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¿Realmente se nota que creemos en Dios?

Hace un par de días un amigo me hizo una pregunta que me dejó totalmente descolocado. -¿Tú hablas con Dios? No sabía qué debía responder. Me sentía incómodo tanto si respondía que sí o que no, pero la verdad es que tengo derecho a decir que sí, que sí hablo con Dios. Y no pasa nada. De verdad. Todos los días suelo rezar un poco por la mañana y otro poco por la noche, por la mañana para pedir y por la noche para dar gracias. Evidentemente, rezar implica, por necesidad, hablar con Dios. “Padre nuestro que estás en los cielos…” Sí, sí, estamos hablando con Dios, y no tiene por qué darnos rubor o plantearnos reservas, como si estuviésemos haciendo algo fuera de lugar, de tiempo o de contexto. Es cierto que no podemos considerar con las mismas claves y condiciones el hecho de hablar con Dios que con nuestra esposa, amigos o vecinos, pero en ambos casos se produce una relación y una comunicación, con sus puntos en común. En cualquier caso, hay que reconocer que, con frecuencia, comunicarse no es fácil, tengas delante o no interlocutor. Además, comunicarse con Dios también resulta complicado, especialmente complicado, al menos desde mi experiencia, conforme te vas haciendo mayor y más serio, y pierdes la frescura y la espontaneidad de la juventud. Pero, aún con todo, podemos pretenderlo y disfrutarlo. Esta es la primera dimensión esencial en la que se mueve y se manifiesta nuestra fe en Dios: el ámbito personal, íntimo y cercano. Pero aunque es muy importante, no es la única. La otra dimensión se refiere al ámbito público: a lo que vives, a lo que haces. Está claro. Porque si creemos en Dios debe notarse, debemos dejar constancia. Evidentemente que sí. Si creo en Dios, en serio, no simplemente como etiqueta para catalogarme, si mi vida incluye un argumento, un rasgo de identidad de esta transcendencia, debe marcar y pesar en mis gustos y gestos, actitudes y comportamientos. Si no se nota, si no se percibe, si no se aprecia ninguna diferencia práctica entre los que creemos en Dios y los que no creen, probablemente algo pasa. Es cierto que hay muchas formas y matices de vivir y expresar algo tan esencial e importante, pero se debe notar. Esta es la cuestión. ¿Realmente hoy se nota, se percibe la presencia, la opinión y los argumentos de los que creemos en Dios? ¿Cuándo hablan de nosotros, de nuestra procedencia, profesión, familia, gustos y tendencias, alguna vez alguien llega a comentar que creemos en Dios? Creer en Dios no es nunca especialmente fácil, y hoy evidentemente el ambiente tampoco lo facilita, pero sería bueno que nuestra presencia, opinión y aportaciones se dejaran notar más y mejor en la vida social y laboral, en asociaciones, amigos y familia, en la política, en la opinión pública, donde nos toque estar. Muchos y muchas lo agradecerán, y nosotros y nuestra fe los primeros.

 

Miguel Sánchez Medrano, periodista, residente en Vitoria-Gasteiz (España) autor de Mi bendita calma y Edimburgo y Vitoria for ever, en este último libro relata las peripecias y reflexiones de él y su familia –su mujer Verónica y sus dos hijos—durante el año que estuvieron viviendo en la capital escocesa. Miguel Sánchez es Católico Romano.

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