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CUANDO ESTUDIAR TEOLOGÍA SE CONVIERTE EN UN GRAVE PROBLEMA





Corrían los años 70 del pasado siglo. En una renombrada facultad de teología protestante francesa un estudiante que había concluido, al parecer con éxito, su currículum académico (así lo daban a entender las calificaciones obtenidas en los exámenes) se enfrentaba a lo que en la época llamaban “jury”, una última prueba indispensable para el reconocimiento del diploma, consistente en responder ante un jurado compuesto por profesores una serie de preguntas y en pronunciar un sermón similar a los que a partir de ese momento pronunciaría en alguna congregación o parroquia a la que fuera enviado en calidad de ministro de culto.


Las respuestas a las preguntas, según se dijo, fueron correctas y bien mesuradas. Todos estuvieron de acuerdo con ello. El problema fue el sermón. El estudiante disertó durante unos veinticinco minutos con buena dicción y una concatenación lógica de ideas y conceptos, de modo que no resultó complicado seguir su razonamiento. Pero, y he aquí la dificultad, no leyó, mencionó ni citó, ni siquiera por alusión, pasaje o texto alguno de la Biblia. Tras la perorata, al ser interrogado por el jurado en relación con aquella más que evidente anomalía —¡y en una institución teológica protestante, además!—, dio la siguiente respuesta:


—Cuando ingresé en esta facultad, hace pocos años, era un joven lleno de fe y de deseos de desempeñar un ministerio pastoral, por lo que venía realmente ilusionado con aprender acerca de la palabra de Dios. Pero en sus aulas y en sus clases uds. me han enseñado a desconfiar por completo de la Biblia: ni los autores de sus escritos son los que se me habían indicado desde niño en la iglesia, ni siquiera los libros que hoy leemos en sus páginas son realmente composiciones fiables; tal o cual capítulo son añadidos posteriores, tal versículo es una glosa muy discutible introducida en el texto, hay contradicciones patentes entre las enseñanzas de una escuela profética y otra, o entre unas comunidades apostólicas y otras, los primeros capítulos del Génesis son relatos míticos y los Evangelios no refieren hechos biográficos auténticos de Jesús. ¿Cómo quieren uds. que predique sobre algo que no tiene ninguna base ni fundamento histórico real? ¿Cómo pretenden que cimente mi sermón en un conjunto literario en el que uds. me han mostrado que no se puede confiar?



Esta historia, considerada verídica, la escuchamos los primeros años de nuestra estancia en uno de los seminarios en que recibimos nuestra formación teológica y pastoral, institución claramente fundamentalista en su orientación. El relato de aquel estudiante francés que enfrentó de tal modo el “jury” y que, según se dijo, no superó la prueba ni tampoco fue ministro de culto, pues abandonó “ipso facto” los estudios y hasta la fe (!!!), servía muy bien a los propósitos de quienes querían así educarnos para temer, y hasta para odiar, los estudios teológicos realizados en seminarios o facultades impregnadas de “liberalismo” y “criticismo malsano”, enemigos acérrimos de Dios y de su palabra, sicarios del demonio, expresándolo con mayor claridad. Una lástima.

La triste experiencia de aquel estudiante francés, que a lo largo de más de treinta años hemos vista desgraciadamente repetida en otros muchos y en diferentes circunstancias, viene a evidenciar el craso peligro que constituyen los estudios teológicos cuando son realizados por personas inmaduras o inestables. Puestos a adentrarnos en el terreno de las comparaciones exageradas, podría equivaler al riesgo que supondría hacer estudiar medicina a gentes exaltadas empeñadas contra viento y marea en encontrar remedios curativos cuasimilagrosos para enfermedades terminales.


Seamos serios. Nadie que tenga una fe cristiana auténtica, genuina, la “daña”, ni mucho menos la “pierde” (!!!), por estudiar las Escrituras en una facultad de teología o seminario con los métodos científicos que se han venido desarrollando, puliendo y perfeccionando desde el siglo XVIII hasta nuestros días, aplicando a sus venerables textos los postulados con que se trabajan en la actualidad las obras literarias o históricas producidas por pueblos antiguos. Al contrario, una comprensión más amplia de la génesis y de los distintos medios vitales en medio de los cuales vieron la luz los libros de la Biblia, así como de sus diversos géneros y las peripecias de su transmisión hasta nuestras ediciones actuales, contribuye en no pequeña medida a una mejor delimitación y asunción de sus enseñanzas capitales, de su mensaje central, del hilo conductor que la atraviesa de principio a fin desde el libro del Génesis hasta el libro del Apocalipsis, y que no es otro que la proclama de la misericordia divina y la redención que Cristo hace efectivas en su persona. Y si a ello añadimos puntuales reflexiones con el auxilio de las disciplinas académicas pertinentes acerca de las diversas teorías que existen sobre el siempre arduo y desafiante asunto de su inspiración, tendremos un cuadro mucho más completo del enorme valor de los estudios teológicos en su conjunto, nunca incompatibles con la piedad personal, la vida y la participación comunitaria y una praxis cristiana de compromiso real en las congregaciones y en la sociedad.


Es incalculable el daño que se hace a tantos miembros de comunidades cristianas de corte protestante o evangélico imbuyéndoles de ideas trasnochadas y estrambóticas acerca de las Sagradas Escrituras, dándoles a entender que estas han caído del cielo tal como las leemos hoy o que han sido redactadas bajo una especie de dictado divino infalible e inerrante. Nadie es cristiano por creer algo semejante, ni tampoco por empeñarse en seguir al pie de la letra indicaciones contenidas en la Biblia referentes a épocas y mundos que hoy ya no existen, sino por creer que Jesucristo es el Señor y aceptar las comprometedoras condiciones de su discipulado de servicio en este mundo.


Estudiar teología en una institución académica solvente supone, qué duda cabe, un enorme desafío, pero no para “probar” la fe, si existe o no, si es genuina o no, sino para contribuir a dotarla de unos conocimientos escriturísticos que permitirán su mejor expresión y hasta su difusión, si ello es posible. Pero jamás un peligro. Salvo que, desgraciadamente, se trate de una fe no bien cimentada, no correctamente fundamentada en la Roca de los siglos. En una palabra, no la fe de la Iglesia.


 


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE)

Comunión Anglicana

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