Ponencia del Rvdo. Juan María Tellería en el Retiro de Ministros IERE 2016

El Culto en el Nuevo Testamento
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Existe una idea muy generalizada, según la cual los escritos del Nuevo Testamento no ofrecerían información alguna sobre los cultos de la Iglesia primitiva. De esta manera, no hallaríamos en ninguno de sus 27 libros y 260 capítulos la más mínima descripción de un servicio religioso cristiano de la época, ni siquiera una breve orientación sobre cómo desarrollarlo o las pautas que debiera seguir. Como mucho, lo que encontraríamos sería alguna que otra generalidad, al estilo de las palabras de Jesús dichas a la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, que leemos en Jn. 4, 23-24: Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren[1], pasaje cuyo verdadero significado se ha sacado demasiadas veces de contexto para justificar cosas que nada tienen que ver con la declaración del Señor; o la tan conocida exhortación de San Pablo Apóstol: Hágase todo decentemente y con orden (1 Co. 15, 40)[2]. En realidad, dicen quienes así piensan, la primera información fidedigna acerca del culto y la liturgia cristiana la hallaríamos en el escrito anónimo que conocemos como La enseñanza de los apóstoles o Didakhé ton apostolon[3], por su nombre griego original, un documento que habría visto la luz, al parecer, a finales del siglo I de nuestra era o, quizás con mayor probabilidad, durante el siglo II[4].
Si la realidad fuera esta, debiéramos automáticamente poner el punto final a la exposición: no habría nada más que añadir.
Pero este enfoque tan extendido del problema obedece a una concepción muy tradicional que hace de los escritos del Nuevo Testamento meros informes históricos de ciertos sucesos trascendentes acaecidos en momentos y lugares determinados, como si de crónicas periodísticas se tratara. Ahora bien, desde comienzos del siglo pasado, y en relación con las investigaciones que se habían iniciado y afianzado a lo largo de la centuria decimonónica, principalmente en Alemania, se ha venido desarrollando hasta nuestros días una corriente de pensamiento diferente, que ha conllevado un cambio total del paradigma de lectura de los libros neotestamentarios: Estos ven la luz a partir de toda una tradición oral homilética y catequética bien establecida en el seno de la Iglesia antigua, y obedeciendo a una necesidad especialmente litúrgica. Se trata, en efecto, de escritos destinados a una lectura pública de la comunidad cristiana, que tiene lugar en el marco del culto, de la liturgia. Sus autores no muestran tanto una preocupación por narrar sucesos como por ofrecer una interpretación de ellos a la luz del evento Cristo y las consecuencias prácticas que de ello se derivan. En este sentido, el Nuevo Testamento, cuando aprendemos a leerlo bajo esta perspectiva —casi diríamos “entre líneas”—, rezuma información cúltica y litúrgica, de modo que a través de sus capítulos y versículos podemos llegar a atisbar cómo se desarrollaban los servicios religiosos de los primeros cristianos, y de qué elementos básicos constaban, especialmente los de las comunidades de origen gentil[5].
Son cinco las áreas específicas en las que vamos a fijar brevemente nuestra atención: Proclamación-exhortación, sacramento, oración, cánticos y calendario litúrgico. Las expondremos a continuación, una por una, en el mismo orden en que las hemos mencionado.
*******
La primera de todas ellas es, como queda dicho, la Proclamación-exhortación, binomio que no puede disolverse y sobre el que se cimenta la Iglesia de Cristo. Esta, en efecto, comenzó su andadura a partir de la proclamación apostólica de los sucesos referentes a la culminación de la Historia Salvífica, y siempre con un claro llamamiento a su aceptación como verdad procedente de Dios. Todo en el Nuevo Testamento nos da a entender que este binomio se hallaba muy presente en las asambleas cristianas primitivas como parte integrante de su celebración cúltica, convertido ya en lo que más adelante recibiría los nombres técnicos de homilía, sermón o, simplemente, predicación[6]. Y la gran pregunta que se suscita en relación con este asunto viene de por sí: ¿Qué proclamaba o predicaba la Iglesia del siglo I en sus servicios de culto? El propio Nuevo Testamento nos da a entender con claridad la respuesta: Exclusivamente a Cristo, vale decir, sus hechos portentosos (curaciones[7], resurrecciones de muertos[8], y en menor medida, prodigios en otras esferas del mundo natural[9]); sus enseñanzas (pensemos, por ejemplo, en los grandes discursos del Señor recogidos y reelaborados por el Evangelio según San Mateo[10] o esparcidos a lo largo de los cuatro Evangelios[11]); y, de manera muy especial, los eventos de su última semana, es decir, todo lo relativo a su pasión, muerte y resurrección[12].
Si atendemos a lo que nos indican los trabajos exegéticos más destacados de nuestra época contemporánea[13], los cuatro Evangelios fueron concebidos y redactados como fruto de una instrucción que giraba alrededor de los acontecimientos pascuales, de forma que estos han coloreado todo el resto: Desde los llamados Relatos de la Infancia de Mt. 1-2 y Lc. 1-2 hasta las propias parábolas, declaraciones y sentencias[14] de Jesús, pasando por los variados sucesos de su ministerio narrados a lo largo de sus capítulos y versículos, el conjunto de los Evangelios, cada uno con su énfasis particular o sus características literarias y teológicas propias, apunta indefectiblemente a la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Así, el Jesús que nace y es adorado por pastores y magos, sana y restaura seres humanos dolientes, imparte enseñanzas de vida junto al mar de Galilea, domina a los demonios y a los elementos desatados con su sola voz o se transfigura ante los atónitos Pedro, Jacobo y Juan en la cima del monte Tabor[15], no es simplemente el carpintero de Nazaret hijo de José y María[16], sino el Señor resucitado que vendrá al final de los tiempos como el Hijo del Hombre victorioso para juzgar a la humanidad.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, por su parte, continuando lo que los exegetas llaman Historia evangélica[17], recoge varios discursos pronunciados por los discípulos del Señor en diferentes momentos y, a todas luces, arreglados en su redacción definitiva por el autor, San Lucas Evangelista[18]. Desde el que leemos en 2, 14-36, puesto en labios de Pedro el día de Pentecostés, hasta el testimonio de Pablo ante el procurador romano Porcio Festo y los monarcas judíos Agripa y Berenice en 26, 1-23, pasando por la predicación de Pedro en casa del centurión Cornelio (10, 34-43) o por el magistral discurso de Pablo en el Areópago ateniense (17, 22-31), todos ellos apuntan directamente a la persona y la obra redentora de Jesús, proclamado como el Cristo, el Ungido e Hijo de Dios que fue crucificado, pero a quien el Padre ha levantado de entre los muertos. Incluso el discurso del protomártir Esteban ante los judíos que iban a lapidarlo, recogido en 7, 2-53, y considerado por los estudiosos como el resumen más completo de la Historia de la Salvación, además de una brillante recopilación del contenido del Antiguo Testamento, en sus últimos versículos apunta indefectiblemente a Cristo, a quien da el nombre de el Justo (v. 52), y de cuya muerte acusa a sus oyentes.
El gran conjunto formado por las epístolas, ya se trate del Corpus Paulinum[19] o de las llamadas Epístolas Católicas o Universales[20], excepto en los capítulos y pasajes concretos consagrados a la solución de problemas propios de las comunidades o individuos a los que iban dirigidas, a instrucciones específicas sobre asuntos internos, o a responder preguntas que, sin duda, habían sido formuladas de antemano a los autores respectivos, da testimonio permanente de Cristo, especialmente de su muerte y resurrección (Ro. 1, 3-4; Gá. 1, 1.4; 4, 4-5; Col. 2, 12-15; He. 5, 7-10; 9, 11-12; 1 P. 3, 18-22; 1 Jn. 4, 10), por lo cual es invocado como Señor (Ro. 10, 9; 1 Co. 12, 3; Ef. 4,5-6; 1 Ts. 4, 17; Jud. 17). No es porque sí que Pablo afirma en 1 Co. 2, 2 que se propuso no saber entre los destinatarios de la carta cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. En el mismo sentido declara en 1, 23: Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado. Y en 15, 3-8 nos encontramos con lo que debía ser una confesión de fe de la época, a la que los estudiosos llaman kerigma de Damasco. La transcribimos literalmente, dado su amplio sabor homilético:
Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí.
Es evidente que esta proclama se halla en la base de algunas formulaciones de los credos posteriores. Su insistencia en los eventos pascuales y en las apariciones posteriores del resucitado nos permite atisbar el tipo de predicación que se exponía en las primeras comunidades cristianas.
El último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, viene a poner el broche de oro al concepto de un culto y una predicación esencialmente cristocéntricos en la Iglesia antigua. Pese a todas las interpretaciones fantásticas que ofrecen de sus capítulos y versículos ciertos sectores religiosos de nuestros días, poco rigurosos desde el punto de vista académico, y con grandes tendencias al extremismo; y a pesar de estar muy lejos de constituir una especie de “mapa profético” u “horóscopo divino” sobre eventos futuros, el Apocalipsis constituye una pieza de especial importancia en el conjunto de las Sagradas Escrituras, particularmente en relación con nuestro tema, pues se trata de un documento que rezuma vida litúrgica de las comunidades primitivas, por lo menos de las siete mencionadas en los tres primeros capítulos (las siete iglesias que están en Asia, Ap. 1, 4). Si bien, por un lado, nos permite escuchar la voz de la iglesia perseguida de finales del siglo I, por el otro nos ofrece toda una exquisita liturgia celeste que, en opinión de algunos autores, estaría muy cerca de lo que es en nuestros días la propia de las iglesias ortodoxas, muy influida, al parecer, por la espiritualidad de la escuela juanina[21]. Y la gran figura destacada de sus capítulos y versículos es el Cordero inmolado que se menciona por vez primera en Ap. 5, 6, pero que va a colorear todo el libro. No solo es adorado por el universo entero en la visión de ese mismo capítulo, sino que vuelve a aparecer en el cuadro final de una tierra restaurada y una Jerusalén celestial, al afirmarse que la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera (Ap. 21, 23). Sin olvidar, ni mucho menos, el importantísimo detalle de que el registro celeste donde se consignan los nombres de los elegidos de Dios recibe el nombre de el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo[22] (Ap. 13, 8). Aunque Cristo aparece en las diferentes visiones que componen este escrito de diversas maneras, sin olvidar la del Rey victorioso del capítulo 19, donde recibe el nombre de El Verbo de Dios (v. 13), es su imagen como Cordero que ha dado su sangre por la redención de su pueblo aquella que prima y da la pauta del tono de todo el libro[23], en lo cual, qué duda cabe, escuchamos un eco lejano, pero firme, de los cultos de la primera Iglesia cristiana.
Visto todo lo cual, cabría cuestionarse si la predicación de las comunidades primitivas del siglo I empleaba los escritos del Antiguo Testamento como base de su proclamación y exhortación cúltica. La respuesta es obvia: Todo el Nuevo Testamento, desde el capítulo 1 del Evangelio según San Mateo hasta el 22 del Apocalipsis, muestra citas directas o indirectas, a veces simples paráfrasis, del Antiguo[24], si bien no de la manera en que hoy entenderíamos que deben utilizarse. No ha lugar ahora para extendernos en este asunto, que tantos ríos de tinta ha hecho correr desde hace siglos, pero hemos de indicar que la lectura que efectúan los autores neotestamentarios de los escritos del Antiguo Pacto es la que se indica en Lc. 24, 27.44-45, vale decir, cristocéntrica al cien por cien. No llevan a cabo lo que hoy consideraríamos un trabajo exegético, sino que buscan en las venerables Escrituras heredadas de Israel todo cuanto pudiera apuntar al Señor resucitado, es decir, una labor tipológica y de clara finalidad homilética[25], lo que les obliga a ser harto selectivos con lo que citan. Tal debió ser la pauta seguida por los predicadores de las primeras comunidades cristianas. Y ello coloca ante nosotros hoy el inmenso desafío de hacer de nuestra predicación de la Palabra en el marco del culto cristiano un recordatorio permanente de la persona y la obra de Jesús, el Señor crucificado y resucitado, sin caer en la trampa del preciosismo bíblico o de la mera erudición teológica a que son proclives tantos predicadores contemporáneos de diversas denominaciones[26]. El conjunto del Nuevo Testamento nos impulsa a hacer de nuestra predicación semanal un testimonio perenne y una proclamación constante de la Redención operada de una vez por todas por nuestro Señor Jesucristo, de quien nos confesamos discípulos.
*******
La segunda área es la del Sacramento, lo que en la terminología protestante y evangélica más común se suele conocer como la Santa Cena o, más acertadamente, la Cena del Señor[27], y en la católica romana se designa como Eucaristía, Santa Comunión o también Sacramento del altar. Y la mencionamos inmediatamente después de la proclamación-exhortación porque están íntimamente entretejidas, tanto que no podrían darse la una sin la otra en la concepción de la primera Iglesia cristiana. Ya en Hch 2, 42 se menciona el partimiento del pan (nombre técnico del Sacramento[28]) como un elemento que iba a la par, además de con otros, con la doctrina de los apóstoles, es decir, la instrucción o proclamación que los doce impartían en el marco litúrgico de la comunidad de fieles. Efectivamente, la finalidad del Sacramento, por medio de los emblemas del pan y del vino, es recordar de modo permanente la muerte sacrificial de Cristo[29] y hacerla presente para los creyentes[30], vale decir, efectuar una representación material de lo que se ha proclamado previamente de palabra. Y es en verdad importante considerar la relación que existe entre ambas áreas. Por razones históricas de todos bien conocidas, el culto católico romano se ha centrado en torno al Sacramento con un lamentable descuido de la proclamación de la Palabra[31]; y el protestante, sin duda como humana reacción, ha tomado el camino inverso, centrándose en la exposición de la Biblia[32], pero descuidando hasta el extremo el Sacramento, de manera que este ha perdido incluso su trascendencia y su importancia, relegado como ha sido a la categoría de mero “símbolo” o ceremonia cuyo cumplimiento suele ser muy espaciado; tal es la situación que se vive hoy en muchas congregaciones de tipo evangélico[33]. En su opúsculo La proclamation de l’évangile[34], el gran teólogo suizo reformado Karl Barth afirma sin ambages:
“La intención del reformador (Lutero) cuando se esforzaba por retener el máximo posible de lo que fuera válido en la liturgia romana, consistía por encima de todo en dar su lugar a la Cena… No hay que separar la administración de los sacramentos[35] del anuncio del evangelio, pues la Iglesia constituye una entidad física e histórica, un cuerpo visible y real, al mismo tiempo que el cuerpo invisible y misterioso de Cristo, ambos a la vez.
Seríamos, sin duda, mejores protestantes si nos dejáramos instruir en este punto por el catolicismo romano. Sin descuidar la predicación, como él hace a menudo, pero restituyéndole al sacramento su lugar legítimo[36].”
Los escritos del Nuevo Testamento nos han dejado constancia de la celebración de la Cena del Señor y su importancia en el culto cristiano. La tradición más antigua en relación con su institución por el propio Cristo y su formulación litúrgica, repetida, sin duda, en las ceremonias cúlticas cristianas del primer siglo, la hallamos en 1 Co. 11, 23-26, texto capital que bien merece ser citado in extenso:
Porque yo recibí[37] del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.
Esta misma tradición, con las variantes estilísticas o documentarias propias de cada autor[1], si bien con una idéntica teología de base, se conserva transmitida también por los Evangelios Sinópticos (Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 14-20), lo que le ha dado un eminente valor canónico, bien reconocido por las liturgias de las iglesias históricas. Tal es la razón de que en las buenas sinopsis de los Evangelios, al exponer el relato de la Última Cena de nuestro Señor, se suela añadir siempre una columna especial en la que se hacen constar las palabras transmitidas por San Pablo Apóstol de 1 Co. 11, 23-26 que acabamos de citar, en tanto que testigo excepcional de aquel recuerdo de tan alto valor para la Iglesia antigua[2].
Desde siempre ha llamado la atención de los comentaristas el hecho de que el Evangelio según San Juan, pese a su innegable teología encarnacional y su insistencia en la realidad de la presencia de Cristo en medio de los suyos (Jn. 1, 14; 14, 18-20), no contenga alusión específica alguna a la Cena del Señor. Si bien es cierto que el capítulo 13 alude a una cena con los discípulos previa a los acontecimientos de la pasión (v. 2), es el episodio del lavamiento de los pies de quienes estaban con Jesús el que aparece como relato marco donde se insertan los anuncios de la traición de Judas (vv. 21-30) y la negación de Pedro (vv. 36-38), que en los Sinópticos acompañan a la institución del Sacramento, además del mandamiento nuevo (vv. 31-35), aportación propia del Cuarto Evangelio. Ello ha llegado a propiciar en ciertos sectores la idea, un tanto extrema, de que la primitiva comunidad johánica, frente al resto de la cristiandad neotestamentaria, desconocería la realidad del Sacramento de la Cena del Señor como celebración litúrgica; pero no es esa la línea de investigación que hoy se postula de forma mayoritaria. Por el contrario, y reconociendo el inmenso valor simbólico y teológico del Cuarto Evangelio, en comparación con los Sinópticos, se señala al capítulo 6 de Jn. como portador del peso sacramental de este escrito. Así, el discurso de Jesús ubicado en la sinagoga de Capernaúm y narrado a partir del v. 32 se conoce en medios exegéticos como Discurso del Pan de Vida o Discurso eucarístico, dado que es en él donde se hallan las afirmaciones más audaces de todo el Nuevo Testamento en relación con el significado de las palabras carne y sangre referidas al Sacramento[3], vale decir, a la realidad de la presencia del Señor en la asamblea de los fieles. De esta forma, la tradición johánica se une a la sinóptica y a la conservada por San Pablo en 1 Co. 11 para evidenciar la importancia de la Cena del Señor en el culto de los primeros tiempos.
Todo cuanto acabamos de decir nos invita a una profunda reflexión en relación con la práctica sacramental de los oficios contemporáneos en el marco de la liturgia de nuestra propia denominación. El canon 2 de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE) dice que el Sacramento de la Cena del Señor debe celebrarse, como mínimo, dos domingos al mes, práctica que se diría bastante extendida, y en las observaciones preliminares de nuestra liturgia, nº VI, p. xiii, se lee:
“Acerca de la frecuencia con que haya de administrarse la Cena del Señor nada se establece, dejándolo a la prudencia de los Ministros, los cuales, sin embargo, recordarán que en la primitiva Iglesia se administraba todos los Domingos[4].”
Personalmente, estamos convencidos de que la vinculación entre la Palabra y la Cena del Señor, la proclamación de las buenas nuevas de salvación y el Sacramento, es tan estrecha, que requiere se ponga término a esta disociación y al aparente destierro de la celebración sacramental de nuestras liturgias dominicales. Damos de nuevo la palabra a Karl Barth, en el mismo opúsc