubitablemente justo como sin duda es Yahvé, pues: 

 

“Eso es lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos, y así el corazón de los humanos está lleno de maldad y hay locura en sus corazones mientras viven, y su final ¡con los muertos!”


Eclesiastés 9, 3.

 

Per semper vivit in Christo Iesu.


       

 

             

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