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¿ES NECESARIA LA IGLESIA?




A nadie se le oculta que, desde hace ya bastantes décadas —mediados del siglo pasado, año arriba, año abajo—, una ola de cuestionamiento de la realidad, la necesidad y hasta el valor de la Iglesia como institución, ha recorrido el mundo cristiano, especialmente el occidental, poniendo sobre el tapete un tema harto delicado. A partir de ese momento hasta nuestros días se han prodigado discusiones a muchos niveles, ensayos de alta calidad y hasta encendidos debates sobre el asunto, mejor o peor llevados, pero todo ello ha contribuido a clarificar posiciones. De hecho, a los creyentes nos ha obligado a algo muy sano: reflexionar acerca de nuestras posturas. Personalmente, consideramos un ejercicio muy positivo el replanteamiento de todo aquello que tenemos por inamovible; puede que no lo sea tanto, o tal vez sí. En cualquier caso, verse conminados a dar una respuesta conlleva la necesidad de investigar, de indagar, de aprender en definitiva. Y eso es lo que importa.


Cuando acudimos al Credo Apostólico, una de las primeras formulaciones de la fe de los discípulos de Jesús elaboradas por la Iglesia antigua —y de valor universal como expresión de las doctrinas fundamentales del cristianismo histórico—, nos topamos de entrada con una realidad sorprendente: tras mencionarse los puntos referentes a la Trina Deidad (Dios Padre Todopoderoso, Jesucristo su único Hijo, el Espíritu Santo), aparece la Iglesia. Mejor aún, la Iglesia viene directamente conectada con la Tercera Persona de la Trinidad:

“Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia Católica, etc.”.

Las consecuencias de esta formulación saltan a la vista: la Iglesia se muestra como una manifestación patente de la obra del Espíritu Santo (¡del Dios Trino!) en la historia humana —recuérdese el Pentecostés cristiano narrado en Hechos 2— y es, además, objeto de fe. Inmediatamente después de Dios en su para nosotros incomprensible Trina Unidad, el creyente está llamado a “creer”, a tener fe, en la Iglesia: no solo en su existencia material y palpable en tanto que institución, sino sobre todo en su función, en su misión, en su valor dentro del propósito eterno de Dios. Por decirlo de otro modo, la realidad de la Iglesia no es algo opcional para el creyente: ser cristiano implica la ineludible condición de pertenencia a la Iglesia y colaboración en su cometido de proclamación de Cristo. Más claro aún: nadie puede pretender llamarse cristiano sin formar parte de la Iglesia, sin saberse estrechamente vinculado con ella y participante de su caminar, de su historia, de su destino.


El hombre occidental lleva varios siglos, especialmente a partir de la filosofía cartesiana, desarrollando una mentalidad estrictamente individualista que, sin lugar a dudas, ostenta valores muy positivos. El reconocimiento de la persona humana como tal, extendiéndose este concepto a toda clase de miembros de nuestra especie, sin importar su raza, etnia, edad, sexo o condición, constituye uno de los grandes logros de esta corriente de pensamiento. En nuestros días, la influencia política, económica y cultural de Occidente ha hecho que esta forma de pensar vaya conquistando otras sociedades, o por lo menos las vaya permeando. Pero, en contrapartida, ha generado un tipo de sociedad denodadamente egoísta y ególatra en la que el individuo, es decir, el yo (el ego en su sentido más absoluto), se autoconceptúa como centro indiscutible del universo, de modo que solo él importa, solo sus gustos, sus apetencias, sus necesidades (reales o fingidas), pasando todo lo demás (¡y todos los demás!) a un muy segundo plano. Las consecuencias en todos los planos de la vida cotidiana están hoy ante nuestros ojos; no es preciso redundar en ello. Pero tal vez sea conveniente llamar la atención a lo que esta forma de entender la existencia ha provocado en muchos ámbitos cristianos.


Una mentalidad individualista hasta el exceso —egoísta impenitente, por darle el nombre que le corresponde— difícilmente casa con uno de los aspectos básicos del cristianismo neotestamentario, en el que el indiscutible valor que tiene todo creyente en tanto que individuo, en tanto que persona, se concibe siempre dentro de la comunidad, de la ekklesía o asamblea cristiana, vale decir, de la Iglesia. Desde los primeros momentos de su existencia como tal, la Iglesia se presenta como una congregación de llamados por Dios a la salvación y a la proclamación del Reino inaugurado por Jesús (cf. los capítulos iniciales del libro de Hechos). Incluso los individuos aislados que, por una especial disposición de la Providencia, son alcanzados por las Buenas Nuevas en solitario (Saulo de Tarso el más conspicuo de todos), rápidamente engrosarán el cuerpo de creyentes, considerado en el pensamiento paulino como cuerpo de Cristo (1 Co. 12:12-27). No existe, pues, en el Nuevo Testamento el creyente-isla que vive su existencia cristiana como una especie de lucha en solitario contra un mundo adverso amparado únicamente en su especial alianza con Dios. Aquello de Io solo e Dio que, se dice, blasonaba ciertas casas nobles de la Italia medieval, no responde a la realidad del cristianismo apostólico, del cristianismo real fundado por Jesús. La conocida declaración del evangelicalismo norteamericano de nuestros días Jesus is my personal Saviour, que tantos visos de egoísmo espiritual puede derivar, no casa bien con los aspectos comunitarios de la Iglesia, y está, sin duda, en la génesis de tantas divisiones innecesarias por motivos puramente personales (y harto discutibles) que infestan hoy el panorama evangélico. Es cierto que Jesús es mi Salvador, pero también del resto. Y nunca olvidemos que:

“el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”. (Hch. 2:47)


La Iglesia no es, pues, algo de lo cual se pueda prescindir o disponer al antojo de cada uno.

De ahí que el Credo Apostólico considere la Iglesia como “santa” y “católica”. El propósito divino es firme en relación con ella. Mt. 16:18 recoge las conocidas palabras del propio Jesús al decir que él mismo establecería su Iglesia sobre un fundamento inamovible. La literatura cristiana primitiva más o menos contemporánea de los últimos escritos neotestamentarios nos da testimonio del alto valor que tenía el concepto de iglesia para los primeros discípulos de Cristo. En la obra designada como El pastor de Hermas, que en ciertas comunidades llegó a circular como si de un escrito canónico se tratara, se presenta el tema de la Iglesia como uno de sus más destacados. La visión 3:2-7 la describe como una torre muy alta que va construyéndose poco a poco a medida que se van añadiendo los creyentes, y el conjunto del escrito la presenta como un designio inamovible de Dios desde toda la eternidad. Y conceptos similares se hallan en la Patrística antigua y medieval, así como en todos los teólogos y pensadores de renombre de los veinte siglos de historia del cristianismo. La Iglesia es santa porque Dios la ha establecido, y es una única bien descrita por el Credo con el adjetivo “católica”, vale decir, “universal”.


¿Es necesaria la Iglesia?, titulábamos esta reflexión. La respuesta es evidente: Sí, lo es, a la luz del Nuevo Testamento y las tradiciones más piadosas del cristianismo primitivo. Y lo es en tanto que conjunto de creyentes discípulos de Jesús ocupados en las tareas de servicio y proclamación que él nos dejó. En este sentido se pueden comprender los conceptos de unidad, santidad y catolicidad de la Iglesia. La Iglesia es necesaria cuando tiene conciencia de su vocación divina y cuando se reconoce como una unidad integrada por múltiples tradiciones, algunas muy antiguas, pero todas ellas complementarias, todas enriquecedoras unas de otras. Las divergencias de pensamiento, y hasta de teología, que ya se hacen evidentes en el propio Nuevo Testamento, tienen su lugar dentro del gran conjunto de la Iglesia, que puede muy bien englobarlas para bien de todo el cuerpo de Cristo. Así se comprende la gran labor realizada en nuestros días por el movimiento ecuménico, con su diálogo permanente entre las diversas denominaciones cristianas, conscientes de integrar una única y santa Iglesia de Cristo.

Fue el Espíritu Santo quien, en el día de Pentecostés de Hechos 2, dio comienzo a la andadura de la Iglesia universal, un camino que no siempre ha sido inmaculado, ni ha estado muchas veces a la altura de lo que se esperaba de él. Y hoy sigue siendo el mismo Espíritu el que nos impele a los cristianos a la unidad de corazón y de propósito para que el mundo crea. Dios no contempla muchas iglesias, sino una que es por definición santa y católica, múltiple y diversa, pero fundamentada en los grandes principios enunciados por Ef. 4:5-6:

“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos”.



Entendemos por tal las Iglesias Orientales, el Catolicismo Romano y el Protestantismo de la Reforma.


Tomado de ACIPRENSA, oraciones básicas.


René Descartes, el gran filósofo francés del siglo XVII, está considerado, et pour cause!, uno de los padres del pensamiento contemporáneo. No faltan quienes, y no sin razón, lo han declarado EL padre del pensamiento contemporáneo por antonomasia.


La vinculación de estos valores con el evangelio se hace evidente cuando entendemos que los filósofos y pensadores considerados como padres del pensamiento actual —empezando por el mismo René Descartes— eran en su mayoría cristianos convencidos y practicantes.


Aunque a nadie se le oculta que aún no se ha alcanzado plenamente este idea. Piénsese, sin ir más lejos, en las condiciones salariales injustas de muchas mujeres que, por el hecho de serlo, a igual formación y rendimiento, perciben menos sueldo que los varones.


Piénsese también en el eunuco etíope de Hch. 8:26-40, que se suele mencionar como un ejemplo emblemático de lo que estamos señalando.


“Yo solo y Dios”.


“Jesús es mi Salvador personal”.


Siglo II de nuestra era.

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