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JESUCRISTO, CLAVE HERMENÉUTICA DE LA ESCRITURA.-

La naturaleza del AT y su relación con el NT en los Evangelios y los Padres de la Iglesia



Me gustaría comenzar con una afirmación que puede sonar escandalosa: La Biblia puede convertirse en el peor enemigo de Cristo. No nos extrañe que esto pueda ser cierto, es un dato de los Evangelios que Jesús fue probado por Satanás en desierto, y lo hizo recurriendo a citas tomadas de la Escritura, buscando la manera de hacerle dudar y apartarlo de su misión salvífica.

Muchos cristianos olvidan que somos seguidores de una Persona y no de un Libro, y aunque ese libro sea la misma Biblia inspirada por Dios, si no se entiende esencialmente como un testimonio de Cristo, se puede utilizar y se utiliza para detenerse en enseñanzas o especulaciones bíblicas que no glorifican a Cristo, el Hijo de Dios y Salvador del mundo, sino todo lo contrario, lo rebajan y nos alejan de Él, convierto a Cristo en un elemento más de los muchos presentes en la Revelación. Vivimos días complicados cuando muchos que se consideran cristianos defienden la vigencia de las leyes judiciales y penales del Antiguo Testamento en pleno siglo XXI, olvidando que ya no vivimos bajo el régimen de la ley, sino del Espíritu (Ro :15); que en política ha dado lugar a gobiernos democráticos, después de un titánico esfuerzo por desembarazarse de gobiernos teocráticos.

Para evitar caer en este error tan nefasto, no olvidemos nunca algo tan trivial como esto: es imperativo leer la Biblia con ojos cristianos. Parece algo simple que damos por sentado, pero si una cosa nos enseña la experiencia es que nunca debemos dar nada por sentado.


La Escritura, testimonio de Cristo

¿Qué significa leer la Escritura con ojos cristianos? Simplemente, leerla como Jesús lo hizo. Recordemos lo que se dice en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39) [1]. Aquí tenemos el primer dato fundamental para nuestra manera de interpretar la Biblia y hacer teología cristiana. La Biblia es nuestra fuente principal de fe y práctica en cuanto testimonio de Cristo. La Biblia no es un arsenal de citas bíblicas para extraer de ella doctrinas desconectadas de la persona y significación de Cristo. Hay quien utiliza la Biblia como un libro sagrado recipiente de arcanos en espera de ser descifrados. La Biblia es como un canal que nos lleva a la fuente de vida que es Cristo. Nos remonta al misterio de la Encarnación y nos conduce a la gracia de la transfiguración en Cristo, aquel que fue muerto, luego resucitado y ahora vive por los siglos de los siglos.

En su misión a sus compatriotas judíos, el apóstol Pablo recurre a las Escrituras hebreas para hacerles ver que lo que él enseña es precisamente aquello a lo que ellas mismas indican. Lucas narra que en Tesalónica, donde los judíos tenían una sinagoga, Pablo, «según su costumbre, se dirigió a ellos y durante tres sábados discutió con ellos, basándose en las Escrituras, explicando y demostrando que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio, decía él, es el Cristo” (Hch 17:1-4). A través de una sabia hermenéutica enfocada en la promesa del mesías algunos judíos comprendieron el significado cristológico de sus Escrituras y aceptaron el mensaje del Evangelio.


Qué duda cabe que la vida y el destino de Jesucristo desbarató todas las concepciones que los que conocieron a Jesús, incluidos a sus seguidores más íntimos, se habían hecho de él. Para tratar entender lo que había ocurrido, el rechazo y la muerte del amado Maestro, acompañado de su posterior resurrección al tercer día, tuvieron que echar mano al recuerdo del tiempo pasado con Jesús, a la enseñanza que les transmitió, e iluminados por el Espíritu recibido en Pentecostés, fueron capaces de leer las Escrituras con otros ojos, y en la medida que el Espíritu de Jesús les guiaba, supieron esclarecer el misterio de Cristo y su prefiguración en las Escrituras.

Al leer las Escrituras desde el Espíritu de Jesús, hasta su misma experiencia de fe y renovación pentecostal, fue comprendida desde los escritos proféticos. Así el apóstol Pedro puede dirigirse confiadamente a sus compatriotas:

Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y prestad atención a mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día; sino que esto es lo dicho por medio del profeta Joel: Y sucederá en los últimos días, dice Dios, etc., etc. (Hch 2:14-17).

Es la misma Escritura la que servirá de fundamento para exponer a sus compatriotas el sentido de lo que habían vivido, explicando desde las viejas profecías el misterio de Cristo muerto y resucitado. Una de las confesiones fe más antiguas del cristianismo primitivo, que Pablo recoge en sus cartas, dice así:

Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce (1 Cor. 15:3-5).

La Escritura sirve al testimonio evangélico como una realidad nueva e inesperado, pero ya prefigurada y anunciada en las Escrituras del viejo pacto.


El apóstol Pedro es muy claro al respecto:

Acerca de esta salvación investigaron y averiguaron diligentemente los profetas que profetizaron acerca de la gracia destinada a vosotros, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A los cuales fue revelado que no administraban para sí mismos, sino para nosotros, las cosas que ahora os fueron anunciadas mediante los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas a las que anhelan mirar los ángeles” (1 P 1:10-12).


Esta manera de proceder con la Escritura, el Evangelio de Lucas la remonta a la práctica del Jesucristo resucitado, cuando enfrentado a los tristes y desalentados discípulos de Emaús, les echa en cara: “!Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27).

No hay duda que Jesús desde sus comienzos leyó la Escritura en clave personal. Lucas narra que después de leer en la sinagoga de Nazaret el pasaje de Isaías 61:1-2, se lo aplicó a sí mismo, hasta el punto que sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.28-29). Esto lleva a decir a Félix García López, doctor en Ciencias Bíblicas por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma: “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva” [2].

Las categorías en las que Jesús se expresa a sí mismo son las viejas categorías la vieja alianza, que Él hace explosionar o magnificar hasta converger en Él [3]. Esas viejas categorías conservan su valor como referencia a hechos precisos de la historia de Israel, el pueblo elegido, las cuales Jesús desvela como semillas que le tienen a Él por esperanza y fruto. Para toda inteligencia que se abre al Evangelio y se une a Cristo, toda la Escritura es percibida a una luz nueva. “Toda la Escritura es transfigurada por Cristo” [4].

De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y su relación con las Escrituras, la teología cristiana concluye que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el AT como promesa, anuncio y prefiguración. En el NT como cumplimiento y realización” [5]. Para Hugo de San Víctor, “toda la Escritura es un libro y Cristo es ese único libro, porque toda la Escritura divina habla acerca de Cristo, y toda la divina Escritura se cumple en Cristo” [6].

Esto es más que suficiente para hacernos caer en la cuenta que la Biblia no es un fin en sí misma, sino un signo o señal que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer.

Martín Lutero, el gran reformador, dijo que Jesucristo es el “centro y la circunferencia de la Biblia”, dando a entender que el significado fundamental es Jesucristo, quién y qué ha hecho por nosotros para nuestra salvación. Perderle a él como centro y llave de las Escrituras es perdernos nosotros en una lectura acristiana de la Biblia. “Este es el juicio y castigo que Dios permite que venga sobre aquellos que no ven esta luz, es decir, que no aceptan ni creen lo que la Palabra de Dios dice sobre Cristo, por lo que andan inmersos en total oscuridad y ceguera incapaces de conocer nada en absoluto respecto a asuntos divinos” (Lutero) [7].

Calvino, al comentar Romanos 10, 4: “Cristo es el fin de la ley”, dice: “Sea cual fuere lo que la Ley enseñe, ordene o permita, siempre tiene a Cristo como fin y a Él, por tanto, deben referirse todas las partes de la Ley, lo cual no puede hacerse sino despojándose de toda justicia propia y avergonzándose por causa del pecado personal, para buscar la justicia única y gratuita. Por este hermoso pasaje comprendemos que la Ley totalmente mira hacia Cristo y por esta razón el hombre jamás poseerá inteligencia si no sigue este camino”.

Un estudioso actual del tema como Henri de Lubac, dice: “Jesucristo da unidad a la Escritura siendo fin y plenitud de la misma. En la Escritura todo tiene relación con Él. Cristo es su único objeto. Cabe decir que, es por tanto toda la exégesis” [8]. Para los Agustín los Padres de la Iglesia, las Escrituras nos llevan a Cristo, y cuando llegamos a ese fin, ya no tenemos que buscar más allá. Él es la Piedra angular que une los dos Testamento, igual que une a los dos pueblos: judío y gentil. Es Cabeza del cuerpo de las Escrituras, como es Cabeza del cuerpo de su Iglesia; es Cabeza de toda inteligencia sagrada, como es Cabeza de todos los elegidos.

Según el escritor sagrado, Cristo es el Mediador de una nueva y más excelente alianza (Heb 7:22; 8:6; 9:15; 12:24). Él es también la «plenitud» de la revelación, porque el Padre se ha manifestado en Él como el Hijo, que trae su revelación definitiva a la que hay que atender (Mc 9:7; Mt 17:5). En la carta a los Colosenses se dice que en Él mora «toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2:9). Con él se ha manifestado en la historia de la salvación el acontecimiento último, la novedad definitiva.


La novedad evangélica

Reparemos un poco en aspecto de lo “nuevo” del Evangelio. Digo esto porque me temo que hoy corremos el peligro de perder de vista el carácter novedoso de la aportación del mensaje de Cristo a la revelación.

En el libro del Apocalipsis se presenta a Jesucristo como “el que está sentado en el trono”, desde el cual afirma: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21:5). Esto solemos referirlo al futuro, cuando Cristo regrese y haga una nueva tierra y un nuevo cielo. Esto es cierto, pero no hay que olvidar que desde el mismo momento de su resurrección fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos” (Ro 1:4). El mismo Jesucristo resucitado dice a sus discípulos: “Toda autoridad (o poder) me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28:18-19).

Es decir, con la resurrección y ascensión de Cristo al cielo, algo nuevo ocurre en la historia, el reino mesiánico prometido inicia su andadura con el mundo en su totalidad como objetivo. Los profetas habían anunciado que de “Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Is 2:3; 51:4-5; 60:3; Miq 4:2; Zac 8:20-23; Lc 24:47), pero ellos creían que las naciones subirían a Israel para así poder oír la palabra de Dios, mientras que Jesucristo dice que las naciones oirán la palabra de Dios allí donde están por medio de sus apóstoles. De este modo el conocimiento de Dios ya no estaría limitado a un espacio geográfico como Israel, sino que cubriría todo el mundo.

Esto está en armonía con el espíritu cristiano, que no es otro que el del mismo Dios revelado en su Palabra, que Él no hace discriminación de personas, de modo que el evangelio cumple la intención divina que desde el principio eligió a Abraham para ser padre de multitudes y en él bendecir a todos los pueblos (Gn 12:3). Lo primero que hace la Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, y por tanto el instrumento elegido para llevar a cabo sus planes para esta tierra, es formar comunidades multiétnicas, según el siguiente principio teológico:

Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella la enemistad (Ef 2:14-16).

Crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, esta es la verdadera aportación del cristianismo a la historia religiosa del mundo. No es nuevo credo ni un nuevo rito, ni siquiera una continuación espiritualizada del judaísmo es verdaderamente una creación que da origen a una nueva manera de ser. El apóstol Pablo lo dice con mucha claridad e insistencia.

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas (2 Cor 5:17).

En Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación (Gál 6:15).

En la práctica esto supone una ruptura respecto a lo viejo en el orden religioso: “Ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (Ro 7:6).

Lo mismo que se dice respecto a la ley de Moisés se dice de las maneras y costumbres de vida ajenas a Cristo:

En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, os renovéis en el espíritu de vuestra mente, y os vistáis del nuevo hombre, creado a semejanza de Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef. 4:22-24).

Otro tanto se dice en Colosenses:

No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos. Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia (Col 3:9-12).

El cristiano es el que por la fe y el bautismo ha muerto y resucitado en Cristo:

¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva (Ro 6:3-4).

Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos (Gal 3:27).

Digo todo esto para salir al paso a aquellos hermanos que mal informados o que con un exceso de celo creen que lo hebreo es lo mejor, como si la revelación del AT fuera casi superior a la Nuevo, o a este como una continuación de aquel. Juan es claro en este punto: “La ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (1:17). Es a Jesucristo al que debemos mirar siempre, como “autor y consumador de la fe” (Heb 12:2), ahondando en su vida, misterio y mensaje.


Cristo como Segundo Adán


Me llama poderosamente que cristologías tan reputadas como la de Oscar Cullmann [9], estudien todos los títulos y nombre de Jesús: Profeta, Siervo Sufriente, Sumo Sacerdote, Mesías, Hijo de Hombre, Señor, Salvador, Logos, Hijo de Dios, no menciones para nada un título que considero vital para nuestro entendimiento de Jesucristo, es el de Segundo Adán. “Así está escrito: el primer hombre Adán llegó a ser un alma viviente; y el postrer Adán, espíritu vivificante” (1 Cor 15:45).

“La novedad decisiva que el Nuevo Testamento aporta a la teología de la creación aparece cuando se explicita su relación con el misterio de Cristo” [10].

Pablo hace referencia a Adán, como “figura (tuypos) del que había de venir” (Ro 5:14).

Adán es imagen de Cristo, imagen que existe desde el principio, y está llamada a hacerse realidad más plena, a adquirir consistencia mayor. Así lo veía Hilario de Poitiers (siglo IV, 310-368 d.C.) en sus Tractatus Mysteriorum [11]. Desde el momento de la creación del primer hombre está prefigurado Cristo. Lo mismo antes que Hilario, habían dicho Ireneo de Lyon y Tertuliano, lo cual ha sido modernamente confirmado por teólogos de talla como Jürgen Moltmann y Wolfhart Panneberg.

Para llegar e esa conclusión, Moltmann realiza lo que él llama una exégesis mesiánica, que se distingue tanto de la exégesis histórica como de la exégesis teológica, aunque no rechaza ninguna de ellas, sino que las integra. Lo primero que nota Moltmann es que la creación del hombre a imagen de Dios, significa que “Dios es el destino originario del hombre” [12]. Una afirmación tremenda, plena de significado para nuestra teología, nuestra experiencia y nuestra misión. Pero no se queda ahí la cosa. La verdadera imagen de dios no está en el principio, asegura Moltmann, sino en la meta de la historia de Dios con la humanidad. Sabiendo como sabemos que Cristo es la imagen visible del Dios invisible (Col 1:15), podemos afirmar que Cristo es la imagen a la que fue creada Adán. Cristo es la imagen mesiánica de Dios, y por eso todos los creyentes están llamados a reproducir en sus vidas la imagen del Hijo de Dios (Ro 8:29). Con la justificación el pecador recibe por gracia aquella justicia que había perdido por el pecado de Adán, y se convierte de nuevo en la imagen de Dios en la tierra en comunión con Cristo [13]. La glorificación sucederá en el futuro, pues consiste en la “redención del cuerpo”, pero ya ha comenzado la renovación de la creación con la recreación de nuevas criaturas, hombres y mujeres reflejando en sus vidas la gloria de Cristo. “La justificación es, pues el comienzo actual de la glorificación, y esta es la consumación futura de la justificación […] Entre la justificación experimentada por el pecador y la esperada glorificación del justificado está el camino de la santificación […] La semejanza con Dios es, pues, don y tarea; indicativo e imperativo” [14].

Ahondando en este mismo tema, Pannenberg, está plenamente convencido que la concepción plena del hombre como imagen de Dios no se puede obtener sólo a partir de una lectura veterotestamentaria: se impone la interpretación cristológica. Hay que acudir al Nuevo Testamento, donde está el original primitivo, que es Jesucristo, la imagen perfecta del Padre (cf. 2 Cor 4:4; Col 1:15). La auténtica e invisible imagen del Padre asume en la encarnación una humanidad creada a imagen de Dios. Después de la encarnación es imposible separar: no se puede entender al hombre en cuanto tal, en su constitución intrínseca, si no es a la luz de Cristo, la imagen perfecta de Dios Padre. Sólo en la figura de Jesucristo se ha manifestado con toda claridad la imagen de Dios en el hombre [15]. Sólo en Cristo se encuentra la clave de interpretación del hombre como imagen.

Adán era como un esbozo del hombre definitivo. Según san Pablo era «figura» (typos) del que había de venir (Ro 5:14). En cuanto tipo y sombra apuntaba a un «Adán» verdadero, un «hombre» cabal, definitivo, en quien la imagen de Dios se refleje con toda su autenticidad. Ese hombre es Cristo, el postrer o último Adán, el segundo Adán cabeza de la nueva humanidad. A partir de la encarnación el hombre puede comprenderse mejor a sí mismo, porque ve reflejada su imagen en la verdadera y original imagen de Dios que es Jesucristo.

A la luz de Jesucristo, el relato del Génesis: «hagamos al hombre a imagen nuestra» contiene más que una afirmación sobre el origen del hombre. Realmente nos está informando sobre su destino, sobre el para-qué humano. Por eso, la interpretación sobre el hombre como imago Dei no es una fórmula metafísica sobre el ser-en-sí del hombre, sino una explicación sobre el ser-para-Dios porque en su origen está inscrita su finalidad [16].


Cristo el primer hombre nuevo


Para el apóstol Pablo, Cristo es propiamente el Último o Segundo Adán, porque él encabeza la nueva creación que se va abriendo paso por el poder de su espíritu. La redención y la escatología inciden en el origen, en la Creación de Dios [17]. La luz del evangelio de Cristo nos ayuda a comprender el destino originario del hombre. “De esta manera, conocemos la anterior a la luz de los posterior, y entendemos el principio en la perspectiva de la consumación” [18].

Mientras que Mesías y otros nombres y títulos cristológicos de Jesús, hacen referencia a aspectos particulares de la misión de Cristo —Mesías a la nación de Israel—, Segundo Adán es un concepto universal que engloba al mundo entero y a todos sus habitantes, sin distinción de raza, religión o lengua. A partir de este título entendemos mejor la afirmación de Colosenses: Cristo es “el primogénito de toda la creación. En él fue creado todo lo que hay en los cielos y en la tierra, todo lo visible y lo invisible; tronos, poderes, principados, o autoridades, todo fue creado por medio de él y para él. Él existía antes de todas las cosas, y por él se mantiene todo en orden” (Col 1:16-17).

A la luz de este designio de Dios en Cristo, advertimos que Adán es secundario respecto a Cristo. Adán sin Cristo no tiene sentido. Desde la eternidad y para la eternidad, toda la creación en conjunto está orientada a Cristo. Todo fue creado por medio de él y para él.

Adán es un tipo o figura profética de Cristo, y según la exégesis cristiana, los tipos de la Escritura derivan todo su significado del antitipo al que se refieren. “Sin Cristo, Adán no tiene función ni significado en la Escritura. Sin Jesús, Adán es meramente el comienzo de un relato que yerra inconclusivamente hacia la nada” [19].

Sí por Cristo “se mantiene todo en orden” (Col 1: 17), y todo tiende hacia él, es evidente que Cristo es la vez la redención de la vieja creación y la fuente de su recuperación. Adán, y con él toda su descendencia, fue creado para mantener una relación tan próxima con Dios que se puede comparar a la relación existente entre la copia y el original, pero entendida de un modo vivo. Como es sabido Adán perdió esa relación de intimidad con Dios, en su calidad de imagen y semejanza del mismo, que le arrastró a una existencia de dependencia de sus propias fuerzas, que le condujeron a callejones sin salida, a una desesperación constante, con breves momentos de paz en que Dios medió a su favor mediante su Palabra, pues la creación nunca ha estado privada de la Palabra creadora que la sustenta, de tal modo que se puede decir que Dios siempre ha estado más próximo a nosotros mismos que nosotros mismos.

Mediante la predicación del Evangelio y el llamado a conversión y el nuevo nacimiento el misionero cristiano está cumplimiento el propósito divino de restaurar la creación mediante la formación de nuevos hombres y mujeres que renacen a una esperanza viva (1 Pd 1:3)

Nacidos de nuevo por el Espíritu y adoptados como hijos en el Hijo y en la familia de Dios.

La nueva vida en Cristo es consecuencia directa de la resurrección de Jesús. “Por tanto, la nueva creación instituida por el segundo Adán es, de hecho, una prolongación de su resurrección” [20]. Pues por su resurrección, Cristo se escapa de la condición terrena del primer Adán y queda constituido en su humanidad glorificada, fuente y origen de la vida para todos los que constituirán la raza o descendencia del segundo Adán [21].

«Su paternidad es más íntima que la de su antepasado terrestre, "alma viviente", que vive para Él sólo, que fuera de Él enciende focos de vida, que comunica una existencia semejante a la suya y no la suya misma, que es un simple primer eslabón de generaciones sucesivas. Cristo "espíritu vivificante" cuyo ser se irradia, engendra a los hombres englobándolos en su propia gracia (Ro 5:15) y animándolos con su propia vida» [22].

Por su paso de la muerte a la resurrección, Cristo, en su propio cuerpo, ha arrancado al mundo de su auto-esclavitud para establecerle en una relación existencial nueva con su Creador, relación que se funda en un nuevo don que viene de Dios, que es de Dios: el Espíritu. Sin duda el mundo antiguo de Adán persiste, permanece; pero los hombres al unirse e identificarse con Aquel que se ha hecho para ellos "Espíritu vivificante", adquieren una sobre-existencia que no pertenece a este mundo, sino al cielo, sobre-existencia que se manifestará en la epifanía de la resurrección de los cuerpo. Cristo sustituye el reino de la muerte, instaurado por Adán, por el reino de la vida; actualmente los dos reinos coexisten, pero "al final" sólo permanecerá el reino de la vida [23].

“Convertido en Espíritu Vivificante, Jesús es capaz, en el don de sí mismo, de comunicar el Espíritu, la potencia creadora de Dios que vivifica y reúne, porque es el amor mismo de Dios comunicado. Y viceversa, solamente el Espíritu transforma la sociedad de los que se reúnen en el nombre de Jesús en Iglesia, por incorporación a Cristo” [24].

Cristo es ahora un ser-fuente que se realiza multiplicándose, sin dejar por ello de ser él mismo, que vivifica y reúne a los hombres recibiéndolos en El, en su mismo Cuerpo. La Iglesia es entonces el Cuerpo de Cristo Resucitado.

“Igual que Adán es el elegido por Dios para presidir la primera creación, Cristo es enviado por Él para instituir y gobernar una Creación espiritual enteramente nueva. Pues con la muerte y resurrección de Cristo estamos en un mundo nuevo, una nueva era. La plenitud del tiempo ha llegado. La historia del mundo ha acabado en un orientación enteramente nueva. Vivimos en el Reino Mesiánico” [25].

La creación del mundo, de Adán en el Paraíso es simplemente una sombra de esa realidad sustancial que ha de actualizarse en Cristo y su Cuerpo, que es la Iglesia. La primera creación es enteramente secundaria y subordinada a la nueva creación espiritual efectuada en y por Cristo. Esta nueva creación empieza con la resurrección del Señor y se perfeccionara en el final del tiempo. El fin no se ha alcanzado todavía pero está a la vista en la visión espiritual de la comunidad creyente que aguarda la Parusía, en que Cristo no solo aparecerá en las nueves del cielo, sino que al mismo tiempo refulgirá a través de los árboles, montañas y mares, transfigurados de un mundo divinizado por su participación en la obra de su reino. Esa será la victoria definitiva de la vida sobre la muerte, y se señalará por la resurrección general en que la materia compartirá por fin el triunfo de la vida y del espíritu [26].


Fue común en los autores eclesiásticos de los primeros siglos del cristianismo, también entre los judíos, describir el Jardín del Edén como un símbolo de salvación. Por la acción del Espíritu, el hombre recobra la imagen perdida en la semejanza a Cristo, el segundo Adán. Esta semejanza recobrada por gracia mediante la fe hace que la muerte, primera consecuencia de la desobediencia de Adán, se supere a través de la incorrupción y la divinización. “La imagen subyacente es la del regreso del hombre al lugar al que verdaderamente pertenece. Las puertas del Jardín del Edén se han vuelto a abrir delante de él. El ser humano está de nuevo en casa. Al fin puede descansar” [27].

Nadie como san Pablo ha explicado más acertadamente el aspecto esencial de este regreso al Jardín del Edén, al remitirnos a Cristo como destino del cristiano. Entre otros términos, Pablo utiliza uno verdaderamente sorprendente tomado de la mitología grecorromana: metamorphosis, para indicar la transformación a realizar del creyente, o mejor, la transformación que Él produce en la vida del creyente, semejante a la luz creadora de Dios que dio origen al Universo. «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Co 3:18).

“El mismo Dios reside en nosotros y nosotros en Él. Somos su nuevo Paraíso. Y en medio de ese Paraíso se yergue el mismo Cristo, el Árbol de la Vida” [28].

“La restauración o recreación de la semejanza con Dios se produce en la comunión de los creyentes con Cristo. Si Él es la mesiánica imago Dei, los creyentes se convierten en la imago Chisti y se ponen el camino de llegar a ser la gloria Dei en la tierra. […] Naturalmente, Dios es el que configura a los creyentes según la imagen de su Hijo” [29].

“Es cristiano aquel en quien Cristo se va formando (Gal 4:19; 2 Co 3:18; Col 3:10), el que va reproduciendo la imagen del Hijo (Rom 8:29) hasta que esa imagen cobre una cualidad casi facsimilar en la resurrección” (1 Co 15:49; Flp. 3:21)” [30]. Así es como se va formando la nueva humanidad de la nueva creación. “A partir de Cristo es como si la humanidad volviera a comenzar”[31].


Dos Testamentos un solo Dios

Quedan muchos temas por tratar, pero ya no queda tiempo. Hubo un momento en el cristianismo de los primeros siglos, que algunos cristianos se cuestionaron la validez del Antiguo Testamento para los cristianos. Para ellos, la moral del Antiguo Testamento basada en una sistema de leyes y castigos, donde trasluce el rencor y el deseo de venganza es contraria a la moral cristiana del perdón y la misericordia. El Dios del Antiguo Testamento, el Jehová de los Ejércitos, involucrado en la matanza de los cananeos no tenía nada que ver con el Dios y Padre bondadoso de Jesucristo; la historia del Antiguo Testamento, tan llena de crímenes, engaños, robos, incesto, adulterios, asesinatos, deseos de venganza, guerras de exterminio, está en las antípodas del mensaje de Jesús y de la predicación apostólica. Marción, que vivió aproximadamente entre el año 85 d. C. y hasta mediados del segundo siglo, se negó a aceptar el Antiguo Testamento como Escritura Sagrada. Esta corriente de pensamiento pervivió varios siglos. Todavía en el siglo IV, Agustín, en su juventud, fue miembro del grupo de maniqueos que despreciaba el Antiguo Testamento por considerarlo no espiritual y calificarlo de repugnante; abogaban por un cristianismo con un Cristo que no necesitaba el testimonio de los escritores hebreos.

Los apóstoles y los llamados Padres de la Iglesia se enfrentaron a este grave problema que tuvo que ser explícitamente tratado desde mediados del siglo II. Ellos recurrieron a los conceptos de promesa y cumplimiento, entendiendo el Antiguo Testamento por promesa, y el Evangelio o Nuevo Testamento por cumplimiento. De este modo justificaron la conservación de las Escrituras hebreas en la Iglesia cristiana, como raíces de un árbol o piedras fundamentales de un edificio que germinará o se edificará sobre la persona de Jesucristo. Así, patriarcas y profetas ejemplarizan y predicen los acontecimientos de la vida de Jesús y la Iglesia, que es su cuerpo místico, la cual mediante su testimonio y predicación, realiza y prolonga en cada generación la realidad de la salvación en Cristo y por Cristo.

Este esquema de promesa y cumplimiento, una especie de revelación progresiva, permitió entender que lo viejo, la Ley, había sido completamente absorbido, abrogado y transformado en cuanto apareció lo nuevo, la Gracia.

El método alegórico, primero, y el tipológico después, permite que las personas y los hechos del Antiguo Testamento sean interpretados a la luz de acontecimientos correspondientes del Nuevo Testamento. El método puede ser cuestionable, pero la intención que lo anima es la misma convicción cristiana de que la Escritura hebrea, desde Moisés a los profetas, da testimonio de Cristo y de la novedad del Evangelio. Según G. von Rad, “el Nuevo Testamento tomó como punto de partida el contraste entre ese nuevo acontecimiento (la venida de Cristo) y el conjunto de la experiencia anterior de Israel; y este debe ser siempre el punto de partida para la interpretación cristiana del Antiguo Testamento” [32].

La orientación a Cristo de la Escritura es un dato de fe revelada. La teología post-apostólica, los llamados Padres de la Iglesia no crearon nada nuevo con su interpretación cristológica del Antiguo Testamento: sólo desarrollaron y sistematizaron lo que habían encontrado en el mismo Nuevo Testamento.

La interpretación histórico-gramatical perdió un poco de vista este principio, como reacción a la exageración y mal uso de la interpretación alegórica. A la luz de las nuevas exigencias históricas y gramaticales, la Reforma desarrolló unos criterios de interpretación para los cuales la exégesis de los Padres tenía que aparecer como no histórica y por tanto objetivamente insostenible. Con la victoria de la exégesis histórico-crítica, pareció que la interpretación cristológica del Antiguo Testamento, iniciada por el mismo Nuevo Testamento, había fracasado.

Hoy día la exégesis contemporánea ha realizado un magno esfuerzo por refundar una interpretación cristiana y cristológica del Antiguo Testamento exenta de arbitrariedad y respetuosa del sentido original contrarrestando las desviaciones que señala la historia, pero el camino no ha sido fácil.

La hermenéutica moderna enseña que todo texto, una vez puesto por escrito, comienza a vivir una cierta vida autónoma, adquiriendo nuevas connotaciones ante nuevas circunstancias y otros contextos. “Los lectores cristianos están convencidos de que su hermenéutica del Antiguo Testamento, ciertamente bastante distinta de la del judaísmo, corresponde sin embargo a una potencialidad de sentido efectivamente presente en los textos. A la manera de un «revelador» en el procesamiento de una película fotográfica, la persona de Jesús y los acontecimientos que se refieren a ella han hecho aparecer en las Escrituras una plenitud de sentido que anteriormente no podía ser percibida” [33].

Alfonso Ropero Berzosa

Dr. en Filosofía, Saint Alcuin House. Seminary, College, University. Oxford Term England. St. Anselm of Canterbury College; Master en Teología, Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI). Autor de Filosofía y cristianismo; Introducción a la filosofía; Manual de homilética y editor general del Gran diccionario enciclopédico de la Biblia

 

NOTAS

[1] También traducido: “Ustedes estudian (eraunãte) las Escrituras pensando que contienen vida eterna; pues bien, precisamente las Escrituras dan testimonio a mi favor”. La Palabra (Hispanoamérica)

[2] Félix García López, “Jesús y las Escrituras”, en F.F. Ramos, ed., Diccionario de Jesús de Nazaret, pp. 353-358. Ed. Monte Carmelo, Burgos 2001.

[3] Cf. “¿Cómo leer el Antiguo Testamento? Cristo, Exegeta del cumplimiento”, en Luis Sánchez y Carlos Granados, En la escuela de la Palabra. Del Nuevo al Antiguo Testamento, pp. 95-110. Editorial Verbo Divino, Estella 2018.

[4] Henri de Lubac, La Escritura en la tradición, p. 25. BAC, Madrid 2014.

[5] Domingo Muñoz León, “Jesucristo”, en X. Pikaza y N. Silanés, eds., Diccionario teológico. El Dios critiano, p. 793. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992.

[6] Hugo de San Víctor, De arca Noe morali, 1.2, c. 8. PL 176.642 C-D.

[7] Ewald Plass, ed., What Luther Says, pp. 145-148. Concordia, St. Louis 1959.

[8] Henri de Lubac, La Escritura en la tradición, p. 115. BAC, Madrid 2014.

[9] Oscar Cullmann, Cristología del Nuevo Testamento. Sígueme, Salamanca 1998.

[10] Luis F. Ladaria, El hombre en la creación, p. 15. BAC, Madrid 2012.

[11] Luis F. Ladaria, La cristología de Hilario de Poitiers, pp. 30-31. ‪Gregorian Biblical BookShop, Roma 1989.

[12] Jürgen Moltmann, Dios en la creación, p. 229. Sígueme, Salamanca 1987.

[13] Ibid., p. 239.

[14] Ibid., p. 240.

[15] W. Pannenberg, Teología sistemática, vol. II, 235. UPCO, Madrid 1996.

[16] Cecilia Echeverría-Falla, “La imagen de Dios en el hombre. Consideraciones en torno a la cuestión en W. Pannenberg”, Scripta Theologica, vol. 45/3, 2013, 750.

[17] “En el siglo que recién acaba, el tema de la creación ha pasado de estar prácticamente marginado de la reflexión teológica, a ser considerado como fundamento de la historia de la salvación y parte esencialmente integrada al misterio cristiano. […] No podemos separar la creación del misterio cristiano, hay una inextirpable relación con el hombre, con Cristo, con el destino definitivo”. Andrés Arteaga M., "Creación y Salvación. La creación como fundamento de la salvación cristiana. La salvación como plenificación de la creación de Dios”, Teología y vida 42/1-2, Santiago 2001.

[18] Jürgen Moltmann, Dios en la creación, p. 230. Sígueme, Salamanca 1987.

[19] T. Merton, El hombre nuevo, p. 86.

[20] T. Merton, El hombre nuevo, p. 99.

[21] Bernard Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo, p. 70. Ediciones Fax, Madrid 1972.

[22] F. X. Durrwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación, p. 140. Herder, Barcelona 1979.

[23] B. Rey, Creados en Cristo Jesús, p. 71.

[24] G. Rossé, “La Iglesia, Cuerpo de Cristo”, p. 87. En Autores Varios, El misterio de la Iglesia. Ciudad Nueva, Madrid 1984.

[25] T. Merton, El hombre nuevo, p. 86.

[26] T. Merton, El hombre nuevo, p. 98.

[27] Tomás García-Huidobro, El regreso al Jardín del Edén como símbolo de salvación, p. 29. Ed. Verbo Divino, Estella 2017.

[28] T. Merton, El hombre nuevo, p. 105.

[29] J. Moltmann, ob. cit., p. 239.

[30] Juan L. Ruiz de la Peña, El don de Dios, p. 382.

[31] Antonio Salas, ob. cit., 38/270.

[32] G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, vol. II, p. 329. Sígueme, Salamanca.

[33] La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 64. PJBC, Roma 1993.

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