Ponencia del Rvdo. Juan María Tellería en el Retiro de Ministros IERE 2016
El Culto en el Nuevo Testamento
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Existe una idea muy generalizada, según la cual los escritos del Nuevo Testamento no ofrecerían información alguna sobre los cultos de la Iglesia primitiva. De esta manera, no hallaríamos en ninguno de sus 27 libros y 260 capítulos la más mínima descripción de un servicio religioso cristiano de la época, ni siquiera una breve orientación sobre cómo desarrollarlo o las pautas que debiera seguir. Como mucho, lo que encontraríamos sería alguna que otra generalidad, al estilo de las palabras de Jesús dichas a la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, que leemos en Jn. 4, 23-24: Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren[1], pasaje cuyo verdadero significado se ha sacado demasiadas veces de contexto para justificar cosas que nada tienen que ver con la declaración del Señor; o la tan conocida exhortación de San Pablo Apóstol: Hágase todo decentemente y con orden (1 Co. 15, 40)[2]. En realidad, dicen quienes así piensan, la primera información fidedigna acerca del culto y la liturgia cristiana la hallaríamos en el escrito anónimo que conocemos como La enseñanza de los apóstoles o Didakhé ton apostolon[3], por su nombre griego original, un documento que habría visto la luz, al parecer, a finales del siglo I de nuestra era o, quizás con mayor probabilidad, durante el siglo II[4].
Si la realidad fuera esta, debiéramos automáticamente poner el punto final a la exposición: no habría nada más que añadir.
Pero este enfoque tan extendido del problema obedece a una concepción muy tradicional que hace de los escritos del Nuevo Testamento meros informes históricos de ciertos sucesos trascendentes acaecidos en momentos y lugares determinados, como si de crónicas periodísticas se tratara. Ahora bien, desde comienzos del siglo pasado, y en relación con las investigaciones que se habían iniciado y afianzado a lo largo de la centuria decimonónica, principalmente en Alemania, se ha venido desarrollando hasta nuestros días una corriente de pensamiento diferente, que ha conllevado un cambio total del paradigma de lectura de los libros neotestamentarios: Estos ven la luz a partir de toda una tradición oral homilética y catequética bien establecida en el seno de la Iglesia antigua, y obedeciendo a una necesidad especialmente litúrgica. Se trata, en efecto, de escritos destinados a una lectura pública de la comunidad cristiana, que tiene lugar en el marco del culto, de la liturgia. Sus autores no muestran tanto una preocupación por narrar sucesos como por ofrecer una interpretación de ellos a la luz del evento Cristo y las consecuencias prácticas que de ello se derivan. En este sentido, el Nuevo Testamento, cuando aprendemos a leerlo bajo esta perspectiva —casi diríamos “entre líneas”—, rezuma información cúltica y litúrgica, de modo que a través de sus capítulos y versículos podemos llegar a atisbar cómo se desarrollaban los servicios religiosos de los primeros cristianos, y de qué elementos básicos constaban, especialmente los de las comunidades de origen gentil[5].
Son cinco las áreas específicas en las que vamos a fijar brevemente nuestra atención: Proclamación-exhortación, sacramento, oración, cánticos y calendario litúrgico. Las expondremos a continuación, una por una, en el mismo orden en que las hemos mencionado.
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La primera de todas ellas es, como queda dicho, la Proclamación-exhortación, binomio que no puede disolverse y sobre el que se cimenta la Iglesia de Cristo. Esta, en efecto, comenzó su andadura a partir de la proclamación apostólica de los sucesos referentes a la culminación de la Historia Salvífica, y siempre con un claro llamamiento a su aceptación como verdad procedente de Dios. Todo en el Nuevo Testamento nos da a entender que este binomio se hallaba muy presente en las asambleas cristianas primitivas como parte integrante de su celebración cúltica, convertido ya en lo que más adelante recibiría los nombres técnicos de homilía, sermón o, simplemente, predicación[6]. Y la gran pregunta que se suscita en relación con este asunto viene de por sí: ¿Qué proclamaba o predicaba la Iglesia del siglo I en sus servicios de culto? El propio Nuevo Testamento nos da a entender con claridad la respuesta: Exclusivamente a Cristo, vale decir, sus hechos portentosos (curaciones[7], resurrecciones de muertos[8], y en menor medida, prodigios en otras esferas del mundo natural[9]); sus enseñanzas (pensemos, por ejemplo, en los grandes discursos del Señor recogidos y reelaborados por el Evangelio según San Mateo[10] o esparcidos a lo largo de los cuatro Evangelios[11]); y, de manera muy especial, los eventos de su última semana, es decir, todo lo relativo a su pasión, muerte y resurrección[12].
Si atendemos a lo que nos indican los trabajos exegéticos más destacados de nuestra época contemporánea[13], los cuatro Evangelios fueron concebidos y redactados como fruto de una instrucción que giraba alrededor de los acontecimientos pascuales, de forma que estos han coloreado todo el resto: Desde los llamados Relatos de la Infancia de Mt. 1-2 y Lc. 1-2 hasta las propias parábolas, declaraciones y sentencias[14] de Jesús, pasando por los variados sucesos de su ministerio narrados a lo largo de sus capítulos y versículos, el conjunto de los Evangelios, cada uno con su énfasis particular o sus características literarias y teológicas propias, apunta indefectiblemente a la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Así, el Jesús que nace y es adorado por pastores y magos, sana y restaura seres humanos dolientes, imparte enseñanzas de vida junto al mar de Galilea, domina a los demonios y a los elementos desatados con su sola voz o se transfigura ante los atónitos Pedro, Jacobo y Juan en la cima del monte Tabor[15], no es simplemente el carpintero de Nazaret hijo de José y María[16], sino el Señor resucitado que vendrá al final de los tiempos como el Hijo del Hombre victorioso para juzgar a la humanidad.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, por su parte, continuando lo que los exegetas llaman Historia evangélica[17], recoge varios discursos pronunciados por los discípulos del Señor en diferentes momentos y, a todas luces, arreglados en su redacción definitiva por el autor, San Lucas Evangelista[18]. Desde el que leemos en 2, 14-36, puesto en labios de Pedro el día de Pentecostés, hasta el testimonio de Pablo ante el procurador romano Porcio Festo y los monarcas judíos Agripa y Berenice en 26, 1-23, pasando por la predicación de Pedro en casa del centurión Cornelio (10, 34-43) o por el magistral discurso de Pablo en el Areópago ateniense (17, 22-31), todos ellos apuntan directamente a la persona y la obra redentora de Jesús, proclamado como el Cristo, el Ungido e Hijo de Dios que fue crucificado, pero a quien el Padre ha levantado de entre los muertos. Incluso el discurso del protomártir Esteban ante los judíos que iban a lapidarlo, recogido en 7, 2-53, y considerado por los estudiosos como el resumen más completo de la Historia de la Salvación, además de una brillante recopilación del contenido del Antiguo Testamento, en sus últimos versículos apunta indefectiblemente a Cristo, a quien da el nombre de el Justo (v. 52), y de cuya muerte acusa a sus oyentes.
El gran conjunto formado por las epístolas, ya se trate del Corpus Paulinum[19] o de las llamadas Epístolas Católicas o Universales[20], excepto en los capítulos y pasajes concretos consagrados a la solución de problemas propios de las comunidades o individuos a los que iban dirigidas, a instrucciones específicas sobre asuntos internos, o a responder preguntas que, sin duda, habían sido formuladas de antemano a los autores respectivos, da testimonio permanente de Cristo, especialmente de su muerte y resurrección (Ro. 1, 3-4; Gá. 1, 1.4; 4, 4-5; Col. 2, 12-15; He. 5, 7-10; 9, 11-12; 1 P. 3, 18-22; 1 Jn. 4, 10), por lo cual es invocado como Señor (Ro. 10, 9; 1 Co. 12, 3; Ef. 4,5-6; 1 Ts. 4, 17; Jud. 17). No es porque sí que Pablo afirma en 1 Co. 2, 2 que se propuso no saber entre los destinatarios de la carta cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. En el mismo sentido declara en 1, 23: Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado. Y en 15, 3-8 nos encontramos con lo que debía ser una confesión de fe de la época, a la que los estudiosos llaman kerigma de Damasco. La transcribimos literalmente, dado su amplio sabor homilético:
Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí.
Es evidente que esta proclama se halla en la base de algunas formulaciones de los credos posteriores. Su insistencia en los eventos pascuales y en las apariciones posteriores del resucitado nos permite atisbar el tipo de predicación que se exponía en las primeras comunidades cristianas.
El último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, viene a poner el broche de oro al concepto de un culto y una predicación esencialmente cristocéntricos en la Iglesia antigua. Pese a todas las interpretaciones fantásticas que ofrecen de sus capítulos y versículos ciertos sectores religiosos de nuestros días, poco rigurosos desde el punto de vista académico, y con grandes tendencias al extremismo; y a pesar de estar muy lejos de constituir una especie de “mapa profético” u “horóscopo divino” sobre eventos futuros, el Apocalipsis constituye una pieza de especial importancia en el conjunto de las Sagradas Escrituras, particularmente en relación con nuestro tema, pues se trata de un documento que rezuma vida litúrgica de las comunidades primitivas, por lo menos de las siete mencionadas en los tres primeros capítulos (las siete iglesias que están en Asia, Ap. 1, 4). Si bien, por un lado, nos permite escuchar la voz de la iglesia perseguida de finales del siglo I, por el otro nos ofrece toda una exquisita liturgia celeste que, en opinión de algunos autores, estaría muy cerca de lo que es en nuestros días la propia de las iglesias ortodoxas, muy influida, al parecer, por la espiritualidad de la escuela juanina[21]. Y la gran figura destacada de sus capítulos y versículos es el Cordero inmolado que se menciona por vez primera en Ap. 5, 6, pero que va a colorear todo el libro. No solo es adorado por el universo entero en la visión de ese mismo capítulo, sino que vuelve a aparecer en el cuadro final de una tierra restaurada y una Jerusalén celestial, al afirmarse que la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera (Ap. 21, 23). Sin olvidar, ni mucho menos, el importantísimo detalle de que el registro celeste donde se consignan los nombres de los elegidos de Dios recibe el nombre de el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo[22] (Ap. 13, 8). Aunque Cristo aparece en las diferentes visiones que componen este escrito de diversas maneras, sin olvidar la del Rey victorioso del capítulo 19, donde recibe el nombre de El Verbo de Dios (v. 13), es su imagen como Cordero que ha dado su sangre por la redención de su pueblo aquella que prima y da la pauta del tono de todo el libro[23], en lo cual, qué duda cabe, escuchamos un eco lejano, pero firme, de los cultos de la primera Iglesia cristiana.
Visto todo lo cual, cabría cuestionarse si la predicación de las comunidades primitivas del siglo I empleaba los escritos del Antiguo Testamento como base de su proclamación y exhortación cúltica. La respuesta es obvia: Todo el Nuevo Testamento, desde el capítulo 1 del Evangelio según San Mateo hasta el 22 del Apocalipsis, muestra citas directas o indirectas, a veces simples paráfrasis, del Antiguo[24], si bien no de la manera en que hoy entenderíamos que deben utilizarse. No ha lugar ahora para extendernos en este asunto, que tantos ríos de tinta ha hecho correr desde hace siglos, pero hemos de indicar que la lectura que efectúan los autores neotestamentarios de los escritos del Antiguo Pacto es la que se indica en Lc. 24, 27.44-45, vale decir, cristocéntrica al cien por cien. No llevan a cabo lo que hoy consideraríamos un trabajo exegético, sino que buscan en las venerables Escrituras heredadas de Israel todo cuanto pudiera apuntar al Señor resucitado, es decir, una labor tipológica y de clara finalidad homilética[25], lo que les obliga a ser harto selectivos con lo que citan. Tal debió ser la pauta seguida por los predicadores de las primeras comunidades cristianas. Y ello coloca ante nosotros hoy el inmenso desafío de hacer de nuestra predicación de la Palabra en el marco del culto cristiano un recordatorio permanente de la persona y la obra de Jesús, el Señor crucificado y resucitado, sin caer en la trampa del preciosismo bíblico o de la mera erudición teológica a que son proclives tantos predicadores contemporáneos de diversas denominaciones[26]. El conjunto del Nuevo Testamento nos impulsa a hacer de nuestra predicación semanal un testimonio perenne y una proclamación constante de la Redención operada de una vez por todas por nuestro Señor Jesucristo, de quien nos confesamos discípulos.
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La segunda área es la del Sacramento, lo que en la terminología protestante y evangélica más común se suele conocer como la Santa Cena o, más acertadamente, la Cena del Señor[27], y en la católica romana se designa como Eucaristía, Santa Comunión o también Sacramento del altar. Y la mencionamos inmediatamente después de la proclamación-exhortación porque están íntimamente entretejidas, tanto que no podrían darse la una sin la otra en la concepción de la primera Iglesia cristiana. Ya en Hch 2, 42 se menciona el partimiento del pan (nombre técnico del Sacramento[28]) como un elemento que iba a la par, además de con otros, con la doctrina de los apóstoles, es decir, la instrucción o proclamación que los doce impartían en el marco litúrgico de la comunidad de fieles. Efectivamente, la finalidad del Sacramento, por medio de los emblemas del pan y del vino, es recordar de modo permanente la muerte sacrificial de Cristo[29] y hacerla presente para los creyentes[30], vale decir, efectuar una representación material de lo que se ha proclamado previamente de palabra. Y es en verdad importante considerar la relación que existe entre ambas áreas. Por razones históricas de todos bien conocidas, el culto católico romano se ha centrado en torno al Sacramento con un lamentable descuido de la proclamación de la Palabra[31]; y el protestante, sin duda como humana reacción, ha tomado el camino inverso, centrándose en la exposición de la Biblia[32], pero descuidando hasta el extremo el Sacramento, de manera que este ha perdido incluso su trascendencia y su importancia, relegado como ha sido a la categoría de mero “símbolo” o ceremonia cuyo cumplimiento suele ser muy espaciado; tal es la situación que se vive hoy en muchas congregaciones de tipo evangélico[33]. En su opúsculo La proclamation de l’évangile[34], el gran teólogo suizo reformado Karl Barth afirma sin ambages:
“La intención del reformador (Lutero) cuando se esforzaba por retener el máximo posible de lo que fuera válido en la liturgia romana, consistía por encima de todo en dar su lugar a la Cena… No hay que separar la administración de los sacramentos[35] del anuncio del evangelio, pues la Iglesia constituye una entidad física e histórica, un cuerpo visible y real, al mismo tiempo que el cuerpo invisible y misterioso de Cristo, ambos a la vez.
Seríamos, sin duda, mejores protestantes si nos dejáramos instruir en este punto por el catolicismo romano. Sin descuidar la predicación, como él hace a menudo, pero restituyéndole al sacramento su lugar legítimo[36].”
Los escritos del Nuevo Testamento nos han dejado constancia de la celebración de la Cena del Señor y su importancia en el culto cristiano. La tradición más antigua en relación con su institución por el propio Cristo y su formulación litúrgica, repetida, sin duda, en las ceremonias cúlticas cristianas del primer siglo, la hallamos en 1 Co. 11, 23-26, texto capital que bien merece ser citado in extenso:
Porque yo recibí[37] del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.
Esta misma tradición, con las variantes estilísticas o documentarias propias de cada autor[1], si bien con una idéntica teología de base, se conserva transmitida también por los Evangelios Sinópticos (Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 14-20), lo que le ha dado un eminente valor canónico, bien reconocido por las liturgias de las iglesias históricas. Tal es la razón de que en las buenas sinopsis de los Evangelios, al exponer el relato de la Última Cena de nuestro Señor, se suela añadir siempre una columna especial en la que se hacen constar las palabras transmitidas por San Pablo Apóstol de 1 Co. 11, 23-26 que acabamos de citar, en tanto que testigo excepcional de aquel recuerdo de tan alto valor para la Iglesia antigua[2].
Desde siempre ha llamado la atención de los comentaristas el hecho de que el Evangelio según San Juan, pese a su innegable teología encarnacional y su insistencia en la realidad de la presencia de Cristo en medio de los suyos (Jn. 1, 14; 14, 18-20), no contenga alusión específica alguna a la Cena del Señor. Si bien es cierto que el capítulo 13 alude a una cena con los discípulos previa a los acontecimientos de la pasión (v. 2), es el episodio del lavamiento de los pies de quienes estaban con Jesús el que aparece como relato marco donde se insertan los anuncios de la traición de Judas (vv. 21-30) y la negación de Pedro (vv. 36-38), que en los Sinópticos acompañan a la institución del Sacramento, además del mandamiento nuevo (vv. 31-35), aportación propia del Cuarto Evangelio. Ello ha llegado a propiciar en ciertos sectores la idea, un tanto extrema, de que la primitiva comunidad johánica, frente al resto de la cristiandad neotestamentaria, desconocería la realidad del Sacramento de la Cena del Señor como celebración litúrgica; pero no es esa la línea de investigación que hoy se postula de forma mayoritaria. Por el contrario, y reconociendo el inmenso valor simbólico y teológico del Cuarto Evangelio, en comparación con los Sinópticos, se señala al capítulo 6 de Jn. como portador del peso sacramental de este escrito. Así, el discurso de Jesús ubicado en la sinagoga de Capernaúm y narrado a partir del v. 32 se conoce en medios exegéticos como Discurso del Pan de Vida o Discurso eucarístico, dado que es en él donde se hallan las afirmaciones más audaces de todo el Nuevo Testamento en relación con el significado de las palabras carne y sangre referidas al Sacramento[3], vale decir, a la realidad de la presencia del Señor en la asamblea de los fieles. De esta forma, la tradición johánica se une a la sinóptica y a la conservada por San Pablo en 1 Co. 11 para evidenciar la importancia de la Cena del Señor en el culto de los primeros tiempos.
Todo cuanto acabamos de decir nos invita a una profunda reflexión en relación con la práctica sacramental de los oficios contemporáneos en el marco de la liturgia de nuestra propia denominación. El canon 2 de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE) dice que el Sacramento de la Cena del Señor debe celebrarse, como mínimo, dos domingos al mes, práctica que se diría bastante extendida, y en las observaciones preliminares de nuestra liturgia, nº VI, p. xiii, se lee:
“Acerca de la frecuencia con que haya de administrarse la Cena del Señor nada se establece, dejándolo a la prudencia de los Ministros, los cuales, sin embargo, recordarán que en la primitiva Iglesia se administraba todos los Domingos[4].”
Personalmente, estamos convencidos de que la vinculación entre la Palabra y la Cena del Señor, la proclamación de las buenas nuevas de salvación y el Sacramento, es tan estrecha, que requiere se ponga término a esta disociación y al aparente destierro de la celebración sacramental de nuestras liturgias dominicales. Damos de nuevo la palabra a Karl Barth, en el mismo opúsculo antes mencionado, cuando afirma:
“Calvino no dejaba de insistir en la necesidad de un servicio de comunión cada culto dominical. Tal es, precisamente, lo que nos falta hoy: el sacramento todos los domingos… Ello sería de verdad recte administrare sacramentum et purum docere evangelium[5].”
Remedando la sentencia evangélica, únicamente añadimos aquello de el que tenga oídos para oir, oiga.
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La tercera área es la de la Oración, también inseparable de las anteriores. No será la que más espacio nos ocupe, y no precisamente por carecer de importancia o interés, sino porque es un hecho evidente para todos que no existe en los sistemas religiosos más desarrollados un culto sin oraciones, ya sean públicas o privadas, recitadas o cantadas, efectuadas de forma estática o con movimientos rituales específicos. La liturgia de la Iglesia primitiva, desde luego, no constituye una excepción.
El asunto de cómo oraban los primeros cristianos en tiempos del Nuevo Testamento no ha estado exento de controversias, especialmente por parte de los sectores más intransigentes del mundo evangélico, que han llegado a repudiar casi con ferocidad cualquier atisbo de oración que pudiera estar escrita o ser aprendida de memoria, en aras de una interpretación muy sui generis de Mt. 6, 5-8. Pero la realidad que se deja entrever en la Historia Evangélica, las Epístolas y el Apocalipsis es muy otra. Si bien es innegable que existía la oración individual de cada creyente en su relación personal con Dios, de lo cual es el propio Jesús el mejor ejemplo (Mt. 14, 23; Mc. 14, 35; Lc. 6, 12), constituye también un hecho indiscutible que la Iglesia, nacida, quiérase reconocer o no, de un ambiente sinagogal, heredó del judaísmo la práctica de la oración común dirigida por una persona destacada, de lo cual se encuentran algunos antecedentes en el Antiguo Testamento, especialmente en los libros más tardíos (Esd. 9, 5 – 10,1; Neh. 9, 5-38). De ahí que el propio Jesús estableciera como patrón de oración para sus discípulos el padrenuestro u Oración Dominical que leemos en Mt. 6, 9-13, con su versión abreviada de Lc. 11, 2-4, y que, sin la menor duda, debió formar parte de la liturgia de la primera Iglesia. El añadido de Mt. 6, 13b (porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén), del que no hay constancia en los mejores manuscritos[6], se reconoce sin objeciones como una fórmula litúrgica de venerable antigüedad y de empleo en el culto público. De todas maneras, son innumerables los pasajes del Nuevo Testamento en los que se muestra a los cristianos orando al unísono y se pone en sus bocas unas mismas oraciones, que tal como aparecen consignadas, difícilmente podrían ser manifestaciones espontáneas (Hch 4, 24-30; Ap. 4, 11; 19, 1-8; etc.). De ahí las exhortaciones apostólicas a orar de continuo, que tanto pueden entenderse en un sentido individual o particular, como en el marco de la liturgia del culto, sin que un sentido excluya forzosamente el otro (Ro. 12, 12; Fil. 4, 6; Col. 4, 2; 1 Ts. 5, 17; 1 Ti. 2, 1; Stg. 5, 14.16; 1 P. 4, 7; Ap. 5, 8). Finalmente, al practicar la oración comunitaria, lo mismo que al escuchar la proclamación de la buena nueva o participar de la Cena del Señor, el creyente del Nuevo Testamento es constituido parte integrante de la congregación, que no es otra cosa que el Cuerpo de Cristo, según 1 Co. 12, 27, todo ello en un delicado equilibrio, no siempre fácil de conseguir, entre su individualidad como persona y su conciencia de miembro de una colectividad.
En lo que concierne a nuestra propia época en que vivimos, de suyo tan enfermizamente individualista, hasta extremos irracionales, un culto en el que tenga una parte destacada la oración colectiva —el Padrenuestro, los distintos credos, u otras que se hayan ido añadiendo a la liturgia cristiana con el decurso del tiempo[7]— contribuye en buena medida a generar una conciencia comunitaria al estilo neotestamentario, es decir, donde se cultive una espiritualidad equilibrada, en la que tengan su lugar la piedad privada y la pública, sin contraponerlas ni enfrentarlas. Y nunca se ha de olvidar, de cara al testimonio externo, que una congregación que ora al unísono en un claro espíritu de hermandad, lo cual es fruto directo del Espíritu Santo, ofrece ante un mundo incrédulo la imagen de una verdadera familia de la fe, unida por un principio supremo que convida a la participación y la integración.
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La cuarta y penúltima área, estrechamente emparentada con la que acabamos de considerar, es la de los Cánticos. Decimos bien que se hallan emparentados con las oraciones, ya que un cántico, en el sentido que se da a este término en un contexto cristiano, bien se puede definir como “una oración ejecutada con música”. Al igual que hemos dicho en relación con el área anterior, los cultos de los sistemas religiosos más desarrollados suelen ostentar cánticos específicos que acompañan los diferentes ritos, lo que nos autoriza a pensar que tal sería también la situación del culto cristiano en tiempos del Nuevo Testamento. Y en un momento como el que vivimos hoy, cuando en muchos lugares la cuestión de la música en los servicios religiosos se ha convertido en un auténtico campo de batalla[8], no carece de sentido que nos preguntemos qué tipo de cánticos entonaba la Iglesia primitiva en su liturgia. El conocido texto de Ef. 5, 19 habla de salmos, himnos y cánticos espirituales, lo que ha provocado (y provoca) enconadas discusiones acerca de su significado, si se trata de términos sinónimos o si cada uno denota un sentido particular que debe ser cuidadosamente especificado.
Es innegable que la primitiva Iglesia apostólica conoció el canto de los Salmos en su liturgia. Como queda dicho, los orígenes judíos de las primeras comunidades cristianas debieron hacerse patentes también en este terreno. De hecho, el Nuevo Testamento cita con cierta frecuencia el Salterio, especialmente aquellas composiciones que hoy los especialistas designan como Salmos mesiánicos (Sal. 118, 22-23, citado por Mt. 21, 42, Mc. 12, 10-11 y Lc. 20, 17; Sal. 110, 1, citado por Mt. 22, 44, Mc. 12, 36 y Lc. 20, 42-43; Sal. 22, 1, citado por Mt. 27, 46; Sal. 2, 1-2, citado por Hch. 4, 25-26; Sal. 2, 7, citado por He. 1, 5; etc.), que, sin duda alguna, debían formar parte del canto litúrgico de las comunidades de discípulos de Jesús.
Ahora bien, muy pronto debieron percatarse los primeros cristianos, especialmente los de extracción gentil, que el antiguo Salterio hebreo no siempre respondía de forma adecuada a las necesidades litúrgicas de la espiritualidad cristiana; algunas composiciones del libro de los Salmos reflejan estadios religiosos primitivos no demasiado compatibles con el evangelio de Cristo, por lo que su empleo no debió hallar cabida en el culto cristiano; piénsese en un poema como el Salmo 137, especialmente su último versículo, donde se declara dichoso al que pueda estrellar los niños babilonios contra las rocas, o en composiciones que rezuman verdadero odio contra los adversarios de Dios o del propio salmista (Sal. 31, 6; 101, 3; 119, 113; 139, 21-22). Las citas del Salterio que hallamos esparcidas por todo el Nuevo Testamento apuntan a una cuidadosa y esmerada selección en la que se observa una gran madurez en la manera de emplear aquellos antiguos cánticos hebreos[9]. Pero además, el Nuevo Testamento nos muestra claras evidencias de otras composiciones, obra sin duda de poetas y cantores cristianos, que debieron constituir el “himnario” de las comunidades cristianas de la gentilidad[10]. Su “descubrimiento” se debe a los estudios realizados sobre el texto griego del Nuevo Testamento, y a la constatación de cierta medida rítmica en pasajes concretos. En las ediciones bíblicas actuales de mayor calidad, estos pasajes aparecen impresos de manera especial, a fin de que el lector pueda identificarlos de un golpe de vista en tanto que composiciones poéticas. Tal vez no todos estén completos, sino que es posible que se trate únicamente de citas muy puntuales, al estilo de cuando nosotros mencionamos partes de himnos o de cánticos actuales. Además de los grandes himnos clásicos contenidos en los dos primeros capítulos del Evangelio según San Lucas, y que han pasado a engrosar la himnología cristiana tradicional (el Magnificat[11], Lc. 1, 46-55; el Benedictus, Lc. 1, 68-79; el Gloria in excelsis, Lc. 2, 14, y el Nunc dimittis, Lc. 2, 29-32), hallamos los siguientes: Jn. 1, 1-18; Gá. 3, 28; Ef. 5, 14[12]; Fil. 2, 6-11[13]; Col. 1, 15-20; 1 Ti. 1, 17; 3, 16; 6, 15-16; 2 Ti. 2, 11-13; He. 1, 3; 1 P. 2, 21-24. Como observamos, son las Epístolas nuestra mejor fuente, dado que nos ponen en contacto directo con las realidades de la vida de las comunidades del momento. Por su parte, el Apocalipsis contiene también cánticos o fragmentos de cánticos que, sin duda, tuvieron su empleo litúrgico en ciertas comunidades: Ap. 4, 8.11; 5, 9-10; 12, 10-12; etc. No deja de tener su importancia el hecho de que el tema general de todas estas composiciones sea el mismo que hemos encontrado en la proclamación y la celebración de la Santa Cena. Podemos imaginar que toda esta himnología cristiana del primer siglo contribuiría grandemente a la exaltación de Cristo, el Hijo de Dios, en los cultos. Ni que decir tiene que ello supone una interesante llamada de atención para nuestra Iglesia actual.
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La última área, y sin duda la más breve, debido a la cantidad de información que el Nuevo Testamento nos brinda, es la referente al Calendario litúrgico. ¿Tuvo algo semejante la Iglesia neotestamentaria? Sin duda, aunque no es fácil descubrirlo en los veintisiete escritos inspirados que componen la segunda parte de la Biblia.
Como hemos apuntado antes, la primera comunidad hierosolimitana y las congregaciones judeocristianas de Palestina se hallaban estrechamente vinculadas al templo judío y sus servicios; ello significa que, con toda probabilidad, debían conformar su calendario al del judaísmo, sin mayores problemas. Compartirían con los judíos las festividades propias de Israel tal como habían hecho siempre. En el caso de las comunidades gentiles, lo único que podemos deducir es que la importancia del Sacramento de la Cena del Señor, así como las alusiones de Hch. 2 y 20, 16, amén de 1 Co. 16, 8, a la fiesta de Pentecostés, incidirían en la celebración de la Pascua y de Pentecostés como festividades cristianas, con un significado distinto del que tenían en el judaísmo. La verdadera Pascua es Cristo, al decir de San Pablo Apóstol (1 Co. 5, 7), y Pentecostés quedaría para siempre vinculado a la presencia y la dirección del Espíritu Santo.
De alguna manera, la festividad cristiana por excelencia, sin antecedentes en el calendario litúrgico judío, nacería con el nuevo amanecer de la Resurrección del Señor y sus primeras apariciones a los discípulos el primer día de la semana (Mt. 28, 1; Mc. 16, 2.9[14]; Lc. 24, 1; Jn. 20, 1.19.26). Hch. 20, 7 y 1 Co. 16, 2 confirman que ese día se había convertido, de forma natural[15], en el momento de la semana consagrado al culto público de las congregaciones cristianas, sin las trabas legales del antiguo sábado judío, ahora catalogado como una sombra de lo que ha de venir (Col. 2, 16-17). Lo cierto es que, ya a finales del siglo I o principios del II, Ap. 1, 10 da al primer día de la semana el nombre litúrgico de el Día del Señor, en griego kyriaké hemera[16], con lo que evidencia que en aquel momento la Iglesia ya tenía plena conciencia de la importancia de su celebración en el calendario cristiano. Por esta razón, algunas versiones actuales de la Biblia, lo traducen directamente como domingo[17].
Cuando la Iglesia de nuestros días, por tanto, se atiene a un calendario litúrgico basado en la vida de Jesús o en los acontecimientos capitales de la Historia de la Salvación, y cuando insiste en la importancia del domingo como día de culto solemne, no está haciendo otra cosa que continuar la senda trazada por el Nuevo Testamento.
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Llegamos así al final de nuestra ponencia, y con la intención de dejar bien sentado algo que, entendemos, es fundamental:
El culto cristiano, tal como se colige de una lectura atenta del Nuevo Testamento, sólo es digno de este nombre y tiene sentido si en su proclamación-exhortación, su celebración sacramental, sus oraciones litúrgicas, sus cánticos y su calendario, gira en torno a la persona y la obra de Jesucristo nuestro Señor.
De ahí que los escritos neotestamentarios afirmen con claridad que la celebración cúltica conllevaba para los creyentes de aquel momento una comunión real de unos para con otros (Hch. 2, 42), que les daba cohesión como familia de Dios y les proporcionaba la ayuda y el consuelo necesarios ante las situaciones de la vida por las que atravesaban.
Somos plenamente conscientes de que, en nuestra sociedad actual tan descristianizada, hablar de cultos o celebraciones litúrgicas puede generar en algunas personas un rechazo visceral. Sin duda es así. Pero también tenemos la firme convicción, fundamentada en una experiencia tenaz, de que un culto cristiano y una liturgia bien elaborada, en el espíritu del Nuevo Testamento, siguen siendo una poderosa arma testimonial y una invitación permanente a reconocer a Cristo como Señor y Salvador, y a vivir conforme a sus principios.
BIBLIOGRAFÍA ORIENTATIVA
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Gy, P.-M. La liturgie dans l’histoire. Paris: Éditions du Cerf, 1990.
Lang, B. Sacred Games: A History of Christian Worship. New Haven: Yale University Press, 1997.
Metzger, M. Histoire de la liturgie. Les grandes étapes. Paris: Desclée de Brouwer, 1994.
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Righetti, M. y Sierra López, J. M. Historia de la liturgia. Vol. I. Madrid: B.A.C., 2013.
Varela, J. El culto cristiano: Origen, evolución y actualidad. Viladecavalls (Barcelona): CLIE, 2002.
Wainwright, G.; Westerfield, T. and Karen B. (ed.). The Oxford history of Christian worship. Oxford University Press, 2006.
White, J. F. A Brief History of Christian Worship. Nashville (Tennessee): Abingdon Press, 1993.
[1] La más destacada de las cuales suele ser la famosa “segunda copa” del relato lucano, con todos los comentarios que ha motivado desde siempre. Cf. Fitzmyer, J. A. El Evangelio según Lucas, Vol. IV. Madrid: Ediciones Cristiandad, 2006.
[2] En la Synopsis Quattuor Evangeliorum de Kurt Aland publicada por la Deutsche Bibelgesellschaft en Stuttgart en 1996, que tenemos ante nuestros ojos, la institución de la Cena del Señor añade la información de los siguientes documentos: 1 Co. 11, 23-26, como texto directamente paralelo; y luego, 1 Co. 10, 16-17; Didakhé 9, 1-5; Evangelio de los Ebionitas, citado por Epifanio, Panarion haereticum, 30, 22, 4-5; Justino Mártir, Apologia, I, 66, 3; 1 Co. 5, 7; y Justino Mártir, Diálogo con Trifón, 111, 3, que atestiguan también la institución del Sacramento de la Cena del Señor, así como las palabras pronunciadas por Jesús, transformadas en fórmula litúrgica.
[3] Mateos, J. y Barreto, J. Vocabulario teológico del Evangelio de Juan. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980, v.s.v. “carne” y “sangre”. Es importante señalar que en la Synopsis Quattuor Evangeliorum mencionada en la nota anterior, las palabras de Jesús contenidas en este Discurso Eucarístico se colocan en paralelo con los relatos sinópticos de la institución del Sacramento.
[4] El destacado es nuestro.
[5] P. 27.
[6] Algunos de los manuscritos menores que lo contienen, incluso añaden otras fórmulas, como gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén, y similares. Todo ello viene a reforzar su uso litúrgico y comunitario.
[7] El solemne Te Deum, por ejemplo.
[8] Desde el tipo de música que se debe emplear, hasta si los instrumentos son o no aptos para el culto cristiano, pasando por las letras de los cánticos, se da hoy toda una gama de opiniones, a cual más variopinta, sobre este asunto, especialmente en el campo evangélico. No se trata de una cuestión baladí: conocemos de primera mano auténticos cismas generados por estos temas, y rupturas de congregaciones y membresías que han llegado a extremos drásticos.
[9] La pregunta que en ocasiones se ha formulado acerca del posible uso de otros cánticos veterotestamentarios, no contenidos entre los ciento cincuenta del Salterio, por parte de la Iglesia del Nuevo Testamento, ha de tener una respuesta afirmativa. Ap. 15, 3 menciona el cántico de Moisés en clara alusión a la composición conservada en Éx. 15, reputada por los estudiosos como una de las más antiguas de la Biblia. Ya hemos señalado anteriormente el valor testimonial del libro del Apocalipsis en relación con el tema que estamos tratando.
[10] Von Allmen, D. L’Évangile de Jésus-Christ. Naissance de la théologie dans le Nouveau Testament. Yaoundé (Cameroun): Éditions Clé, 1972. Pp. 104-138. Sirva esta cita como agradecido homenaje a este querido profesor y misionero suizo, a una de cuyas conferencias sobre este tema tuve el privilegio de asistir cuando era un joven seminarista en Francia.
[11] Esta nomenclatura latina obedece a las primeras palabras de los cánticos en la traducción latina de la Biblia.
[12] Se piensa que debía formar parte de una liturgia bautismal.
[13] Conocido entre los estudiosos como el Salmo cristiano.
[14] Mencionamos Mc. 16.9, aun a sabiendas de que el lector avezado en cuestiones críticas no desconocerá la situación de los vv. 9-20 en los mejores manuscritos griegos del Nuevo Testamento.
[15] Dado que el Nuevo Testamento no deja constancia de ningún tipo de decreto o norma establecida por la primera Iglesia para implantar el domingo como festividad cristiana, es fácil entender que la conmemoración de la Resurrección del Señor predispusiera a los primeros creyentes cristianos a una consideración especial de esa jornada como distintivo de su fe frente al judaísmo que había rechazado al Mesías.
[16] En griego moderno, kyriakí es el nombre del domingo. Sirvan estas anotaciones frente a la obsesión de quienes, en el día de hoy y con escaso conocimiento de la lengua griega, se empeñan en decir que el Día del Señor de Ap. 1, 10 es una referencia al día del Juicio Final o a la Parusía. Ese evento, que, efectivamente, también recibe el nombre de día del Señor en el Nuevo Testamento (cf. 1 Ts. 5, 2), se expresa en el texto griego original de una manera diferente a la que hallamos en Ap. 1, 10.
[17] Biblia Traducción Interconfesional (BTI) y Nueva Biblia Española (NBE), entre las más conocidas.
[1] Las citas bíblicas las tomamos de la versión tradicional RVR60.
[2] De la iglesia de Corinto es de donde procede, como veremos más adelante, cierta información cúltica nada desdeñable. No deja de ser paradójico el hecho de que una comunidad en la que se vivían situaciones de claro desorden interno, cúltico y de otra índole, sea la que nos brinde elementos de notorio valor en relación con el tema que tratamos.
[3] Se suele citar de forma abreviada como La Didaché o, mejor adaptado a la fonética de nuestro idioma, La Didajé.
[4] Si bien no fue conocido del mundo occidental hasta el siglo XIX. Cf. Quasten, J. Patrología. Vol. I. Hasta el Concilio de Nicea. Madrid: B.A.C, 2004, pp. 38-49.
[5] Acerca de las comunidades judeocristianas es muy escasa la información que los escritos neotestamentarios nos ofrecen. Algo parecido podemos decir de las obras de los Padres de la Iglesia, más interesados en la realidad de unas congregaciones ya consolidadas en territorios de la gentilidad. En realidad, el Nuevo Testamento tan solo nos brinda unas pocas noticias sobre la primera iglesia judeocristiana de Jerusalén en los capítulos 2-7 del libro de los Hechos de los Apóstoles, con alguna que otra pequeña pincelada, más bien escueta, en los capítulos 15 y 21-22, todo ello suficiente para entender que se trataba de un cristianismo con profundas raíces palestinas y aún dependiente en buena medida del templo hierosolimitano y de todo cuanto giraba a su alrededor. No faltan los autores que han pretendido hallar en el Evangelio según San Mateo o en la Epístola de Santiago reflejos más o menos patentes de un trasfondo de comunidades judeocristianas, sirias en el primer caso y de la diáspora en el segundo. Cf. los comentarios de Bonnard, P. L’Évangile selon Saint-Matthieu. Genève: Labor et Fides, 2002; y Assaël, J. et Cuvillier, E. L’Épître de Jacques. Genève: Labor et Fides, 2013. Del primero existe una traducción castellana publicada por Ediciones Cristiandad a partir de una edición anterior; del segundo no tenemos constancia de la existencia de una traducción a nuestro idioma, pero sí de una adaptación publicada por Editorial Verbo Divino con el título En el espejo de la Palabra. Lectura de la Epístola de Santiago, que ha visto la luz como Cuaderno Bíblico nº 167.
[6] La designación equivalente de exposición de la Palabra es posterior, más propia del campo evangélico, y debuta como tal a finales del siglo XVIII.
[7] Incluidas las expulsiones de demonios, dado que en la época se consideraban las enfermedades como obra directa de espíritus malignos. Cf. el relato de la curación de la suegra de Pedro registrado en los Evangelios Sinópticos (Mt. 8, 14-15; Mc. 1, 29-31; Lc. 4, 38-39): en los tres se dice que la fiebre la dejó, como si se tratara este síntoma de un ser con entidad propia. Lc. 4, 39 aún acentúa más esta idea cuando añade que Jesús reprendió a la fiebre. ¡Y el Evangelio lucano está compuesto, según la tradición cristiana, por un médico!
[8] Aunque sólo se mencionan en la tradición evangélica tres casos muy concretos: la hija de Jairo (Mt. 9, 18-26; Mc. 5, 21-43; Lc. 8, 40-56); el hijo de la viuda de Naín (Lc. 7, 11-17) y Lázaro (Jn. 11, 1-44), se da a entender que hubo otros de los que no ha quedado constancia escrita (Mt. 11, 5; Lc. 7, 22). Los llamados evangelios apócrifos se encargaron de llenar con creces este vacío informativo, aunque con tremendas dosis de fantasía. Cf. Évangiles apocryphes. París: Éditions du Seuil, 1983.
[9] V. gr., la multiplicación de los panes y los peces (Mt. 14, 13-21; Mc. 6, 30-44; Lc. 9, 10-17; Jn. 6, 1-14), la tempestad calmada (Mt. 8, 23-27; Mc. 4, 35-41; Lc. 8, 22-25), la transfiguración del Señor (Mt. 17, 1-8; Mc. 9, 2-8; Lc. 9, 28-36), la conversión del agua en vino (Jn. 2, 1-11), etc.
[10] El Sermón del monte (Mt. 5-7; una versión abreviada del cual se presenta en Lc. 6, 20-49), el Discurso de la misión (Mt. 10, 5-42), las Parábolas del reino (Mt. 13, 1-52), los Ayes contra los escribas y fariseos (Mt. 23, 1-36) y el Discurso escatológico (Mt. 24, 4 – 25, 46).
[11] Por no mencionar sino unos pocos ejemplos, ciertas parábolas que no tienen como tema fundamental el avance del reino de Dios en el mundo (la oveja perdida, Mt. 18, 12-13, Lc. 15, 3-7; el buen samaritano, Lc. 10, 25-37; Lázaro y el rico, Lc. 16, 19-31; etc.); figuras como la alegoría de la vid (Jn. 15, 1-8); la oración sacerdotal (Jn. 17), o las últimas alocuciones del Señor resucitado a los discípulos (Lc. 24, 13-49; Jn. 21), entre otras.
[12] Se ha llamado la atención en ocasiones al hecho de que los relatos de la resurrección, por lo general el último capítulo de cada Evangelio (el penúltimo en San Juan), parecen asimilar este evento a la ascensión; únicamente San Lucas, dicen, se desmarcaría de esta tónica al narrar específicamente la ascensión de Cristo como un hecho separado en Hch. 1, 6-11.
[13] Para un resumen de la cuestión, véase nuestro libro La interpretación del Nuevo Testamento a lo largo de la era cristiana. Historia de la exégesis del Nuevo Testamento, publicado por Editorial Mundo Bíblico (EMB) en 2014.
[14] Lo que los expertos designan con el helenismo logia.
[15] La ubicación de la transfiguración del Señor en este monte obedece a una antigua tradición cristiana procedente de los círculos palestinos, no a un dato geográfico concreto facilitado por los evangelistas, que nunca mencionan de qué monte se trata.
[16] El nacimiento virginal de Jesús únicamente se contempla como tal en los Evangelios de San Mateo y San Lucas, pero sólo consignado en sus relatos de la Infancia. En los restantes capítulos, así como en los Evangelios de San Marcos y San Juan, no hay constancia alguna de tal hecho, de modo que Jesús aparece a los ojos de sus contemporáneos como el hijo del carpintero (Mt. 13, 55; Mc. 6, 3) o el hijo de José (Jn. 6, 42).
[17] Conjunto literario compuesto por los cuatro Evangelios y Hechos, que constituye la primera gran sección del Nuevo Testamento.
[18] Conforme a una antigua tradición.
[19] Tradicionalmente hablando, el conjunto de cartas comprendido entre Romanos y Hebreos. No entramos en discusiones acerca de las autorías reales de estos escritos.
[20] Las comprendidas entre Santiago y San Judas. Hay quien ha pretendido excluir 2 y 3 Jn. por considerar que van dirigidas a destinatarios muy concretos, con lo que no podrían considerarse de extensión universal.
[21] Un excelente comentario de este peculiar libro neotestamentario es el de Prigent, P. L’Apocalypse de Saint-Jean. Genève: Labor et Fides, 2000, una refección del que el propio autor había compuesto décadas atrás, ahora enriquecido con nuevas aportaciones y un enfoque diferente, de acuerdo con los estudios más recientes realizados sobre este escrito y el conjunto de la literatura apocalíptica judía del período intertestamentario y los primeros siglos de nuestra era. No existe, que sepamos, traducción al castellano, pero podemos tener una aproximación a su contenido, juntamente con las opiniones de otros expertos, en el ejemplar nº 9 de la colección Cuadernos Bíblicos publicada por Editorial Verbo Divino. Lleva como título El Apocalipsis.
[22] Para las discusiones sobre los problemas de traducción que plantea este versículo, véanse los diferentes comentarios publicados sobre el libro, especialmente aquellos compuestos por autores críticos.
[23] Incluso el Rey victorioso del c. 19 estaba vestido de una ropa teñida en sangre (v. 3).
[24] Se ha llegado a afirmar en ciertos círculos que el Apocalipsis, concretamente, presenta citas o alusiones de todos los libros veterotestamentarios, lo cual es una evidente exageración.
[25] Véase en este mismo sentido Danyans, E. Conociendo a Jesús en el Antiguo Testamento. Cristología y tipología bíblica. Viladecavalls (Barcelona): CLIE, 2008.
[26] Por no mencionar otros asuntos que hoy ocupan casi en exclusiva algunos púlpitos, y que están en las antípodas de lo que debe ser una predicación auténticamente cristiana.
[27] Es, dígase lo que se quiera, su designación bíblica: 1 Co. 11, 20.
[28] Para esta y otras cuestiones en relación con el Sacramento en los primeros tiempos, se leerá con provecho el ya hoy considerado el gran clásico del tema, Léon-Dufour, X. Le partage du pain eucharistique selon le Nouveau Testament. Paris: Éditions du Seuil, 1982. En 1983, Ediciones Cristiandad lo publicaba en castellano. Tuvimos el privilegio de conocer personalmente al profesor Léon-Dufour en Francia y asistir a una conferencia que pronunció el año 1985 sobre estos asuntos, que trató de forma magistral, conforme a su estilo.
[29] El Nuevo Testamento incide de continuo en el valor sacrificial expiatorio de la cruz, todo ello como una manifestación del amor de Dios por el género humano (Jn. 3, 16; Ro. 3, 25; He. 2, 17; 1 Jn. 2, 2). Contra Hitchens, C. God is Not Great: The Case Against Religion. Bloomsbury (UK): Atlantic Books, 2007.
[30] No es nuestra intención entrar en las arduas discusiones que han jalonado la historia de la Iglesia al respecto de la realidad de la presencia de Cristo en los emblemas del pan y del vino, y que hoy sigue siendo motivo de división entre los cristianos.
[31] No queremos decir con ello que la Iglesia romana no haya tenido, o no tenga, buenos predicadores. Lo que ocurre es que la misa, con su concepción casi exclusivamente sacrificial y sacramental, ha mermado la importancia de la proclamación desde el púlpito, reducida en demasiados casos a una plática de circunstancias, cuando no un alarde oratorio que en ocasiones no ha cumplido con su finalidad primera.
[32] Muchas iglesias evangélicas de la actualidad ni siquiera centran su culto en la proclamación del mensaje de la Biblia. La tendencia que siguen es la de hacer de lo que llaman “alabanza” o “período de alabanza” el núcleo fundamental de su adoración. Ello supone, dígase lo que se quiera, un aún mayor alejamiento de la concepción cúltica y litúrgica cristiana que hallamos en el Nuevo Testamento.
[33] Hemos conocido personalmente algunas en las que la celebración del Sacramento, que jamás recibe este nombre en tales medios, queda relegada a una vez al trimestre, y casi más como un expediente embarazoso con el que se ha de cumplir que como lo que en realidad es. Nos vienen a la mente, por otro lado, las protestas de ciertos sectores de la membresía de una congregación muy concreta, ante la insistencia de su pastor en celebrar la Cena del Señor con mayor asiduidad; el único argumento que presentaban en contra era que “no había que parecerse a los católicos”.
[34] Publicado en francés en Neuchâtel, Suiza, en 1961 por les Éditions Delachaux et Niestlé. Existió una traducción a nuestro idioma publicada en su día por Ediciones Sígueme.
[35] El autor emplea el plural porque también hace referencia al sacramento del bautismo como ceremonia que ha de integrarse en el culto regular.
[36] Pp. 27 y 28. La traducción es nuestra.
[37] Traducción del griego parélabon, término técnico que hace referencia a la tradición recibida, básicamente por transmisión oral. Cf. nuestro libro El método en teología, publicado por Editorial Mundo Bíblico (EMB) en 2011, pp. 189ss.