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La muerte de Cristo, glorificación del nombre de Dios.




Desde la publicación del hoy gran clásico originalmente titulado “Jesus letzter Wille nach Johannes 17”, del insigne teólogo y exegeta germano Erns Käsemann (1905-1998) (1), ha quedado muy claro para muchos estudiosos y creyentes de a pie que el Evangelio según San Juan tiene como una de sus líneas fundamentales de pensamiento la glorificación de Dios efectuada por la obra de Jesús. Y no solo por el capítulo 17 (2), especialmente estudiado por Käsemann, sino por otros textos señalados en los cuales el verbo griego “doxazo” (3) es el vocablo clave. Uno de ellos es San juan 12, 20-33, que citamos “in extenso” (4):


“20 Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta.

21 Estos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús.

22 Felipe fue y se lo dijo a Andrés; entonces Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús.

23 Jesús les respondió diciendo: Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado.

24 De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.

25 El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.

26 Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.

27 Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora.

28 Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.

29 Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había sido un trueno. Otros decían: Un ángel le ha hablado.

30 Respondió Jesús y dijo: No ha venido esta voz por causa mía, sino por causa de vosotros.

31 Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera.

32 Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo.

33 Y decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir”.


Dentro de un claro marco que anticipa la extensión mundial del evangelio —así se ha entendido tradicionalmente la petición de esos griegos que habían subido a adorar y querían ver a Jesús (5)—, el Señor pide claramente al Padre que su nombre sea glorificado, y recibe una respuesta inmediata (v. 28). Es a partir de ahí donde encontramos una triple glorificación del nombre de Dios que Jesús lleva a cabo, en lo cual vamos a fijar nuestra atención.


En primer lugar, Jesús glorifica el nombre de Dios por el hecho de que el Padre responde a la petición del Hijo de manera audible, y no precisamente como testimonio para la multitud, que no lo entiende (v. 29), sino para los discípulos. La encarnación del Verbo, tema con el cual se inicia el Evangelio según San Juan (6), si bien hace patente, como veremos de inmediato, un propósito divino universal, tiene unos primeros destinatarios indiscutibles, que son los seguidores inmediatos de Jesús, y en ellos la primitiva comunidad receptora del Cuarto Evangelio, johánica en primera instancia, católica después (7), de la que nosotros mismos formamos parte. Es gracias a Jesús que escuchamos la voz de Dios Padre y que sus designios salvíficos se nos muestran como algo firmemente establecido. Dicho de otro modo, es debido a la obra de Jesús que hoy, como en el siglo I, la Iglesia universal de Cristo tiene un privilegiado acceso al propósito de Dios en tanto que primicias del género humano, y siempre con una clara finalidad difusora. Lo que Dios dice no es para ser guardado bajo siete llaves y reservado en exclusiva para unos cuantos iniciados (8). La voz de Dios habrán de escucharla en algún momento todos los hombres, pero solo la entenderán a la luz de la obra de Jesús. Tal es el cometido de la comunidad de seguidores del Nazareno, de la Iglesia universal. Porque Dios Padre no habla sino para confirmar la labor de su Hijo, y la Iglesia está llamada a dar testimonio de esa realidad.


En segundo lugar, Jesús glorifica el nombre de Dios porque ha llegado ya el juicio del mundo y el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. En efecto, la cruz será la que supondrá ese juicio y esa expulsión definitiva del gran poder enemigo de Dios y del hombre bien representado en la figura señera del demonio (9). Y todo ello en el marco temporal del “ahora” pronunciado por Jesús. El pensamiento del Evangelio según San Juan contempla unas realidades escatológicas ya cumplidas en Jesús, en su tiempo presente, lo que garantiza la supervivencia de la comunidad en el futuro, en medio de un mundo que, con todo realismo, Cristo considera hostil y de cuyo peligro advierte (cf. San Juan 16:33). Desde la cruz, algo ha cambiado. El mundo ya no está sometido a la férula del maligno, sino que el poder que este ostentaba ha sido totalmente quebrantado, y es otro quien ejerce la autoridad, pese a la permanente e ingrata desobediencia del hombre (cf. San Mateo 28:18). Toda esta deliciosa imaginería de elevados colores míticos (10), tan del gusto de los antiguos, no solo responde a una cosmovisión hoy ampliamente superada, sino que encierra, por encima de todo, un importante contenido teológico de valor perenne: Jesús da gloria al nombre de Dios porque en su muerte queda destruida para siempre toda presunta fuerza hostil que pretenda arrancar de las manos de Dios a las ovejas de su rebaño (San Juan 10:27-29). En esta seguridad, la Iglesia puede caminar aun en medio de profundos abismos sabiendo que la mano poderosa de Cristo es quien la conduce por el sendero de la vida.


En tercer y último lugar, Jesús glorifica el nombre de Dios porque su muerte en la cruz, claramente anticipada en el v. 32, supondrá el punto de encuentro para todos los seres humanos. Desde la Antigüedad cristiana se ha disertado sobre el significado, el valor y hasta el poder de la cruz de Cristo, llegándose a conclusiones muy diversas, complementarias unas, diametralmente opuestas entre sí otras, lúcidas y pertinentes ciertas de ellas, totalmente descabelladas el resto. El propio Jesús afirma en este pasaje que la cruz ha de tener una especie de “efecto llamada” para la gran familia humana. No todos conocerán, desde luego, al detalle las enseñanzas o hechos portentosos de Jesús, ni tampoco tendrán siempre nociones claras acerca de su divinidad o su encarnación, pero su muerte en la cruz será algo de lo que el conjunto humano tendrá noticia (11), y que resultará particularmente atrayente. La cruz significa no solo muerte o dolor, sino también entrega voluntaria, solidaridad con la raza humana, compasión y misericordia para con los débiles y desheredados, y, en definitiva, la paternidad divina y la hermandad humana universales. La elevación de Cristo en la cruz conlleva, por lo tanto, una sin par convocatoria dirigida a todos los hombres y que sobrepasa con mucho los cuadros más hermosos que en este sentido traza el Antiguo Testamento (12). De ahí que la comunidad, la Iglesia universal, haya de proclamar de manera constante ante el mundo a Cristo y a Cristo crucificado (1 Corintios 2:2), y que conlleve siempre un enorme peligro para su integridad como tal el desviarse en su proclama hacia otros derroteros, por muy bíblicos que pudieran parecer.


En definitiva, Jesús da gloria a Dios porque tal es su misión en este mundo. Y nosotros, en tanto que sus seguidores y testigos, hemos de proseguir en la misma dirección. Tal es nuestro cometido. Tal es nuestro destino.


SOLI DEO GLORIA

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero y Arcipreste

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)

  1. En castellano tiene como título “El testamento de Jesús”, con el subtítulo “El lugar histórico del evangelio de Juan”, y fue publicado en 1983 por Ediciones Sígueme, de Salamanca.

  2. Tradicionalmente conocido como “La oración sacerdotal de Jesús”.

  3. Generalmente traducido como “glorificar”.

  4. Versión RVR60.

  5. Ya se entiendan, bien como judíos de habla griega procedentes de la diáspora, bien por paganos prosélitos del judaísmo.

  6. San Juan 1:1-18, un himno, sin duda, entonado por las comunidades johánicas. Cf. VON ALLMEN, D. L’Évangile de Jésus-Christ. Naissance de la théologie dans le Nouveau Testament. Yaoundé (Camerún): Clé, 1972, 133-38. Un gran libro, profundo y pedagógico, del cual, por desgracia, no tenemos constancia alguna de que haya sido traducido a nuestro idioma.

  7. “Católica” en el sentido más puro del término griego “katholikós”, no exclusivamente romana. La Iglesia es católica por definición, dado que abarca a todos los creyentes seguidores de Cristo, orientales y occidentales.

  8. Contra quienes, hoy como en siglos pretéritos, desearían hacer del mensaje cristiano una doctrina esotérica reservada a unos cuantos elegidos. Tal era la condición mayoritaria en los llamados “cultos mistéricos”, muchos de los cuales fueron contemporáneos del cristianismo naciente. Una situación parecida se vive hoy en las sectas “evangelicales” fundamentalistas.

  9. La figura de Satanás es, a juicio de varios autores, una de las mejor dibujadas de toda la Biblia.

  10. Véase como ejemplo el extraordinario libro del Apocalipsis de San Juan, cuyo mensaje, pese a las interpretaciones torcidas de tantas sectas contemporáneas nuestras, no es otro que la seguridad de la Iglesia en medio de este mundo turbulento debido a la gran victoria de Jesús.

  11. Véase el archiconocido testimonio del historiador romano Publio Cornelio Tácito en sus Anales XV, 44,2-3.

  12. Véase el conocido oráculo de Isaías 2:1-4, el llamado “Reinado universal del Señor”.

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