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Por encima de todo, el amor


Las uniones homoparentales y la Iglesia.

Rvdo. Juan Larios - No hay que ser un cerebro privilegiado para darse cuenta de la realidad en la que estamos inmersos. Durante las últimas décadas se han producido multitud de cambios importantes en todos los ámbitos de nuestra cultura y sociedad, consecuencia del extraordinario avance tecnológico que ha dado como resultado la tan llevada y traída globalización. En todo este proceso, la información, como herramienta del conocimiento, ha sido, sin lugar a dudas, la promotora y facilitadora de todos estos cambios. Todo en nuestro mundo está fuertemente interrelacionado de manera global, lo que ha hecho posible la universalización de las relaciones e intercambios.

Gracias a las redes establecidas por la informática ya no existen barreras geográficas que impidan la comunicación entre personas de distintos lugares por muy alejadas que estén unas de otras. Ahora, también cualquier acontecimiento importante en un país determinado puede tener efectos y consecuencias en el resto del mundo. Aquella idea de McLuhan[1] parece que está tomando cuerpo real. Por tanto, nuestra visión de las cosas, tanto en la economía como en la política y en todo cuanto realizamos y vivimos, va adquiriendo una nueva dimensión más allá de nuestras propias concepciones individuales de la vida; y la práctica de la religión, como parte de la cultura, no se escapa de ello.

No cabe duda, pues, que estamos ante un nuevo modelo de realidad social que traerá consigo, de hecho ya lo hace, nuevas formas de entender y afrontar las propias relaciones comunitarias en todos los aspectos. Lo deseable sería que todo ello contribuyera a la mejora y el bienestar de todos los grupos sociales, cosa que aún está por ver.

En lo que a las cuestiones domésticas se refiere, los cambios en el entendimiento de nuestras relaciones y costumbres han sido y siguen siendo grandes y de profundo calado. Prueba de ello son los que afectan, en particular, al ámbito familiar y a la sexualidad.

En lo que a la familia se refiere, los cambios han sido, en las últimas décadas, extraordinarios. Es una realidad que hoy el concepto de familia ya no se entiende de la misma manera que hace algunas décadas. Ya no podemos hablar de un modelo único. Por otro lado, esto no es algo nuevo, solo hay que echar mano de la antropología social.

Hasta hace relativamente poco, en nuestro país, el modelo de familia obligado no podía ser otro que el nuclear. Hemos de tener en cuenta que el propio concepto de familia no ha tenido una forma fija de definición, pues se ha ido adecuando a cada momento histórico y a cada cultura. Tampoco será lo mismo si lo abordamos desde la sociología, la psicología o cualquiera otra disciplina. No obstante, y en cualquier caso, es preciso entender que, verdaderamente, la familia es fundamento de la propia sociedad. Ahora bien, en una sociedad globalizada como lo es la nuestra, es lógico que la propia familia esté también sujeta a los distintos cambios, lo que, desde mi punto de vista, no quiere decir que sea algo negativo para la propia sociedad.

Uno de estos cambios, en lo que a modelos familiares se refiere, es la aparición de la familia homoparental, unión o matrimonio entre dos personas del mismo sexo, con o sin hijos. Esto, al menos desde el punto de vista civil, ya no es un problema; la Ley 13/2005 de 1 de Julio hace posible el matrimonio entre personas del mismo sexo y lo equipara al matrimonio heterosexual, lo que ha posibilitado regularizar la situación, dramática y de desamparo legal, de muchas parejas de gays y lesbianas.

Esto, obviamente, ha sido muy criticado y rechazado, aunque en muchos casos de manera solapada, por la mayoría de las iglesias de nuestro país. Incluso se ha llegado a proclamar, sin el más mínimo pudor, que esta acción será causa de un caos y declive no solo de la realidad de la familia, como sustento de la sociedad, sino de la sociedad misma.

Desde mi punto de vista, estas perspectivas y afirmaciones carecen del más mínimo fundamento racional y proceden, obviamente, de una visión, tanto del matrimonio como de la propia familia, totalizante de la heterosexualidad y del modelo patriarcal, puesto que se coloca como principal e indiscutible función del matrimonio y la familia, la reproductora. Esto, indiscutiblemente, coloca a las uniones entre personas del mismo sexo en una situación de viabilidad inaceptable, puesto que en este sentido no cumplen la norma establecida.

Pero en realidad, y a pesar de estas afirmaciones, lo cierto es que la familia es una realidad dinámica que cambia en función de su propia historia y de las circunstancias tanto sociales como culturales en las que se desarrolla. Lo importante es que la familia, independientemente del modelo, cree un auténtico clima de amor y seguridad entre todos sus miembros; es decir, que posibilite un desarrollo psicosocial adecuado y sano de los hijos y ayude a fortalecer la relación de los conyugues. Esto no está en absoluto demostrado que no ocurra en las familias homoparentales. Nos guste o no, hemos de afrontar estos cambios que son imparables.

En este sentido, no cabe duda de que la Iglesia en general, y la nuestra en particular, debería ponerse a pensar con decisión, valentía y generosidad, acerca de estas cuestiones éticas y socioculturales y no seguir dejándolas a la decisión de su “tempo”. Es necesaria una profunda revisión de nuestros cánones y doctrinas para poder dar una respuesta adecuada y humana a estas realidades, y no dejarlas a un lado como cuestiones no prioritarias, pues no hay nada más prioritario que aquello que afecta a la propia persona, sobre todo en asuntos como éste. No es tampoco de recibo anteponer intereses de cualquier índole por encima de la dignidad de las mismas.

En base a esto, apelar a las Escrituras y a la Tradición para negarles a estas personas eclesialmente el derecho que tienen y disfrutan civilmente, es un grave error. No podemos interpretar la Biblia como un libro de preceptos y normas cerradas y que se pueden aplicar a cualquier cuestión moral y en cualquier época, esa manera de actuar es un auténtico despropósito perverso que niega incluso la amplitud y esencia del propio Evangelio. Pero, obviamente, hay que querer entenderlo.

Por otro lado, no podemos olvidar que el centro de la proclamación de la fe cristiana es la realización del Reino proclamado por Jesús, y éste se caracteriza por la práctica del amor para con todas las personas, preferentemente los pobres, marginados, excluidos, oprimidos y despreciados. Esto supone, entre otras cosas, la superación de leyes estáticas y cerradas que puedan o quieran mantener al ser humano bajo el poder de la norma heredada.

El Reino predicado por Jesús supone un revulsivo contra todo aquello que nosotros queremos ejercer e imponer como nuestra propia justicia, y que termina, por regla general, con la exclusión y estigmatización de ciertos grupos sociales. Por tanto no deberíamos olvidar tampoco que también la propia Iglesia está sometida constantemente al juicio del Evangelio.

Desde esta perspectiva, lo importante, y que entra dentro del espíritu evangélico, es que en cualquier unión, sea heteroparental u homoparental, lo verdaderamente esencial es que tanto las unas como las otras estén sujetas a la justicia y al amor. Hemos de tomarnos en serio que el propio Evangelio no trata principalmente de la implementación de las normas temporales, sino de la capacidad de amar incondicionalmente, puesto que donde hay amor, la presencia del Espíritu es indiscutible.

En cualquier caso, tanto unos modelos como otros, solo deberían juzgarse según la intensidad con la que hacen realidad el Reino predicado por Jesús; haríamos mucho más honor a nuestra fe y contribuiríamos mejor a terminar con el sufrimiento de muchas personas.

[1] La aldea global

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