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¿Dios? ¿Qué sabemos realmente de Él?



Cada vez que leemos textos del Nuevo Testamento como San Juan 1:14 o el conocido himno de Filipenses 2:5-11, en los que se hace clara referencia al gran misterio de la Encarnación del Verbo —el primero de los dos lo afirma de manera literal; el segundo más bien lo sugiere—, se nos plantea uno de los mayores desafíos a nuestra comprensión humana de Dios: su capacidad de autolimitación. Aunque la teología tradicional, y también la filosofía, especialmente la clásica aristotélica (1), presentan a Dios como el Ser Supremo y lo adornan con una serie de atributos inherentes a su esencia, entre ellos la infinitud y, por ende, la imposibilidad de que pueda ser limitado por nada ni por nadie (2), tales axiomas, que sin duda encierran una gran verdad ontológica, se ven, en cierto modo, desmentidos por los hechos narrados en la Historia de la Salvación tal como los recogen las Sagradas Escrituras. La Encarnación, como queda apuntado más arriba, supone un total anonadamiento de la Divinidad en lo humano (3), la mayor manifestación de amor, compasión y solidaridad jamás imaginada para con los hombres por parte de Dios. Pero no es solo al llegar a ser uno con nosotros en Cristo cuando Dios se limitó voluntariamente. Hubo también otras ocasiones previas, si bien de distinto calado.

La primera de todas es, en orden cronológico, la propia creación del universo. Que la interpretemos a la luz del llamado Primer relato de la Creación (4) o de los postulados de la ciencia actual en diálogo permanente con la fe (5), lo cierto es que Dios no precisaba, por absoluta necesidad, de un mundo creado. Su esencia divina no quedaba alterada ni mermada por el hecho de que no existieran criaturas. Dado que Dios, como Ser Absoluto, se basta a sí mismo, la creación constituye un acto totalmente voluntario, en el que el Creador se limita a sí mismo, y que la teología cristiana tradicional ha entendido siempre como una manifestación de amor; así, cada mundo, cada ser inerte o animado, cada entidad inteligente o irracional, son como notas encadenadas de una melodía, de un cántico de loor al Supremo Hacedor. En el siglo XVI, el rabino Isaac Luria, considerado como el padre de la cábala actual, explica la creación como una “contracción” (6) deliberada de la luz divina, a fin de dar paso al espacio en el que el universo se habría de materializar. Y esta “contracción” original daría paso a otras “contracciones” (7), encaminadas siempre a la recepción de nuevos seres creados. El cabalista judío entiende así que los actos creadores de Dios suponen siempre una especie de merma que el Creador acepta y asume plenamente con todas sus consecuencias, incluso las más opuestas a su voluntad (8).

Diremos de forma resumida, a fin de no fatigar al amable lector, que las distintas revelaciones divinas recogidas en los relatos del Antiguo Testamento suponen siempre una total autolimitación por parte de Dios, y ello en un doble sentido:

Por un lado, el hecho mismo de hacer patente su presencia en medio de seres humanos que, por definición, son criaturas débiles (9) y que no soportan la realidad de Dios, causa de muerte y terror para ellos.

Por el otro, el riesgo real que Dios asume al ser interpretado por culturas humanas que, de un modo u otro, van a distorsionar su imagen, ya sea por primitivismo, ya por sofisticación (10).

En resumen, y efectuando un muy necesario examen de conciencia, hemos de reconocer que es muy poco lo que sabemos realmente de Dios. Y no solo es muy poco, sino que, además, está cribado por el tamiz de nuestras culturas, nuestras cosmovisiones particulares, los medios vitales en los que nacemos y nos desarrollamos, condiciones todas ellas que nos imponen siempre una restricción de pensamiento. Redundando en la idea principal que hemos venido exponiendo, Dios se ha autolimitado al presentarse ante nosotros, al revelarse al género humano, e incluso al revelarse a través de la Historia de la Salvación, de modo que no somos capaces de abarcarlo en toda su plenitud, sino tan solo en aquello que nos es dado ver, y con las restricciones propias que nos conforman en tanto que seres humanos.

Cierto es que la creación bien entendida, así como las distintas maneras en que Dios se dio a conocer a los antiguos, y sobre todo, su gran autorrevelación en la persona y la obra de Cristo, nos enseñan que es, por encima de todo, un Dios de amor y de misericordia, un Dios solidario con el dolor y las limitaciones de los seres humanos, el Dios, en definitiva, al que Jesús llama “Padre”, pero ni aun esto nos capacita para pontificar sobre él o para pretender saberlo todo en relación con su ser, su naturaleza o sus designios eternos.

Nuestro estudio de Dios debe suponer, por lo tanto, un llamado permanente a la humildad, al reconocimiento de nuestra supina ignorancia y a un espíritu de compasión para con aquellos que todavía evidencien menos luces que nosotros en relación con este tema, así como de dura reprobación para cuantos, amparándose en el nombre de Dios, pretenden erigirse en jueces de los demás y depositarios de verdades absolutas únicamente a ellos reservadas.

Por decirlo en pocas palabras, seguir el ejemplo de Jesús.

Soli Deo Gloria.


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reforma Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)


  1. Que tanto ha influido en la construcción del edificio de la teología cristiana. Ver la Metafísica de Aristóteles XII, vii.

  2. Ni siquiera por el mal. Ver RESTREPO GONZÁLEZ, P. “El problema del mal en San Agustín”, en Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, nº 146. Universidad de San Buenaventura. Bogotá (Colombia). Mayo-agosto 2007, 97-117.

  3. Recuérdese la teoría de la “kenosis” o “vaciamiento” de Dios, tan cara a los luteranos decimonónicos.

  4. Génesis 1:1 – 2:4a. Ostenta un mayor horizonte que el Segundo (Génesis 2:4b-25), más centrado en el origen de la vida humana y animal.

  5. Ver PELÁEZ, E. “El Big Bang y la Creación”, en MÉRIDA, S. (ed.) Conjugando Ciencia y Fe. Argumentos en el año de la fe. Madrid: CEU Ediciones, 2014.

  6. En hebreo “zimzum”, también transcrito en ocasiones “Tsimtsum”, adaptándolo a la pronunciación tradicional.

  7. “Zimzumim” o “Tsimtsumim”.

  8. La existencia del mal y el pecado.

  9. Caídas, para expresarnos con términos teológicos y en referencia a la condición de desobediencia y ruptura que experimenta nuestra especie en relación con el Creador (cf. el llamado Relato de la Caída, en Génesis 3).

  10. Contrástese la Divinidad tribal, celosa y sanguinaria que recogen algunas tradiciones veterotestamentarias con la Deidad trascendente de la más elevada teología cristiana posterior.

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