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EPIFANÍA, FESTIVIDAD DE ESPERANZA EN EL REINO DE DIOS


Al igual que cada año, el 6 de enero, popularmente conocido en nuestro país como “el Día de Reyes”, nos invita a una reflexión sobre el gran evento de la vida de nuestro Señor Jesucristo al que la Iglesia antigua muy pronto designó con el nombre de Epifanía, vocablo griego que significa “manifestación”. Lo encontramos en el sencillo, a la par que magistral, relato de la visita de los magos, es decir, en el Evangelio según San Mateo 2:1-12, una de las narraciones más universalmente conocidas de la Sagrada Escritura.

Como bien sabe cualquier estudiante de homilética de nuestros seminarios, institutos bíblicos o facultades de teología, los pasajes de la Biblia pueden enfocarse desde diversos ángulos a la hora de exponerlos ante una congregación, siempre que se respeten su medio vital (1) y su línea conductora de sentido, además de otros detalles que ahora sería prolijo enumerar. El relato de la visita de los magos, tal como viene redactado y lo leemos en las versiones actuales de la Biblia, ostenta un importante subtema al que hoy queremos prestar someramente nuestra atención: la confrontación entre dos reinos.

Señala el evangelista este gran contraste desde los tres primeros versículos, cuando designa como rey a Herodes, al mismo tiempo que indica cómo los magos preguntaron por un rey (2) de los judíos que había nacido y al cual iban a adorar. Que el versículo tercero muestre a Herodes y a “toda Jerusalén” —se entiende, a sus partidarios residentes en la Ciudad Santa— turbados, evidencia a las claras que el presunto nuevo rey suponía una clara amenaza para la monarquía herodiana. No sin razón.

En primer lugar, el nuevo rey recién nacido representaba la legitimidad del Reino de Dios (3) frente a un poder cuestionable y cuestionado en su propia época. El recurso a la profecía de Miqueas 5:2 que leemos en San Mateo 2:5-6 da el sello de autenticidad sobre la realeza de Jesús, algo que Herodes no hubiera podido jamás aducir en su favor. Es cosa sabida que Herodes alcanzó el status real sobre los judíos por la amistad que su padre, el idumeo Antípatro, había tenido con Augusto César. El favoritismo imperial romano y los tejemanejes políticos que sucedieron a las guerras civiles entre Augusto y los últimos pompeyanos eran la única carta a su favor tras haber sido depuesto el último rey legítimo de la para entonces debilitada dinastía Asmonea, iniciada el siglo II a. C. a resultas de la revolución macabea contra los monarcas helenísticos de Siria (4). De ahí el odio y el desprecio de muchos judíos ante aquel extranjero (5) que ejercía una función impropia de él y de su linaje. Jesús, proclamado como rey de los judíos desde el mismo momento de su nacimiento (6) se presenta en la narración mateana como aquel que recopila en su propia persona —y aún se hará más evidente a lo largo de los capítulos consagrados a su ministerio público— la historia del pueblo de Dios, del pueblo de Israel tal como la leemos en las Escrituras veterotestamentarias. El verdadero Rey de los Judíos cuenta, por tanto, con una sanción divina que ningún otro monarca terreno podría reivindicar. No es porque sí que el libro de Daniel, dentro de los profetas de Israel, represente en su capítulo 7 los reinos humanos como bestias terroríficas y antinaturales, mientras que el Reino de Dios aparece figurado como un Hijo de Hombre sobre las nubes del cielo, imagen de la que el propio Jesús se apropiará en San Mateo 26:64. Solo el Reino que encarna y proclama Jesús cuenta con el respaldo divino. Los otros son meros usurpadores.

En segundo lugar, y ya desde el primer momento, nos hace entender el evangelista que el reino de Herodes implica en sí mismo temor, intriga, mentira, para acabar en maldición y muerte. Es, en definitiva, un reino de tinieblas, de inseguridad constante. Las intenciones de Herodes expresadas en el versículo 8 esconden la traición, materializada en el trágico relato de la Muerte de los Inocentes de los versículos 16-18 en este mismo capítulo. Por el contrario, el reino de Dios encarnado en Jesús aparece como un reino de bendición y vida, un reino de luz. Los dones presentados por los magos a Jesús y a su Madre María (7), el oro, el incienso y la mirra del versículo 11, más allá de su interpretación simbólica tradicional (8), constituyen ofrendas de muy elevado valor en su época, propias de monarcas poderosos, y vienen a figurar todo aquello que Dios concede a su pueblo fiel y que se resume en un concepto muy caro a los autores de la Biblia: la paz (9). Jesús, en tanto que príncipe de paz (10), trae a este mundo mucho más que una situación internacional en la que no se producen conflictos bélicos o se firman armisticios para concluir los existentes; provee con su vida y con su muerte y resurrección una condición especial de reconciliación entre Dios y el hombre, lo cual es la mayor bendición posible y madre de todas las demás. En aquellos dones ofrecidos por los magos condensa de manera sublime el gran autor que es el evangelista todo cuanto Dios tiene reservado para quienes sean bendecidos por la presencia de su Reino hecha carne en el recién nacido de Belén. De ahí que en los capítulos subsiguientes Jesús aparezca, no solo como el gran Maestro, sino también (casi nos atreveríamos a decir “y sobre todo”) como el gran Benefactor de los siervos de Dios, verdaderamente nuestro Rey y Señor.

En tercer y último lugar, el magistral relato mateano nos permite vislumbrar la triste realidad de un reino pequeño y muy limitado frente a otro que es eterno y universal. Herodes era rey de los judíos, sin duda, pero bajo el control de Roma. Lo quisiera o no, la voluntad de Augusto César era soberana en todo el mundo conocido, Palestina incluida, y no le convenía indisponerse con ella. Dado que la Palestina histórica —y el actual estado de Israel, que ocupa una buena parte de ella— no es mucho mayor que lo que puede ser la española provincia de Murcia, es fácil deducir que la realeza de Herodes no se extendía demasiado por el orbe. La historia nos enseña, por otro lado, que a su muerte Roma decidió la división de aquel territorio conforme a sus intereses, de modo que todo el entramado orquestado por Herodes duró lo que él vivió. Si bien consiguió que el poder imperial tuviera en cuenta a sus descendientes y los favoreciera, todo ello concluyó muy pronto. Después de la destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito Vespasiano en el año 70 d. C., el linaje herodiano desapareció para siempre del horizonte de la historia. La realeza de Jesús, en cambio, ya desde este episodio de la adoración de los magos hace bien patente sus características distintivas de eternidad y universalidad. El Niño de Belén viene a este mundo en unas condiciones extraordinarias que señalan su divinidad (11), constatación fehaciente de lo cual serán las maravillas y prodigios operados por Jesús de Nazaret a lo largo de los capítulos consagrados a su ministerio, y, por otro lado, será adorado en primer lugar por unos extranjeros, sin duda paganos, que reconocen en él un ser divino (12). Pese al aserto tradicional que hace del Evangelio según San Mateo un “Evangelio para los judíos”, la vocación universal del Reino de Dios y de la Iglesia se hacen patentes desde sus primeros capítulos (13), lo que será corroborado por las últimas palabras del Señor resucitado a sus discípulos en el capítulo 28. Desde entonces hasta hoy, y hasta el día de la eternidad, el Reino de Dios sigue su proceso en este mundo, su avance, no siempre perceptible, pero siempre firme.

Diremos, en conclusión, que la festividad de la Epifanía se muestra a nosotros como una celebración teñida de los colores de la esperanza. En tanto que súbditos del Reino de Dios manifestado en Cristo estamos llamados a una misión de alcances universales y eternos, sabiendo que los poderes humanos, por “herodianos” que pretendan ser (14), están muy limitados, muy circunscritos a tiempos y espacios finitos, y que hemos de impartir al género humano un mensaje de paz y de redención, es decir, de redignificación.

SOLI DEO GLORIA



Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero

Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)

  1. El clásico Sitz im Leben de los exegetas alemanes.

  2. En ambos casos, el texto griego emplea el mismo término, basileús, que traducimos habitualmente por “rey” y que en la época hacía alusión a la más alta autoridad humana.

  3. El Reino de los Cielos (gr. basileía ton ouranôn) que Jesús proclamará a lo largo de todo el evangelio mateano (cf. especialmente el capítulo 13, las así llamadas Parábolas del Reino).

  4. Véase la historia de esa rebelión en 1 y 2 Macabeos, documento histórico de inigualable valor, especialmente el primero.

  5. Los idumeos, los antiguos edomitas del Antiguo Testamento, aunque profesaban el judaísmo a la sazón, religión que les había sido impuesta por uno de los reyes asmoneos, siempre estuvieron mal vistos por los judíos, que no llegaban a considerarlos sus iguales.

  6. Véase San Lucas 1:31-33, donde el ángel Gabriel le dice a la Virgen María que el Hijo que se gestaría en su vientre recibiría de Dios el trono de David.

  7. Es capital la figura de la Virgen María en los llamados Relatos de la Infancia del Señor que leemos en los Evangelios de San Mateo y San Lucas, los dos primeros capítulos de ambos.

  8. El oro representa el poder y esplendor reales; el incienso, una función sacerdotal e intercesora; la mirra, la amargura de la muerte.

  9. El conocido Shalom hebreo.

  10. Conforme al oráculo profético de Isaías 9:6.

  11. San Mateo 1:22-23 cita literalmente Isaías 7:14, el llamado por los especialistas Oráculo de Emmanuel.

  12. Los Relatos de la Infancia del Señor contenidos en el Evangelio según San Lucas ignoran la figura de los magos extranjeros y hacen de los pastores de Belén los primeros adoradores del Mesías recién nacido. Tradiciones diversas que convivían, sin duda, en las primeras comunidades cristianas.

  13. Véase el oráculo de Isaías 2:1-4 y su paralelo en Miqueas 4:1-3.

  14. Entendidos conforme a la connotación tradicional de “enemigos (¡e incluso asesinos!) de Cristo”.

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