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Peregrinos anglicanos


Lo reconozco: el confinamiento me ha matado en vida. Sin embargo, ahora que comienza a relajarse el confinamiento en Inglaterra me hago cargo de que la crisis ha sido, cuando menos, terapéutica.

Los judíos, camino del exilio a Babilonia probablemente experimentaron el mismo sentimiento de pérdida irreparable. Los 40 años de peregrinación a través del desierto, camino de la Tierra Prometida, habían convertido a Moisés y los suyos en criaturas desinstaladas. Por así decirlo, Yahvé aún habitaba la tienda en la que yacía el Arca de la Alianza que siglos después sería alojada en el Templo de Salomón.

Así, desde la época de los Patriarcas -comenzando con Abraham y hasta la conquista de la Tierra Prometida-, el pueblo del Antiguo Testamento ha sido una comunidad de peregrinos en camino. Recuerdo que en mis años mozos peregriné a Santiago de Compostela. Pocos kilómetros después de dar el primer paso junto al Hospital de Peregrinos de Orreaga-Roncesvalles me di cuenta de lo equivocado que estaba. Prioricé mi comodidad personal sobre el sentido práctico: llené tanto mi mochila que hube de abandonar casi la mitad de mi equipaje al llegar a la vieja Iruña. ¡Con qué fuerza resonaron en mi mente las palabras del evangelista Lucas! (10:4): “No lleven con ustedes nada de dinero, ni bolso de viaje, ni un par de sandalias de repuesto (…)”.


Muchos de los templos que hoy jalonan hasta el último rincón de la geografía inglesa fueron restaurados durante la Era Victoriana (siglo XIX). Desde entonces, sus majestuosos muros de piedra y su exquisito aspecto interior han inspirado a decenas de generaciones de anglicanos. Durante las fiestas de Pascua, Semanas o Tabernáculos, los judíos se acercaban al Templo de Salomón. Probablemente sus emociones no eran distintas a las de un anglicano que visita la Catedral de Canterbury o incluso su humilde iglesia parroquial en la campiña. O a las de Pedro, Santiago y Juan durante la Transfiguración. “Pedro le dijo a Jesús: Señor, ¡qué bueno sería que nos quedáramos aquí! Si quieres, levantaré tres albergues: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías” (Mateo 17:4). En tiempos modernos, Pedro habría propuesto construir un santuario. ¿Quién no ha sentido algo así? Durante mi primera visita a la Comunidad Ecuménica de Taizè (Francia) sentí que levitaba. Y estaba tan a gusto que no me apetecía era regresar a la realidad, es decir, a casa.


Tendemos a acomodarnos (a adocenarnos, dicen algunos) y la receta nos sirvió mientras Inglaterra, al igual que el resto de Europa, vivía en la era de la Cristiandad, como un navío mecido por las olas y empujado a sotavento. Sin embargo, en el siglo XXI las comunidades anglicanas que funcionen según el esquema “venid a nosotros” están destinadas a desaparecer tan pronto sus encanecidos feligreses pasen a mejor vida.


Experiencias como la peregrinación hacia la Tierra Prometida a Abraham; el exilio de Babilonia; y la destrucción de Jerusalén en el año 70 a manos de Tito Vespasiano alumbran la genuina naturaleza de la Iglesia. Somos un pueblo llamado a caminar, desinstalado y alejado de comodidades vanas que marchiten la frescura del Evangelio. El buen Dios, que siempre saca buenos frutos de nuestras desgracias, nos ha purificado durante el confinamiento. Ahora que Inglaterra despierta de su letargo, quizá nos sintamos más predispuestos a asumir riesgos y salir en busca de invitados a la boda del hijo del Rey: “Vayan al cruce de los caminos e inviten al banquete a todos los que encuentren” (Mateo 22:9). La era del Templo pasó -para bien y para mal-. Es hora de plantar nuestro campamento en el desierto de nuestro exilio. Allí aguardan miles de almas que ganar para Cristo.


Raul Arkaia





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