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SER CRISTIANO HOY (SEGUNDA PARTE)



DESAFÍOS PERMANENTES



Prosiguiendo con lo que habíamos compartido en nuestra anterior reflexión, retomamos el recuerdo de aquel Catecismo Nacional de nuestra infancia, cuya segunda pregunta rezaba:

“P. ¿Cristiano qué quiere decir?

R. Cristiano quiere decir discípulo de Cristo”.

Por la exclusiva Gracia de Dios, el cristiano se (auto)define como discípulo de Cristo, quiere que todos comprendan su realidad en tanto que discípulo de Cristo. Bien sabían lo que hacían quienes redactaron aquel catecismo, pues, siguiendo el estilo de prácticamente todos los catecismos de la Cristiandad[i], expresaban sus preguntas y respuestas en tiempo presente, es decir, la forma verbal que refleja la intemporalidad: discípulos de Cristo lo somos ahora, en este preciso instante en que escribimos o leemos estas palabras, pero también a lo largo del día de hoy, ayer y siempre.

Tan solo nos resta, para dar por concluida nuestra reflexión, definir a nuestra vez qué significa el término “discípulo”, vale decir, qué comporta para un cristiano actual llamarse discípulo de Cristo. Delicioso vocabulario tradicional este, con su innegable pátina de tiempos pasados, pero que ha coloreado la cultura cristiana desde hace veinte siglos y del cual no sabríamos realmente prescindir. Podemos responder a tal interrogante con tres infinitivos que condensan en sí mismos, en su propia semántica, la esencia del discipulado cristiano entendido como lo que realmente significaba en la época del Nuevo Testamento: “aprender”, “convivir”, “caminar”. Veámoslos uno por uno.

APRENDER. Si nos atenemos a la propia etimología de la palabra, el vocablo castellano “discípulo” —que no es patrimonial en nuestro idioma, sino un cultismo introducido posteriormente en círculos religiosos y literarios— se presenta como la adaptación fonética del sustantivo latino “discipulus”, término que procede a su vez del verbo “discere”, que en la lengua de Cicerón significa “aprender”. De este modo vertieron al latín los traductores de la Biblia el término griego “mathetés” con que los cuatro Evangelios y el libro de los Hechos de los Apóstoles designan a los discípulos de Jesús, y que a su vez deriva del verbo heleno “manthano”, que los diccionarios de la lengua de Homero traducen también como “aprender”. Por decirlo en un castellano puro y castizo, un discípulo es lo que designaríamos como un “aprendiz”, alguien que recibe lecciones de un maestro, que adquiere su formación en un área determinada del conocimiento de parte de otro capacitado para enseñarle. La cuestión es que los aprendices algún día dejan de serlo: en algún momento adquieren las destrezas y las capacidades necesarias para llevar adelante su cometido, con lo que ya no precisan más formación, más dependencia de sus mentores, y pueden muy bien convertirse en maestros de otros. Pero tal no es nunca la situación del cristiano en relación con Cristo, el Maestro por antonomasia. De hecho, tanto los Evangelios como el libro de los Hechos designan a los seguidores de Cristo con el vocablo “discípulos” (gr. “mathetaí”) incluso en los momentos en que el Señor ya no estaba con ellos. Quienes en nuestros días nos llamamos cristianos, confesamos nuestra perpetua condición de discípulos, de aprendices de Jesús, pues la profundidad de sus enseñanzas, el alcance de sus principios recogidos esencialmente en los escritos del Nuevo Testamento, jamás puede ser plenamente abarcado por la mente humana. El hecho de que durante los veinte siglos de historia del cristianismo hayan sido sus palabras y sus hechos la base de la predicación, la proclamación y la enseñanza de la Iglesia universal, así como fuente de permanente inspiración para la evolución social de los países de cultura cristiana, corrobora con creces cuanto hemos indicado. Los cristianos del siglo XXI seguimos sentándonos a los pies del Gran Maestro para ser instruidos por él, como hicieron los del siglo I, como harán los de los siglos venideros.

CONVIVIR. Es cosa sabida que la situación de los discípulos en el mundo antiguo no era idéntica a la del actual. El aprendiz o alumno de nuestro días no tiene, por lo general, más relación con los docentes que la pura y estrictamente académica, es decir, profesional. Comparte con ellos en el aula las horas o sesiones prescritas por los planes de estudios vigentes, concluidas las cuales, cesa todo vínculo. Expresándolo de forma popular, cada uno se va a su casa. Y no podría ser de otro modo, dada la evolución de la sociedad y los sistemas actuales de vida. Quienes recibían enseñanza en el mundo antiguo, sin embargo, experimentaban algo diferente. Ya en la Grecia Clásica, así como en las culturas orientales, judíos incluidos, los discípulos habían de convivir con sus maestros, estar siempre en su presencia y bajo su permanente tutela. Los horarios lectivos no se ceñían a momentos concretos del día, sino que cualquier ocasión era adecuada para recibir instrucción. Tal es la relación que hallamos en los Evangelios, y que luego se prolonga en el resto del Nuevo Testamento, entre Jesús y sus discípulos. Y tal es la relación que Jesús sigue manteniendo con quienes hoy, por la Gracia de Dios, somos cristianos. Seguimos aprendiendo de él, con él y en él, pero no en momentos concretos fijos del día o la semana, sino de manera constante porque nuestra vida es una permanente relación con él. Como alguien ha dicho, se puede ser budista sin saber absolutamente nada de la vida de Sidarta Gautama[ii]; se puede ser musulmán sin mantener vínculo personal alguno con el profeta Mahoma[iii]; pero nadie podría llamarse cristiano sin una relación estrecha con Jesús que se hace presente en la vida de los discípulos de múltiples maneras, entre ellas la oración, la escucha y/o lectura de la Palabra escrita, la participación en el Sacramento de la Santa Comunión o una existencia consagrada al servicio de los demás. El propio Jesús prometió estar presente allí donde dos o tres se reunieran en su nombre (Mt. 18, 20), e incluso acompañarnos a los creyentes hasta el final de los siglos (Mt. 28, 20). Nuestro tránsito por este mundo lleva, pues, el sello del discipulado. Y ello aún se hace más patente cuando nos asomamos al tercer infinitivo,

CAMINAR. Al contrario que muchos otros de la antigüedad, Jesús fue un maestro itinerante. No el único de esta característica, ciertamente, pero sí el más conocido de todos. Quienes en su día le siguieron por los caminos de la Palestina del siglo I sabían que no tenía donde reclinar su cabeza (Lc. 9, 58); no dispuso nunca de una casa espaciosa en la que albergar a sus seguidores. De ahí que los Evangelios tengan en ocasiones un cierto sabor de “crónica de viaje” y que se puedan hoy ubicar con bastante exactitud los escenarios de algunas de las enseñanzas más distintivas del Carpintero de Nazaret. Conforme a lo que en nuestros días se suele decir, el ministerio de Jesús consistió en una larga trayectoria desde Galilea hasta Jerusalén, es decir, hasta la consumación de la Redención[iv], y que tal coyuntura ha dejado una impronta imborrable en la Iglesia. En efecto, ser cristiano en nuestros días (¡y siempre!) consiste en proseguir aquellos caminos que apuntan a la Redención, transitando por ellos y acompañando a quienes se hallen en la ruta. Hemos escogido aposta el infinitivo “caminar” por su trasfondo bíblico: ya en el idioma del Antiguo Testamento describe la vida de los fieles, su paso por este mundo a través de las sendas marcadas por el propio Dios, y en el Nuevo Testamento se llega a afirmar que nuestra salvación por Gracia obedece al propósito de que caminemos por las buenas acciones que Dios ha preparado de antemano (Ef. 2, 8-10). Son varias las figuras que este término ha ido gestando a lo largo de los veinte siglos de historia del cristianismo, y todas ellas apuntan a una misma dirección. El discípulo de Cristo no es alguien que permanezca estático en su existencia, anclado mentalmente en un punto concreto del tiempo y sin capacidad para avanzar; por el contrario, la vida cristiana se concibe como una marcha permanente marcada por el ideal del servicio al Maestro, es decir, al conjunto del género humano. Ello no implica que haya de efectuarse de manera ruidosa; puede muy bien hacerse de forma muy discreta; más aún, la mayoría de los discípulos del Señor transitamos por este mundo sin llamar demasiado la atención del gran público o de los medios de comunicación, pero ello no anula la realidad de ese caminar y los frutos que, solo por la Gracia de Dios, irá generarando.

En conclusión, diremos que ser cristiano hoy, en estas primeras décadas del siglo XXI, pese a los múltiples desafíos y escollos que plantea nuestra época, incluso en los países de cultura cristiana, no es demasiado distinto que haberlo sido en épocas pasadas, y algo nos dice que tampoco será demasiado diferente en los tiempos venideros. Los patrones que marcan el discipulado cristiano siempre son los mismos: la acción de la Gracia divina, que opera en el creyente desde el primer momento: el conocimiento de la persona y la obra de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios; y una existencia dedicada a profundizar en su mensaje y su vida, así como a contribuir al bienestar pleno de cuantos nos rodeen, incluso a riesgo de la incomprensión de los demás o de grandes pérdidas. El mérito nunca será nuestro, sino exclusivamente de Jesús, pues él es el Señor y el Maestro, y nosotros sus primeros y más directos beneficiarios.

Merece la pena ser cristiano, llamarse cristiano y vivir como cristiano, es decir, como discípulo de Jesús.

Por la Gracia de Dios.


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI) y del Centro de Estudios Anglicanos (CEA)





[i] Tenemos ante nuestros ojos tres ejemplos de distintos lugares y momentos que vienen a corroborar esta afirmación: dentro del campo católico romano el en su tiempo fuente de polémicas Nuevo Catecismo para adultos. Versión íntegra del Catecismo Holandés, publicado en Barcelona por Editorial Herder, 1969 (la versión original de los obispos holandeses había visto la luz en 1966); y entre las filas protestantes, el Catecismo breve para uso de los párrocos y predicadores en general, compuesto por Martín Lutero en 1529, así como el reformado Dotrinaren Katexismea del vasco Joannes de Leizarraga, que sale a la luz en 1571.


[ii] Nombre original del príncipe a quien más tarde se llamó “el iluminado” (Buda).


[iii] Muhammad, es decir, “digno de alabanza”, sobrenombre de Abul Qasim, fundador del islam.


[iv] Así especialmente, según se suele apuntar, en el Evangelio según San Lucas.

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