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Violencia y deseo mimético (II)




“Cuando dos o más personas desean un mismo objeto y este no puede ser en orden a su naturaleza compartido, se instaura entre ellas un conflicto violento exclusivamente humano que convierte al hombre en lobo para el hombre”


(Thomas Hobbes)




Preguntamos al maestro Andrés Ortiz-Osés antes de acometer la redacción de este artículo:


“Muy estimado profesor y amigo AOO: ¿Podemos afirmar que el diablo en el cuarto evangelio no tiene una naturaleza estable, que carece absolutamente de SER y que para darse apariencia necesita parasitar a las criaturas de Dios puesto que es todo mal mimético (en terminología de René Girard), lo que es tanto como decir inexistente? Le envío un gran abrazo, amigo (...)”


La respuesta del gran maestro:


“Gracias amigo,

(...) me gusta tu profundidad que medito y valoro, últimamente ante el bien y el mal, el saber y el no saber, respondo aforística o poéticamente, aquí van dos poemitas”.


La naturaleza y finalidad del foro al cual nos dirigimos exige que no pretendamos un desarrollo exhaustivo de la pregunta que realizábamos a quien sin duda es uno de los intelectuales más destacados de nuestro tiempo, Andrés Ortiz-Osés.


Sin embargo, su respuesta y comentarios (algunas partes de nuestra conversación en definitiva que dicho sea de paso reproducimos, como no podría ser de otro modo, bajo su previa y expresa autorización) en forma de poema inspiraron de manera profunda nuestras líneas que, tras los antecitados poemas seguirán, inspiración tocada, nivelada y conjuminada con el pensamiento de otro grande: René Girard.






Andrés Ortiz-Osés:

EL BIEN Y EL MAL

El bien es lo bueno de lo malo:

el mal es lo malo de lo bueno

(AOO).

Si me hacen decir lo que no digo

o no me entienden lo que bien escribo

de qué sirve escribir si malentienden

de qué sirve decir si no me atienden.

Sirve para expresar en el desierto

aquello que yo quiero y que desquiero

lo que me gusta y lo que me disgusta

lo que requiero para ser yo mismo.

Sirve para exponer en el desierto

la deserción del bien y el mal dispuesto

a convertirse en el mejor aserto

en el ranking estético y ético.

Decir así o asá es expresarse

decirlo bien es expresar lo bueno

decirlo mal es expresar lo malo.

Decir lo bueno para bendecirlo

decir lo malo para mal-decirlo

decir el bien y el mal para entenderlos.

Decir lo bueno para así asirlo


decir lo malo para resistirlo

decir el bien y el mal para saberlos.

(Saber que el mal del bien es su insolencia

saber que el bien del mal es su insolvencia).



Andrés Ortiz-Osés:

SABER Y NO SABER

Cada vez sabemos más

y entendemos menos

(A.Einstein).

Es terrible saber

cuando el saber ya no sirve

al que sabe

dijo a Edipo Tiresias:

pero aún es más terrible no saber

cuando el saber sirve

a todo aquel que sabe.

Saber o no saber es la cues


saber y no saber la solución:

la solución que disuelve el sabor

del saber y el sinsabor

del no saber.

No saber es no saber

que no se sabe:

mas saber es saber

que tampoco se sabe.

Todo lo que sabemos

vino a decir Tolstoi

lo sabemos por amor.

(Y el amor es el sabor

de un saber que se sabe

toda ciencia trascendiendo).





¡Muchas gracias por tu inspiración, Maestro Andrés!


El 3 de febrero de 2020 escribíamos en este mismo lugar un artículo dedicado al filósofo, antropólogo, especialista en literaturas comparadas y converso al cristianismo, René Girard [imagen] Lo titulábamos “Aspectos sobre René Girard ( I )”.



Ahora, tal y como prometimos en su día, desarrollamos una segunda parte del mismo con la finalidad de hacer su sistema - no siempre sencillo - más asequible y práctico en orden a la comprensión de los complejos mecanismos originantes y desarrolladores del deseo y de la violencia miméticos, que nuestro autor halla en la palabra de Dios descritos y lo que es más importante, decriptados.


Explicábamos entonces su teoría del mecanismo victimario vicario en la resolución de los conflictos entre las comunidades arcaicas (La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama, 2006) a la vez que destacábamos su concepto de deseo mimético (“La ruta antigua de los hombres perversos”, Barcelona: Anagrama, 2006) el cuál, una vez ha logrado instaurar el destructivo desorden social o crisis mimética generalizada del todos contra todos, provoca una situación de tamaña violencia descontrolada que solamente puede ser encauzada a través de la concentración de antedicha desatada violencia en solamente una única persona o “chivo expiatorio”, que será a la postre inmolado y finalmente divinizado en aras de la reconciliación social (“El chivo expiatorio”, Barcelona: Anagrama, 2006).


Detrás de semejante esquema antropológico generador de los desórdenes más insospechados, cabe necesariamente considerar la naturaleza psicológica del deseo humano pues, efectivamente, el deseo es el motor fundamental de los conflictos producidos entre los humanos seres.


En realidad, a pesar de las apariencias, el deseo no posee en absoluto un recorrido lineal y directo, es decir bipolar, transitando de manera rectilínea desde una persona hacia otra persona, o desde una persona hacia un objeto, siendo exclusivamente en consecuencia protagonistas del deseo dos únicas personas: el deseante y el deseado.


Esta es precisamente la base errónea en la que se fundamenta el denominado “amor romántico”, el cuál no es, ni más ni menos, como demuestra Girard a lo largo de todo un libro (Mentira Romántica y verdad novelesca, Barcelona: Anagrama, 1985), que una enrevesada falacia de un amor tan vano como inexistente.


La principal novedad antropo filosófica teológica de la teoría del deseo mimético consiste en la afirmación de que el hombre es un ser fundamentalmente mimético, imitador, repetitivo, incluso antes que un ser racional, pues:


Los hombres se influencian unos a otros, y, cuando están juntos, tienen tendencia a desear las mismas cosas, no sobre todo en razón de su escasez, sino porque, contrariamente a lo que piensan muchos filósofos, la imitación comporta también los deseos. El hombre busca hacerse un ser que está esencialmente fundado sobre el deseo de su semejante” (Girard, 1985: 23).



Por lo tanto, el deseo no es dual sino multipersonal y triangular, y por encima de todo mimético. Es decir, se articula a través de esquemas compartidos por terceros que operan a forma de modelos absolutamente condicionantes.


La aplicación práctica de este razonamiento consiste en el hecho de que aunque nos lo parezca, nunca deseamos un objeto en puridad, sino que deseamos, mimetismo interviniente, aquello que desean a su vez otras personas las cuales a su vez desean modelos previamente existentes y generalmente impuestos, personas a la sazón que se convierten en enemigas acérrimas e irreconciliables cuando el deseo mimético se contagia y se propaga a manera de plaga en el seno de las sociedades, especialmente en las arcaicas, donde el derecho es todavía algo incipiente.


No obstante, en realidad, la instauración del derecho penal es poco importante en orden a la violencia mimética puesto que, a pesar de su eficacia y de su supuesto carácter de “ultima ratio”, el mimetismo logra doblegarlo frecuentemente sin excesivos esfuerzos como demuestra la permanente generación de conflictos importantes por doquier; Tal es por ejemplo el caso de la producción de las guerras, las cuales han acompañado de manera constante toda la historia de la humanidad.


Como ya sugirieran - aunque ciertamente muy incipientemente - Claude Lévi-Strauss y Jacques Derrida, y articulara sistemáticamente René Girard, cuando la violencia mimética se apacigua a través del mecanismo del sacrificio humano de un chivo expiatorio considerado social y unánimemente culpable de los desórdenes violentos, con la finalidad de evitar la aparición de otra crisis mimética de naturaleza similar o superior y por lo tanto todavía más intensa y devastadora, la víctima expiatoria humana, una vez vertida su sangre y asesinada, recibe un relevante reconocimiento social - religioso a través de su posterior elevación a divinización cúltica, apareciendo de esta manera la génesis de los mitos, de los héroes épicos y de los ritos universales, pues, de hecho, no existe cultura sin mitos y estos son efectivamente similares y paradigmáticos en todas las culturas humanas tal y como demostrara abundantemente el mitólogo Joseph Campbell.


Antedicha similitud se explica de manera sencilla por universal, puesto que toda cultura humana sin excepción se ha visto inevitablemente expuesta a los destructivos efectos de la violencia mimética estructural y desestructurante, neutralizándola de manera análoga a través de expiaciones sangrientas de carácter sacrificial, primero de seres humanos, posteriormente de víctimas animales, aunque en realidad las primeras jamás permanecieron ausentes del esquema mimético.


La pregunta que nos haremos ahora prácticamente se desprende por sí misma: ¿Podemos equiparar los mitos profanos con los bíblicos? ... ¿Poseen idéntico génesis? ¿Comprenden similares elementos estructurantes? O, dicho de otro modo: ¿opera el mecanismo mimético y sus efectos devastadores en la Biblia de manera análoga a las sociedades profanas sin ser no obstante descubierto su diabólico mecanismo por el magisterio de Jesús? ...


La duda es ciertamente inquietante, aunque su respuesta es sin embargo sorprendentemente simple: No. En absoluto.

Jamás. De ninguna manera. La explicación es sin embargo bastante más compleja y en ella habremos de detenernos

y centrarnos durante algunos artículos que, de querer Dios, seguirán al que ahora contempla al amable lector. Antedicha respuesta de ninguna manera la ofrecemos nosotros, sino René Girard, obviamente. No se trata como ya hemos señalado anteriormente de un autor sencillo. A pesar de ser estilísticamente y en su reflexión un gran y en ocasiones excesivo purista, tanto formal como materialmente, su estudio sería absolutamente recomendable en cualquier Facultad teológica, filosófica y antropológica que se precie. Especialmente si su orientación es cristiana.


Dado el carácter totalizante de sus escritos, en la mayoría de las ocasiones seguiremos sus razonamientos de manera multibibliográfica, razón por la cual a partir de ahora el artículo presente se convierte en realidad en una suerte de resumen de contenidos tamizado no obstante por nuestra subjetividad, opinión y hermenéutica personal.


Retomemos nuestro razonamiento: equiparar los textos bíblicos con los mitos tradicionales formativos de las diferentes y grandes culturas universales constituye un ejercicio peligroso y falaz metodológicamente heredado y sistematizado, en gran parte, por mor de la buena voluntad del gran teólogo existencialista protestante Rudolf Karl Bultmann (1884 - 1976), quien consideraba que los relatos consignados en los evangelios poseían una sospechosa semejanza con otros mitos muy anteriores a la época neotestamentaria relacionados con la muerte y posterior resurrección de un personaje normalmente calificado como héroe.



De manera que el gran erudito alemán, firmemente enraizado en antedicha consideración y creencia, honesto hombre de Dios mas poseso por la infatigable e hiperbólica finalidad de “salvar” a la Biblia de su contenido mítico con la honorable finalidad de salvaguardar así su lugar privilegiado, concentró todo su genio en separar en ella la ganga de la mena, troceándola y desmitificando por doquier todo pasaje bíblico con tufo - a su juicio - mitológico.


En el fondo su esfuerzo, aunque sin duda tan honrado como sistemático y dotado tanto de brillantez como de originalidad, constituyó en realidad un muy flaco favor realizado contra el espíritu profundo del documento bíblico mismo. En efecto, pues, propongamos una pregunta que no resulta para Bultmann ociosa y que calificará de ejemplo mítico: ¿Se puede acaso desmitificar la Pascua sin desarticular, en consecuencia y al unisón, la razón profunda de ser y de existir del mismo cristianismo ...


Muchos años antes la providencia, siempre previsora a pesar de nuestras frecuentes y no precisamente por ello insanas o improcedentes dudas intelectuales, haría decir al Apóstol - entonces residiendo en Éfeso donde según Ac 20, 31 permaneciera durante tres años (54 - 57), lugar de redacción de su genial e irrepetible Primera Epístola a los Corintios - un aserto que responde directa y contundentemente a la trascendental pregunta que planteábamos (1 Cor 15, 17):


“Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”.



La actualidad del documento bíblico no puede ser aquí más manifiesta: No. La resurrección de Cristo no es ni desea tampoco ser, en el Nuevo Testamento, ni puede ser tampoco para nosotros sus seguidores, un mero constructo mítico teologumenal con el cual podamos especular ni mucho menos un hecho del cual podamos prescindir sin mediar necesariamente nefandas consecuencias.


Pablo, a través del tiempo, responde expresamente a Bultmann y con él a muchos de nosotros, como bien señalara Karl Rahner y Karl Barth en una de sus pocas coincidencias: asimilar los textos de la Biblia, sin más, a los mitos paganos es un craso error metodológico que conduce irremediablemente a conclusiones cuanto menos hiperbólicas y desnaturalizadas, pues los relatos bíblicos se consignan bajo el sólido convencimiento de poseer un firme y tajante carácter específicamente irreductible: la inspiración divina.


Algo más tarde será precisamente el mismo René Girard, coincidiendo con Barth y Rahner, quien calificará antedicha comparación de “craso y lamentable error histórico”, aunque un error, sin embargo, en realidad de muy fácil refutación, si bien - y esta es su específica novedad - no ya desde un punto de vista teológico, es decir abstracto, sino partiendo de premisas exclusivamente humanas, es decir concretas, antropológicas o - tal y como actualmente es más pertinente señalar - auxiliadas bajo los auspicios de las ciencias religiosas.


El fenómeno mimético es invariablemente siempre el mismo. Se trata de un mecanismo procesual contagioso colectivo en el cual la masa, cual jauría animal, en el pleno zenit provocado por la crisis mimética, se aúna hasta el paroxismo de la violencia contra una víctima, inocente o no, pero que la masa considera contingentemente y sin más culpable de sus infortunios, hasta que conduce irremediablemente a la misma hasta su “justificado” asesinato.


Antedicha violencia, que ya hemos calificado anteriormente de sacrificial y por lo tanto religiosa, centrando su ira en la persona que opera a manera de “chivo expiatorio” logrará también, igualmente mediante el influjo mimético de la masa, el apaciguamiento comunitario. Dicho de otro modo, la crisis mimética posee dos potestades operantes de manera sucesiva en un mismo proceso. Primero se produce el desatamiento de la violencia pues la mimesis contiene, más, es violencia pura. Segundo su reconducción, poseyendo de este modo también la mimesis la contención victimaria de la violencia misma que es.


No existe en realidad excesiva diferencia entre semejantes episodios, como se dijo característicos de la génesis de los mitos de las sociedades arcaicas, y multitud de pasajes bíblicos. Piénsese por ejemplo en los numerosos asesinatos de los profetas antiguos consignados en el documento bíblico, lugar donde las crisis violentas miméticas se reproducen vez tras vez tal y como se produjeran también en las sociedades arcaicas profanas antecitadas.


Ahora bien, nosotros nos centraremos no obstante preferentemente en el episodio de la Pasión de Cristo. Algo debe no obstante destacarse previamente pues de no ser considerado desvirtuaría no solamente nuestro discurso y nuestra metodología, sino también las conclusiones que a partir de ellos se derivan: no creemos que, bajo ningún concepto, en el caso paradigmático de la Pasión de Cristo, ni tampoco en el caso de las violencias míticas referidas, nos hallemos ante constructos episódicos producto de la imaginación literaria o de la irrealidad factual, sino absolutamente todo lo contrario. La realidad de los pasajes aludidos es por lo tanto en nuestro esquema incuestionable.


Por lo tanto, la muerte en cruz de Jesús no puede ser considerada el producto de una ficción literaria o la mera narratificación de un teologúmeno preconcebido ... No nos hallamos en consecuencia ante ningún relato mítico tendente a la elevación cúltica de un determinado personaje sea o no histórico. Se trata, muy al contrario, de un episodio sin lugar a duda real, de un suceso histórico de carácter indiscutible cuya producción obedece, al igual que sucede en el caso de los mitos, a los efectos perniciosos derivados a partir de las rivalidades provocadas por los ciclos violentos miméticos, ciclos que, a la sazón y como tendremos ocasión de comprobar en otro artículo pero que ahora solamente adelantamos, el mismo Jesús califica muy acertada y repetidamente de “escándalos”.


Ahora bien, si ciertamente el mecanismo victimario y la concentración de la violencia mimética es exactamente igual tanto en el caso de los mitos paganos como en el caso de la Pasión de Cristo, la gran y fundamental diferencia no radica específicamente en la realidad de la crucifixión, sino más bien en el hecho de que solamente en los evangelios - y nunca en los mitos - se describe y se desmonta, desnudándolo a ojos de sus lectores de todas las épocas, el ciclo mimético violento con profusa e innegable exactitud. Y para vislumbrarlo con meridiana claridad, quiere la providencia que su estructuración no sea teológica, es decir abstracta y compleja, sino como anteriormente señalábamos antropológica, es decir sencilla y observable, humana, evidente y comprensible a toda mente. Dicho en otras palabras: no es en la producción del ciclo mimético, ni siquiera en su desarrollo paroxístico ni en su ulterior resultado, sino en su captación y en su desenmascaramiento que los relatos bíblicos y evangélicos se diferencian de un modo profundo, radical y definitivo de los relatos míticos.


¿Por qué? ... Pues porque en los relatos míticos las víctimas de la violencia colectiva desatada son concebidas siempre por la jauría como culpables. Es de hecho simplemente intrascendente su verdadera o falsa inocencia. Esta ni se cuestiona, puesto que lo característico de la violencia mimética es el centramiento en el linchamiento de una víctima indeterminada pero acordada como tal por la masa como culpable. Precisamente por esta razón los mitos son, en puridad, simple y llanamente falsos, ilusorios y engañosos. Su naturaleza es radicalmente mentirosa.

Mientras que en los relatos bíblicos y en las perícopas evangélicas sucede justamente lo contrario: esas mismas víctimas que serán llevadas igualmente que las anteriores a la muerte, la jauría es sin embargo plenamente consciente de su inequívoca y definitiva inocencia. Es precisamente su inocencia lo que subleva el odio de la masa, pero a la par, y por esta misma razón, el mecanismo mimético victimario se auto contempla obstaculizado, desenmascarado e inoperante. De manera que los relatos bíblicos y las perícopas evangélicas son, al contrario de lo que sucede en el caso de los mitos, exactos, fiables, fidedignos y verídicos. Su naturaleza es radicalmente veraz.


Se trata de una diferencia trascendental en nuestro estudio, pues separa efectiva y eficazmente lo verdadero de lo falso, la verdad del error y la ilusión de la realidad. Mientras que el mito debe soportar, tras el acuerdo asesino, la muerte del “chivo expiatorio” a partir de una estructura inmisericorde y falsa con la finalidad meramente instrumental de conseguir el sofoco de la jauría mimética la cual la aceptará como catarsis asesina, los relatos bíblicos y evangélicos, muy al contrario, jamás procederán a la justificación de los verdugos bajo absolutamente ninguna circunstancia.

Por esta razón, precisamente, los relatos bíblicos y las perícopas evangélicas son una extraordinaria vacuna no tan solo para detectar, sino también para detener las crisis miméticas.


Los relatos míticos experimentan un proceso de desciframiento muy complejo donde a su espíritu arcano se aúnan elementos fantasiosos e inverosímiles tan misteriosos que provocan que su lectura sea cuando no imposible, extraordinariamente compleja. En parte, porque una vez consumado el crimen ritual provocado por la crisis mimética, la comunidad que lo ha llevado a cabo bajo los auspicios de la violencia fratricida, y ante la imposible justificación racional ni humana del crimen cometido, provoca voluntariamente su desfiguración, que el paso del tiempo se encargará de velar todavía más, si cabe, en virtud del efecto reconciliador que la mimesis realizara. De ahí que a la reconciliación posteceda normalmente la divinización de la víctima ahora percibida como responsable final o héroe mítico de la anhelada paz recuperada.


Esta es la razón profunda que explica el hecho por el cual la inmensa mayoría de los relatos míticos se presenten bajo formas más que complejas, indescifrables. Un problema mayúsculo, nos atreveríamos a calificar, en orden a su interpretación, radica también en el hecho de que la inmensa mayoría de los etnólogos y de los antropólogos, al ignorar y desconocer al mismo tiempo, por mor de su natural y pseudocientífico secular odio a la religión especialmente cristiana, la naturaleza interna de la violencia mimética, así como sus perniciosos mecanismos destructores, han caído tradicionalmente sin excepción en el error desfigurador provocado por la misma recayendo irremediablemente también en su falaz representación, la cual no se manifiesta más que voluntariamente oculta a través de un abanico ilusorio de elementos tan indescifrables como cautivadoramente falaces.


Sin embargo, sucede todo lo contrario en los textos bíblicos. ¿Por qué? Porque los hagiógrafos han sido inspirados percibiendo, denunciando y evitando permanentemente antedicha ilusión o engaño mimético. De hecho, Girard, en todos sus escritos, identifica este engaño ilusorio mimético con Satanás, así denominado en los evangelios sinópticos, o el Diablo, en el cuarto evangelio.


Es a esta figura que apuntan siempre los evangelistas cuando se refieren tanto al mimetismo violento como a sus efectos malignos. Esta es la razón por la cual los evangelios no operan como los mitos, es decir, invirtiendo permanentemente la verdad absolviendo a los verdugos y condenando sistemáticamente a las víctimas como sí hacen los mitos. El hecho de que los mitos sean esencialmente engañosos se debe a que su origen, lejos de ser verdadero como en los evangelios:


A diferencia de lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús tras la Resurrección, nada ni nadie acude en su ayuda para iluminarlos” (Girard, 2002: 17)


Razón por la cual la violencia mimética se agazapa permanentemente en el mito encubriéndolo y poseyéndolo sin pretender jamás abandonarlo, puesto que nada ni nadie - ni mucho menos los etnógrafos, profetas ciegos que también permanecen en la penumbra mimética - sea capaz de desentrañarla. Este imposible desenmarañamiento de la compleja madeja de la violencia mimética se debe en gran parte al absoluto rechazo moderno de la figura de Satanás o Diablo, en otros lugares denominado con razón, aquí lo vemos, padre del engaño o padre de la mentira.


Nótese que Girard en el fondo “moderniza” - si es que la expresión es pertinente - el concepto de Diablo o Satanás sin posicionarse por ello nunca en contra de la esencia profunda que adquiere el mismo en el texto bíblico. En efecto, puesto que en antedicho texto jamás la figura del Diablo o Satanás es considerada poseyendo un ser en sentido estricto, nos referimos aquí a un ser humano o a una inhabitación de un ser celestial “in-carne”, a diferencia radical de Jesús, el Cristo, quien sí lo es “ad titulum plenum” como el Nuevo Testamento enseña y no cesa de proclamar.


Satanás, el Diablo, bíblicamente, es un ángel caído, lo que acentúa su carácter y naturaleza espiritual, no corporal, circunstancia que elimina en consecuencia de cuajo su fisicidad, insistimos, a las antípodas de Jesús quien a pesar de ser un enviado (esto es precisamente lo que vierte la palabra griega para ángel) es también, y plenamente, un ser humano exactamente igual que nosotros en humanidad.


Es así como el Diablo, Satanás, o lo que es lo mismo, la violencia mimética, se convierte de manera radical en el gran engañador y seductor por excelencia, en el príncipe de este mundo, al cual sojuzga sibilinamente mentirosamente humanizado desde lo más recóndito de la naturaleza misma del ser humano hasta el punto de confundirse con ella misma. No es en consecuencia de extrañar que las culturas, a través de muy complejos procesos de desarrollo y asimilación, hayan integrado el mimetismo destructivo en lo más profundo de su alma/inteligencia/psicología, expulsando así de la misma las siempre benéficas insinuaciones salutarias del Espíritu Santo Dios.



Podría efectivamente reprocharse aquí a René Girard por qué motivos no asimila o cuanto menos se abstiene de trazar el a nuestro juicio evidente abanico de similitudes entre las figuras de Satanás - el Diablo, la violencia mimética interna a todo ser humano y el pecado original, pues de haberlo hecho, su aproximación antropo psicológica sería todavía más sencilla - por universal - y radical, no estorbando en absoluto ni tampoco contradiciendo su concepto de violencia estructural mimética. Quede en todo caso como pista de estudio a desarrollar por persona interesada.


Sea como fuere, únicamente los relatos bíblicos y - especialmente - el relato de la Pasión de Cristo, nos dotan de los elementos más que necesarios imprescindibles para desentrañar la falsa ilusión mimética y sus efectos aniquiladores. Y esto es así porque los hagiógrafos ya se han enfrentado frecuentemente a la misma, habiéndola mediante la gracia divina superado.


Fijémonos que en los relatos del Antiguo Testamento, así como también en los de la Pasión de Jesús, se realizan descripciones extraordinariamente similares, en lo esencial, en orden a los movimientos de masas violentas, que también describen con minuciosidad los mitos. Estas masas, secuestradas y posesas por la violencia mimética, aparecen tanto en unos como en los otros con actitud desbocada, siniestra y asesina, buscando concentrar su violencia en una víctima propiciatoria. Esto es algo indiscutible.


Sin embargo, mientras que en los mitos la seducción de la mimesis logrará siempre e indefectiblemente engañar a los asesinos, los autores de los relatos bíblicos, aunque en un principio parecieran ciertamente enturbiados por los nocivos efectos de la poderosa violencia de la mimesis, a pesar de ello, terminan por desenmascararla destacando en cualquiera de sus casos la INOCENCIA de la víctima inmolada.


Nótese en consecuencia como el relato bíblico opera de este modo a manera de vacuna contra la mimesis, pues mientras los mitos no hacen sino que ocultar e invertir sistemáticamente la verdad (es decir, justificar la condena injustificable de la víctima inocente haciéndola pasar por culpable y por tanto merecedora del castigo absolviendo de este modo a la jauría de verdugos perseguidores posesos por la violencia mimética), los relatos bíblicos, al determinar SIEMPRE la inocencia de la víctima y la culpabilidad de la masa, iluminan descubren y revelan sin ambages y en la plenitud de todo su horror antedicha violencia, así como el resultado execrable de sus efectos. O, dicho todavía en otras palabras: al delatar valerosamente el mimetismo desde la verdadera religiosidad, le niega en consecuencia a la violencia mítico mimética absolutamente toda su pretendida potestad religiosa positiva, imposibilitando en consecuencia la elevación del asesinato producido a la categoría de sacrificio sagrado agradable a nadie:


Mientras que la divinidad de los héroes míticos resulta de la ocultación violenta de la violencia, la atribuida a Cristo hunde sus raíces en el poder revelador de sus palabras y, sobre todo, de su muerte libremente aceptada y que pone de manifiesto no sólo su INOCENCIA sino la de todos los chivos expiatorios sacrificados en la historia de la humanidad” (Girard, 2002: 18).


Es muy importante destacar que René Girard, en su explicación, llevada a cabo poco tiempo antes de su deceso, contrariamente al que fuera su tradicional estilo grandilocuente, erudito y hasta pomposo, no se centra ahora en ningún argumento filosófico complejo, de hecho, ni siquiera simple, ni tampoco en ningún análisis teológico religioso sofisticado, sino sencillamente antropológico, aunque evidentemente su análisis desemboque y tenga importantes consecuencias religiosas. Esta defensa antropológica y sencilla del cristianismo - que casi nos atrevemos a calificar de inspirada por la providencia - no tiene en consecuencia nada que ver con la teología ni con la especulación, sino que desde un punto meramente humano es capaz de describir, y lo que todavía es mucho más importante, desenmascarar, del modo más simple y eficaz el diabólico y satánico funcionamiento de la violencia mimética y el

hecho, no menos importante, de que la Cruz de Cristo es también capaz de desmitificar cualquier tipo de mitología violenta arrojando una luz definitiva sobre la no precisamente benéfica y natural condición humana.


Ahora, para no fatigar ya más al amable lector, dejaremos para otro momento las características numinosas, luminosas, sagradas, que el saber bíblico sobre la violencia acerca del deseo nos ofrece.


“Decir así o asá es expresarse

decirlo bien es expresar lo bueno

decirlo mal es expresar lo malo.

Decir lo bueno para bendecirlo

decir lo malo para mal-decirlo

decir el bien y el mal para entenderlos.

Decir lo bueno para así asirlo

decir lo malo para resistirlo

decir el bien y el mal para saberlos”.



(Andrés Ortiz-Osés)



Per Semper vivit in Christo Iesu

Miquel - Àngel Tarín i Arisó


 






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