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Mérito y castigo en el antiguo pacto, Job (tercera parte). Por Miquel – Àngel Tarín i Arisó


 




 

“Quien sabe de dolor todo lo sabe”

Dante Alighieri. 

 

“Toda ciencia viene del dolor. El dolor busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y a no volver la mirada atrás”.

Stefan Zweig.

 

 

 

            En nuestras reflexiones acerca del “mérito y el castigo en el antiguo pacto. Especial mención de Job” (“Escritorio Anglicano”, 21 de febrero de 2024; 9 de abril de 2024) destacábamos un hecho fundamental en orden al estudio de la escatología israelítica: la esperanza siempre había hallado carta de ciudadanía y lugar fundamental y fundante en el devenir del pueblo de Israel. Trátese de la época que se trate, no podemos desgajar al pueblo israelítico[1] de la esperanza en su Dios.

            En un primer estadio escatológico el escenario retributivo es para el hebreo la vida terrenal. El ser humano, de ser justo ante los ojos de Yahvé, recibía en su contexto vital toda suerte de bendiciones, basadas fundamentalmente en la abundancia material, en la buena reputación, en la fertilidad y en la salud. Los que de tales bendiciones gozaban podían considerarse a justo título ante la comunidad, ante ellos mismos y ante Dios, como personas buenas, realizadas y plenas. Seres humanos felices y completos que habían logrado saber vivir obedeciendo la voluntad de Dios.  La vida humana es en consecuencia el bien supremo, el lugar “ad hoc” y exclusivo en el cual el hombre debe gozarse y hallar contentamiento. Lo que interesa, por lo tanto, es el aquí terrenal, puesto que no se cree todavía, más que muy embrionariamente, en la visión beatífica del más allá celestial. Los cielos son lugares excelsos y la morada exclusiva de lo divino. Son tan misteriosos, distantes y santos que no tienen en ellos lugar, ni por asomo, los seres humanos.


            Esta consideración anterior merece una pequeña explicación adicional porque, así dicha, y de no ser bien comprendida, podría poner en tela de juicio el carácter de Yahvé como Dios personal. En efecto, ciertos lugares, especialmente los cielos, siendo la exclusiva morada de Dios, producen en el hebreo antiguo, así como en los obedientes a las religiones primeras, una sensación de profundo respeto rayano en el temor. De ahí que el gran fenomenólogo de las religiones Rudolf Otto, utilizara, para el caso que nos ocupa, la expresión “Mysterium tremendum et fascinans”, recurrida también por otros eruditos como por ejemplo Mircea Eliade [Véase en este sentido: Rudolf Otto, (2005) Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid (Humanidades. Religión y mitología): Alianza; Mircea Eliade, (1981) Lo sagrado y lo profano, 4ª ed., Guadarrama:  Punto Omega].


[Rudolf Otto]

            De manera que fuentes, lugares montañosos elevados, parajes donde se habían producido actos de adoración singularmente recordados y los objetos a ellos adyacentes, lugares geodésicos determinados ... provocaban en los adeptos a las antiguas religiones un respeto extraordinario que conllevaba la contemplación de tales lugares siempre con una admiración entremezclada entre el terror y la veneración. Pero esto no excluye, de ninguna de las maneras, que los antiguos israelitas no considerasen a su Dios de manera personal, es decir, un Ser al cual se le podía y debía orar siempre con gran respeto, cierto, pero también dirigiéndose al mismo con amor, abertura de corazón y con una confianza absoluta en su misericordia y providencia. Esto no debe jamás ser obliterado. Desde esta perspectiva, no es en vano ni casual, que el santo Padre Juan Pablo II en su Catequesis (11/12/1985) 4-5, recordara los dos componentes de la santidad de Dios (en hebreo ‘qadosh’, en griego ‘hagíos’): el “fascinosum” y el “tremendum”; lo “fascinante” (o sea, lo sumamente atractivo, lo que atrae irresistiblemente) y lo “tremendo o terrible” que suscita la santidad (que aleja, separa e indica la inaccesibilidad). De manera que, vistas así las cosas, no estamos ahora tan lejos conceptualmente de Dios de lo que lo estaban los antiguos hebreos ... ni probablemente ninguna cultura humana que nos antecede.

            Veamos tres ejemplos que nos ayudaran a comprender lo anteriormente señalado. Todos ellos poseen idéntico protagonista: el patriarca Jacob/Israel.

 

            1.- En el primero de ellos Jacob (“el suplantador”), hijo del gran Patriarca Isaac y de una de sus mujeres, Rebeca, tras una veintena de años de estadio en Padán-Aram huyendo de su mellizo tras arrebatarle mediante fraude su primogenitura, luchó durante toda una noche con un “varón” misterioso a quien el mismo Jacob identificó con Dios y quien cambiará su nombre por el de “Israel” (“muéstrese Dios fuerte”, popularmente: “fuerte ha sido él contra Dios”) y de quien posteriormente recibirá bendición (Gn 32,22-30). Al lugar de la teofanía Jacob/Israel lo denominará “Penuel” que significa “faz de Dios”. Este lugar, así como otros tantos en la Biblia, sería por los hebreos siempre tenido en memoria. Aunque el texto bíblico no lo señala explícitamente, la costumbre orienta hacia la construcción de un altar conmemorativo que registrará para siempre en la memoria del pueblo la epifanía del gran patriarca.

 

            2.- Otro ejemplo de un actuar similar lo hallamos en Gn 33, 18-20, donde el mismo protagonista Jacob/Israel después de haberse reconciliado con su temido hermano mayor, Esaú, adquirirá a los hijos de Jamor, padre de Siquén, la parcela donde había acampado. Allí mismo erigiría un altar que denominará “El”, en honor al Dios de Israel.




 

            3.- Un tercer ejemplo, con idéntico protagonista, se consigna en Gn 28, 11-19. Se trata del famoso episodio conocido como la Escalera de Jacob, que se enseña en las escuelas rabínicas bajo el apelativo de la “Sullam” (“escalera”). Jacob marcha de Berseba en dirección a Jarán. Durante el trayecto se detiene a dormir tomando una piedra del lugar como cabecera. Dormido, experimenta un sueño en el que contempla una escalera que se apoya en la tierra y que desde ella llega hasta el cielo. Al final de la escalera observa al mismo Yahvé - y a muchos ángeles que transitan por ella – quien le promete que le dará la tierra sobre la cual Jacob duerme. Debe interpretarse, obviamente, que no que le ofrece solamente la parcela donde recuesta su cuerpo físico Jacob durante su sueño, sino ella y además toda la tierra de Canaán. El versículo 17 señala: “Y, asustado, pensó: «¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!» Jacob tomó la piedra usada como cabecera y la destacó a manera de estela de adoración tras haberla untado con aceite, es decir, haberla ungido. Dicha estela, al materializar el lugar de la presencia divina, pasará a convertirse en una “Bêt-’El”, es decir, literalmente, una «casa de Dios». Betel se convierte de este modo de un lugar como otro cualquiera en un lugar destacadamente sagrado donde el “mysterium tremendum et fascinans” al que anteriormente aludíamos se materializa.

           

            En ninguno de los tres ejemplo que proponemos se contempla sin embargo agredido, ni tan siquiera puesto en tela de juicio el carácter personal de Dios.

 

         Retomando de nuevo la escatología hebrea primera, una vida longeva y plácida es la muestra inequívoca de una vida bondadosa acorde a la ley de Dios. La vida aquí, en la tierra, es el regalo más importante que Dios puede ofrecer al ser humano pues, si algo puede caracterizar a Yahvé, es precisamente su inagotable dinamismo vital, su capacidad de ser fuente de toda vida y su deseo de comunicarla a su pueblo elegido.

            ¿Qué percepción tiene el hebreo de la muerte? Autores como Joseph Aloisius Ratzinger, en su destacado tratado acerca de la escatología, escrita en su época de profesor en Tubinga, señalan con certera intuición que la muerte evidencia una verdadera “excomunión” entre Dios y los seres humanos. Es decir, el rompimiento de la relación adorativa entre el uno y los otros. Nótese de hecho que la palabra “excomunión” procede de la palabra latina “communio”, que significa participación en lo común, antecedida del prefijo “ex”, que señala que algo que era, ha dejado de serlo. En consecuencia, los muertos abandonan lo comunidad de los vivos para, dejando de serlo, abrazar su ex - comunión mortal, ahora ya no de características adorativas, sino, muy al contrario, caracterizada por la incomunicación y constituida exclusivamente por los difuntos mismos.  


            ¿Cómo debe ser percibida entonces dicha excomunicación? La primera nota que debemos retener es que, si Dios es Vida, nada hay más fuerte que Dios, razón por la cual nada puede ser más fuerte que ella. Traducido a lenguaje escatológico para el hebreo esto significa que, incluso tras la muerte – recordemos que ahora ya está relacionada con el mal y con el pecado – el ser humano continúa existiendo. La premisa es de una lógica teológica primaria y aplastante: si la muerte poseyese la capacidad de destruir absolutamente la vida procedente de Dios y sumiera al difunto en la inexistencia, sería más poderosa que Dios mismo porque sería capaz de desintegrar el lazo místico con el cual Dios llamara al hombre a la existencia. En consecuencia, el difunto “sobrevive” a la muerte, dado que su existencia no es aniquilada. Ahora bien, esta existencia se caracterizará ahora por pertenecer a un orden muy diferente al que poseía el ser humano durante su vida terrenal. Efectivamente, dicho orden pertenece a lo umbrátil, a lo sombrío, a lo silencioso, a lo fantasmal. Los “refayim” o muertos, no pierden ciertamente según el esquema bíblico jamás su existencia, sin embargo, la existencia que el difunto conserva se convierte en prácticamente nula. El hecho de no poder adorar más a Dios al experimentar la muerte convierte al muerto en un ser desmayado, sin aliento, sin vitalidad, una especie de sombra, un ser en definitiva adormecido sin capacidad de realizar ningún tipo de autodeterminación, carente de personalidad y de existencia plena. Tal es el resultado de antedicha excomunión. De ahí que el mismo Job (7, 21) señale en su desesperación:

 

“¿Y por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré”

  

            A pesar de todo, y esto hay que destacarlo para descartar con contundencia la pretendida desaparición existencial absoluta del muerto  - como sostienen todavía hoy cierta sectas provenientes de la gran decepción Millerita producida a mediados del siglo XIX en  Norteamérica que postulan un pretendido “Sueño del Alma” o todavía “Sueño del alma en el altar”- que el documento bíblico nunca ha afirmado tal cosa, puesto que el difunto nunca ha sido considerado en antedicho documento un ser absolutamente desgajado de la existencia, ni ha conocido tampoco su completa  aniquilación. Se convierte el difunto para el hebreo en una especie de “tertium quid”, si bien es cierto que su existencia se reduce umbrátilmente en las tristes y sombrías condiciones que anteriormente hemos destacado.

            El libro de Qohélet (9, 5. 6. 10) plasma de manera destacada el estado de impotencia que caracteriza ahora a los “refayim”:

 

“Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. Tanto su amor, como su odio, como sus celos, ha tiempo que pereció, y no tomarán parte nunca jamás en todo lo que pasa bajo el sol (...) Cualquier cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra ni razones ni ciencia ni sabiduría en el seol a donde te encaminas”

 

            Ahora bien, los muertos, ¿Dónde van, dónde están? Ya lo hemos señalado: los difuntos no desaparecen absolutamente. No dejan de existir, sino que se dirigen todos y sin excepción hacia idéntico lugar: el “Seol”. No hay ningún otro lugar al que los muertos vayan. El sitio es también frecuentemente denominado como “lugar de las sombras”, “abismo” o “sima abismal”, precisamente porque lo profundo de la tierra es el lugar más alejado del cielo, donde Dios vive. En una psique tan gráfica como la hebrea las mentadas imágenes son eficaces y ejemplarmente ilustrativas. Atención: este lugar, recordemos el “Seol”, no hay que confundirlo bajo ningún concepto con un lugar de retribución como posteriormente será el infierno. El “Seol” es simple y llanamente el lugar de los muertos. Ni más, ni menos. El sitio que espera a todo ser humano viviente y del que nadie librarse puede. No podemos de ninguna manera, en consecuencia, establecer paralelismo teológico alguno entre el “Seol” y el infierno, razón por la cual al “Seol” los “refayim” no descienden para experimentar ningún tipo de sufrimiento puesto que no se trata de ningún lugar de castigo. Hemos de tener siempre muy presente en consecuencia que el “Seol” no dice relación alguna con ningún tipo de retribución.

            Repitámoslo una vez más: la retribución, en este estadio primero de la escatología de Israel, se recibe siempre durante esta vida. No cuando ella finaliza. Se trate del ser humano más virtuoso o se trate del criminal más abyecto, ambos terminarán en idéntico lugar: el “Seol”, el lugar hacia el cual todo hombre tarde o temprano se encamina (Nm 16, 30; Ez 31, 17; Am 9, 2), el destino final e idéntico para todos los vivientes. No en vano el ser humano del polvo surgió y en polvo habrá de convertirse. 

 

 

Qohélet 3,20:

 

“Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo”

 

Salmo 89, 49:

 

“¿Qué hombre podrá vivir sin ver la muerte, quién librará su alma de la garra del seol?”

 

            Si en algunos textos veterotestamentarios el “seol” es descrito como un “lugar de extravío” o de “perdición” es precisamente por el hecho de pretender destacar, como hemos señalado anteriormente, que en la fosa el muerto en su sombra permanece perdido y extraviado, porque a tales circunstancias conlleva la imposibilidad de adorar a Dios. Nada tiene que ver esta tan primitiva concepción escatológica que hemos venido describiendo con la característica de la época neotestamentaria propiamente dicha, durante la cual los eruditos judíos: 

               

“Distinguían dos partes en el Sheol: una, reservada a los impíos, atormentados desde el momento de su partida de este mundo; la otra, destinada a los bienaventurados, y llamada paraíso o seno de Abraham” 

 

[Alfonso Ropero, “Sheol”, Gran diccionario enciclopédico de la Biblia, Edición digital, Barcelona: Clie, 2013].

 

 

            Especial mención al libro de Job

 

            El libro de Job fue introducido en el canon de la Biblia judía en la sección de los denominados libros sapienciales, una sección integrada a la sazón por el mismo Job, Proverbios, Qohélet, Sirácida, y Sabiduría. No obstante, es menester destacar que también existen salmos sapienciales o incluso profetas, como Amós, Oseas e Isaías, que nos transmiten sendas tradiciones sapienciales. De hecho, la característica sapiencial permea prácticamente todo el Antiguo Testamento y, más allá de él, se extiende igualmente hacia toda la tradición literaria del oriente antiguo. Probablemente el lugar que viera nacer el género literario sapiencial fuera Mesopotamia, seguido muy de cerca por Egipto, aunque muchos autores señalan que en realidad se trata de un fenómeno paralelo acaecido a la par en antedichas civilizaciones. Nosotros participamos de esta última posición.

            En consecuencia, es importante destacar que no nos encontramos ante libros proféticos, ni tampoco delante de textos que deseen transmitirnos ciertas historias, fácticas o no, relacionadas con el pueblo de Israel, sino con un tipo de literatura que pretende más bien mostrarnos una sabiduría o enseñanza práctica a través de la cual el lector logre nutrir su espiritualidad enriqueciendo así su fe y su vida.

            Pero Job, que significa «odiado, perseguido», también «aullador» citado por vez primera en Ezequiel 14, 14; 16, 20 como el personaje prototípico de la santidad, al lado de Noé y Daniel, representa en realidad mucho más que un libro sapiencial ... Se trata sin duda del ejemplo más preclaro de teología de drama en el contexto de la literatura universal. Esta característica lo singulariza y lo destaca de entre todos los libros que conocemos hoy con el nombre de Antiguo Testamento. Estamos, probablemente, ante el texto de más calado intelectual y reflexión del TANAJ.

            Acerca de la historicidad del protagonista que da nombre al libro, Job, varón de Uz, cercano a Edom, es del todo imposible pronunciarse con ningún tipo de seguridad. El autor (es) del texto que nos ocupa alude a la época patriarcal e ignora todavía la existencia del pueblo de Israel, presentando a Job como una persona sedentarizada, poseyendo no ya muchas riquezas, sino siendo “el hombre más rico entre los hombres de Oriente[2] (Jb 1,3), viviendo entre la ciudad y el desierto, es decir en tierra fértil, un hombre justo, se presupone que el más justo de entre todos los seres humanos existentes, el cual, aunque extranjero por no hebreo, es absolutamente fiel y obediente a Dios, quien lo admira y lo destaca precisamente por su fidelidad y bonhomía.

            Constituye el anterior el primer gran giro copernicano presentado por nuestro libro. Notemos que no conocemos la ubicación de “Uz” o “Us”. Esta circunstancia, pasada por alto normalmente al lector actual del texto, constituye en realidad una verdadera bomba de profundidad contra el lector hebreo. En efecto, el autor (es) de Job desea (n) hacer hincapié especial en el hecho de que se trata de un extranjero, por lo tanto en nada relacionado con los hebreos ni con sus costumbres, lo que no conlleva, sino que al contrario potencia, la orientación universalista de Dios. Se trata de una nota trascendental pues con ella se revela el carácter innovador del libro mismo pues más que insinuar afirma que Yahvé no es un Dios nacional que depare o que reserve su actuación única o más intensamente hacia un determinado y exclusivo pueblo, por aquel entonces una creencia común, sino hacia todos los seres humanos que se relacionen con él, independientemente de su procedencia, la cual, no impide a Job – es decir a los habitantes del mundo – poder adorarlo a título pleno. Desde esta perspectiva, y también desde muchas otras, la experiencia de Job es por tanto la experiencia de la humanidad.  

            La segunda “bomba de profundidad” que el texto contiene dice relación con el sacerdocio: Job ejerce una intermediación de carácter particular acepta ante los ojos de Dios e independiente del sacerdocio levítico o aarónico propio de los judaítas. Sus preces se orientan hacia la intercesión por sus hijos, pero el texto no implica ni impide que puedan ir más allá.




            Es después de estas dos innovadoras, impactantes y “dolorosas” revelaciones, sucedidas en la tierra, cuando surge en el cielo el primero de los muchos paralelismos que el autor propone entre ambos[3]. En efecto, pues ahora que conocemos la situación de san Job en la tierra, la acción habrá de trasladarse directamente hacia el cielo mediante la aparición de un ángel denominado “el Satán” (así literalmente escrito, es decir, con artículo determinado) o el acusador, a quien hallamos saludándose y conversando con Dios de manera natural y sin tapujos en el texto. En realidad, se trata de una figura importada por los israelitas desde los textos teológicos y la cultura ancestral persa a la que probablemente en el futuro dediquemos una atención más destacada. Este curiosos personaje ejercerá a la suerte de un fiscal contra Job. Esto es importante para el ulterior y terrible suceder de los acontecimientos que el libro de Job irá destacando. Nótese que una acepción de la palabra fiscal es “averiguador”, es decir, aquel que inquiere sobre la verdad de los hechos.

            Ahora bien, se impone la prudencia: “el Satán” no es necesariamente un ser maligno. Existe sobre el particular una creencia tan generalizada como errónea acerca de la perniciosidad de su figura que no responde a la literalidad del texto que nos ocupa, creencia a la sazón que no hace más que impostar sobre el personaje categorías anacrónicas y en mucho posteriores que pretenden inopinadamente identificarlo con el diablo que nos presenta el Nuevo Testamento.  “El Satán” es un ángel, ciertamente, un mensajero para Job de infortunios, de ello no queda duda, un personaje sutil, misterioso y artero, un intelectual brillante y un acusador sagaz, quien acude a la asamblea de seres celestiales convocada por Dios (otra creencia persa que también nos ocupará en el futuro) y que parece dudar de la bondad esencial, pura y desinteresada, del ser humano, aunque es cierto que su desconfianza parece en algún momento incluir al mismo Dios pues, de manera no expresa sino tácita, “el Satán” en su apuesta con Dios está tentando a Dios mismo a través de lo más destacado de su creación: el hombre. A pesar de ello, “el Satán” no es un ser infernal ni una criatura maligna, de manera que el tenor del texto no autoriza a identificar a este extraño ser como un enemigo declarado de Dios, sino más bien siendo un ente angelical presentado a manera de constructo teológico que tras una breve conversación con Dios apostará con este – averiguará, si se quiere - acerca de las razones más íntimas  del comportamiento de Job, y al que Dios mismo permitirá que accione sin ambages contra todo lo que este posee, léanse tanto sus riquezas materiales como también las mismas vidas de sus hijos e hijas, y hasta contra su propia salud, la cual será exprimida de una manera escandalosamente cruel, resguardándolo únicamente de la muerte.

            Ciertas características filológicas y teológicas profundas, las cuales, por su extensión y dificultad inherente no podemos ahora destacar, conducen hacia el convencimiento de aseverar que la datación más segura de nuestro texto diste en realidad en mucho de la época patriarcal que pretendidamente describe, hundiendo con seguridad sus raíces durante el período en el cual los judaítas conocieron los rigores del exilio babilónico iniciado bajo el rey Nabucodonosor II y deshecho posteriormente bajo el monarca aqueménida Darío, aunque ya gestado durante el período del “Gran Rey” persa Ciro II.

            El reino de Israel o del Norte, ciertamente mucho más poderoso que su hermano sureño, fue no obstante siempre una potencia menor comparada con el poder que conocieron los grandes imperios antiguos que lo circundaron. Sometido desde hacía mucho tiempo a un severo tributo exigido por parte del imperio neoasirio, el rey vasallo israelita Oseas cometió la temeridad de suspenderlo probablemente envalentonado por la muerte del emperador Tiglatpileser en el año 722 a.C. Tras un muy breve período de inestabilidad asiria, el nuevo emperador, Salmanasar V, no perdonó a Oseas, ni mucho menos el hecho de que Israel pactara con Egipto una alianza anti asiria en el año 724 a.C., de manera que Salmanasar se volvió contra Israel al verse traicionado (2 Re 17, 4 ss). El reino del Norte cayó en el año 722-721 a.C., algo después de la muerte de Salmanasar V reinando ya Sargón II. Después de esto, lo poco que quedaba del estado semi libre de Israel fue completamente destruido, especialmente su capital, Samaria, convirtiéndose a partir de entonces en una simple provincia asiria ahora denominada: “sa-me-ri-na-a-a”. Los nobles israelitas fueron deportados (2 Re 17,6 ss.) a Mesopotamia y a Media, provocando esta circunstancia la dilución de sus costumbres y de su religión (es) para siempre entre la numerosa población autóctona. Es cierto que el Antiguo Testamento atribuye no obstante la victoria a Salmanasar, a quien identifica con Asiria: “vara y báculo de mi furor, en su mano he puesto mi ira (Is 10,5).

            Las diez tribus que componían el reino del Norte desaparecieron y jamás volvieron a constituirse como tal. El libro de 2 Re consigna dicha conquista y el profeta Oseas, quien advirtiera contra ella, también.

            La historia del reino del sur fue mucho más convulsa, compleja e históricamente cambiante. Judá era un reino mucho menos poderoso y pequeño que su hermano mayor norteño. En realidad, históricamente nunca constituyeron un mismo reino como el documento bíblico sugiere. El capítulo 14 de 2 Re, en sus versículos 3 ss, es muy revelador en este sentido de ser leído con atención. Consigna que el rey Amasías de Judá, quien reinara durante 29 años, hijo de Joás, “hizo lo recto ante los ojos de Jehová”, como antaño hubiera hecho su padre. Sin embargo, en el verso 4 se le recrimina que no destruyese los “lugares altos” y que el pueblo, con la anuencia y participación real, “sacrificaba y quemaba incienso en los lugares altos”. Antedichos lugares dicen relación con actos adorativos de naturaleza politeísta idolátrica. Esto quiere decir que Amasías de Judá no solamente permitía estas acciones, sino que él mismo y la corte las practicaban. El verso 7 añade además que mató a los asesinos de su padre y además ni más ni menos que a diez mil edomitas. La contradicción salta a la vista: si hubiera hecho “lo recto ante los ojos de Jehová” evidentemente no habría participado ni permitido la adoración politeísta popular en los “lugares altos” que el texto enfatiza y además por partida doble. Tampoco hubiera pasado por alto la estigmatización física de diez mil hombres edomitas. Como muy acertadamente explica el asiriólogo y profesor de la Universidad de New York, Daniel Edward Fleming (“The Legacy of Israel in Judeh’s Bible: History, Politics and the Reinscribing of Tradition”, Cambridge: Cambridge University Press, 2012), la Biblia que nosotros manejamos actualmente no es un producto literario neutro, sino que obedece a los intereses teológicos y políticos del reino de Judá en detrimento del reino mucho más poderoso pero también mucho tiempo antes desaparecido de Israel. El hecho de que el reino de Samaria desapareciese antes provocó la huida masiva de israelitas hacia Judá, entre ellos muchos intelectuales, especialmente benjaminitas, portadores de una tradición teológica muy rica, mayoritariamente oral y minoritariamente escrita, que los grandes preceptores religiosos judaítas se encargaron de reelaborar siempre a favor de sus intereses. Pero la realidad fue muy diferente, como se deduce a partir del verso 11 ss de 2 Re 14 (véase también 2 Cro 25. 1-28). Israel fue un reino mucho más poderoso que Judá. Amasías, envalentonado por sus victorias ante los asesinos de su padre y ante Edom, recordemos que el texto señala que pasó por la espada a diez mil edomitas, retó a Joás, rey de Israel, quien en principio no quería luchar, pero que finalmente aceptó la contienda enfrentándose a Amasías en Bet-semes, territorio judaíta. El conflicto militar se dirimió fácilmente a favor de Israel, sufriendo Judá una derrota inapelable y humillante que incluyó la destrucción de las murallas de Jerusalén, la captura del tesoro del templo junto con todo su utillaje así como su profanación, el saco de los tesoros del palacio real y la toma como rehenes de los príncipes reales. Los norteños israelitas regresaron a Samaria no solamente enriquecidos, sino también – esto lo silencia el texto bíblico – tolerando que Amasías continuase en el trono, pero solamente como rey vasallo de Israel, al cual sometió al pago de un cuantioso tributo. Muy posiblemente otros episodios con resultado final similar se habrían producido anterior y posteriormente a la historia narrada por el texto bíblico que hemos venido señalando.

            No obstante, tras la catástrofe de la conquista asiria experimentada por el reino de Samaria, Judá permaneció intacta, constituida únicamente por parte de la tribu norteña de Benjamín huida de la quema asiria y la propia tribu autóctona de Judá. Pudo sobrevivir a los asirios a duras penas ... gracias a la ratificación de la alianza con el imperio neoasirio realizada tras la caída de Samaria, circunstancia que conllevaba evidentemente el pago de importantes y muy gravosos tributos. Sin embargo, cuando el imperio asirio dio signos de decadencia, Judá logró jugar bien sus cartas recuperando así su independencia sin que antedicho imperio pudiera evitarlo al estar amenazado por otras empresas militares inexcusables y de mucho mayor calado que finalmente comportarían su extinción. De esta manera, el reino de Judá conoció la prosperidad y la independencia durante un cierto tiempo gracias, especialmente, al reinado de Josías (640 - 609 a.C.,) un rey bueno que comenzó a reinar a la edad de tan solo ocho años tras el asesinato de su padre, Amón, y que impulsaría una importante reforma religiosa anti asiria politeísta de carácter estrictamente monoteísta entre su pueblo. Antedicha reforma obedecería al hallazgo casual del “Libro de la Ley” en el contexto de unas obras realizadas en el Templo de Jerusalén. Este libro fue presentado inmediatamente al rey tras ser hallado por parte del Sumo Sacerdote (2 Re 22,3; 23,3). El “Libro de la Ley” es sin duda el código legal deuteronómico, el cual se redactará definitivamente en realidad muchos años más tarde.

            Lamentablemente para su pueblo, el buen rey Josías falleció en Meguido en al año 609 a.C., durante el transcurso de una batalla que le resultara fatal contra el faraón Nekao II por el control de la zona de la Siria-Palestina. 2 Re 22. 23 y 2 Cr 34. 35 narran tanto su reforma como su muerte.     Tras la desaparición del rey Josías, Judea se convirtió administrativamente en una provincia dependiente de Egipto. Sin embargo, pronto aparecería otra potencia militar mucho más poderosa en el tablero estratégico geopolítico internacional que implicaría a Judá. Se trataba del imperio neobabilónico comandado por Nabucodonosor II (604-562 a.C.). Este gran rey, cuyo poder era tan inmenso como incuestionable, desarticuló definitivamente al imperio asirio sometiéndolo a tributo y derrotando posteriormente también contundentemente a los egipcios. Se trató sin duda de una proeza militar hasta el momento sin precedentes. El episodio es relatado por Jr. 46. Seguramente la batalla final se produjera en Carquemis, entre Mesopotamia y el norte de Siria, frontera de hecho entre los contendientes. Como consecuencia de su triunfo, fallecido ya su padre Nabopolasar, quien lo asociara al poder real, Nabucodonosor II anexionó a su imperio toda la región del Levante asiático incluyendo obviamente el pequeño reino de Judá así como el ya devastado reino del norte. Esto sucedía en el año cuarto del rey Yoyaquim de Judá (604 a.C.), hijo de Josías. En realidad fue un rey catastrófico y tiránico (2 Re 24,4; Jr 22-13-19) del todo indigno de su padre. Yoyaquim murió para dejar el reino en manos de su hijo Joaquín, un joven de 18 años de edad, quien solamente reinaría durante tres meses, puesta en sitio Jerusalén y recogiendo las desgracias provocadas por su progenitor, quien había incumplido con el pago del tributo hacia los babilonios. Nabucodonosor le perdonó la vida al joven rey al no ser Joaquín el causante de la guerra, aunque lo deportó junto a los principales del país en el año 597 a.C. Se trató de la primera deportación que los judaítas conocieran, la que también condujo al profeta Ezequiel hacia el exilio.



            No obstante, Nabucodonosor permitió que Judea continuase siendo un reino y que conservase sus costumbres, aunque como se puede suponer se trataría en adelante de un reino vasallo de Babilonia. Nombró un nuevo rey, el hijo menor de Josías y tío de Joaquín, Matanías (1 Cr 3,15) cambiando no obstante su nombre por el de Sedequías (2 Re 24,17). Con esta acción pretendía demostrar su poder pues el propietario del nombre es propietario de quien lo ostenta y de su personalidad en el pensamiento antiguo. Jeremías no cesó de lamentarse ante los múltiples desmanes y frecuentes desobediencias del nuevo rey hacia Nabucodonosor, “mi siervo” (de Dios), Jr 27, siempre siendo desoído. Al temerario Sedequías no se le pudo ocurrir otra idea más nefanda que la de rebelarse contra la potencia militar más poderosa de su época, Babilonia, buscando previamente la protección de un Egipto decadente, una decisión política tan poco inteligente como vana. Nabucodonosor, airado, mandó a sus ejércitos a castigar al rey títere, poniendo sitio a Jerusalén. La segunda intervención militar babilónica fue mucho más severa conllevando un asedio de casi dos años y siendo fatal para Judá al implicar un desgaste patentizado en la hambruna, multitud de enfermedades fruto de la mala alimentación y de la carencia de agua así como gran sufrimiento y miserias extremas.

            El rey Sedequías, demostrando su pusilánime naturaleza, trató de huir siendo no obstante traicionado e interceptado cerca de las llanuras de Jericó. Apresado, fue conducido ante Nabucodonosor, quien ni siquiera se había dignado a participar en la campaña militar habiéndose quedado en Riblá, en el centro de Siria. El emperador ordenó que el rey Sedequías contemplase el degüelle de sus hijos, los príncipes, seguido inmediatamente por el vaciamiento de sus ojos, para que de este modo recordase que lo último que viera fuese la muerte y la desaparición de su descendencia. Atado con una cadena de bronce y deportado a Babilonia, murió al poco tiempo.



            El Templo de Salomón fue brutalizado, arrasado, mancillado y quemado, las murallas de la ciudad de Jerusalén destruidas (2 Re 25) y se prescribió una segunda deportación (587 a.C.) mucho más severa y masiva. Tras tres siglos de historia, el reino de Judá conoció su final al convertirse en una provincia babilónica. Los libros de 2 Re, 25 y 2 Cr 36 y Jr 37 – 39 narran estos acontecimientos, si bien en ocasiones de una manera más teológica que puramente histórica. Nótese en este sentido que en ninguna de las inscripciones de Nabucodonosor que conservamos, Judea no se menciona jamás.

            Por último, en el año 582 a.C., Nabucodonosor llevó a cabo una tercera y definitiva deportación mucho menos significativa que las anteriores. Las deportaciones no implicaron únicamente el traslado de personas, sino la conducción de los supervivientes hacia la esclavitud y la dilución de la cultura judaíta entre el enorme sincretismo social y religioso de las masas extranjeras. Por lo tanto, significó el final del reino de Judá, la ruina del Templo y la práctica exterminación del pueblo. Junto a la expulsión de los judíos de los reinos de Castilla y Aragón en el siglo XV y la “Shoá”, en el siglo XX, la deportación babilónica es considerado hasta hoy uno de los tres acontecimientos más catastróficos jamás vividos por parte del pueblo judío.

            Todos estos acontecimientos que hemos señalado anteriormente y que finalizan con las sucesivas deportaciones, eran de hecho perfectamente conocidos por los autores del libro de Job, quienes escriben en consecuencia “post eventum”, es decir, después de los hechos sucedidos que pretenden no ser conocidos por no acontecidos todavía, para dotar así de antigüedad y de prestigio a su texto. Por muy extraño y descabellado que esto nos parezca hoy, no era sin embargo una práctica desconocida o extraña en la antigüedad. 

            Esta historia que hemos consignado es muy importante tenerla en memoria porque, durante los sufrimientos que la misma comportó, ni más ni menos que 400 años de cautiverio, el esquema tradicional de la retribución, que ya hemos explicado durante nuestras dos anteriores entregas e insistido en esta tercera, hasta entonces tan indiscutible como imperante, se irá progresivamente resquebrajando fruto de la terrible y traumática experiencia del pueblo sufrida durante la deportación (es).

            Job conocía en consecuencia perfectamente el esquema teológico que en relación con la retribución había atascado durante muchos años al pueblo judaita, un esquema de hecho del cual todavía no se había podido desembarazar, convirtiéndose en una losa insoportable para un pueblo tan zaherido. De manera que reaccionará violentamente contra el mismo como tendremos ocasión de analizar, Dios mediante, en nuestra cuarta y final entrega.  

            Sea como fuere, es importante destacar que no existe ningún elemento superficial en el libro de Job, se mire por donde se mire y se estudie por donde se estudie, se trata indiscutiblemente de una joya literaria cuya narrativa señala, desemboca y atañe hacia la universalidad humana, constituyéndose por lo tanto en un libro intemporal que, como muy acertadamente destaca Jean Lévêque:

 

(tiene que ver con) esos problemas primordiales con los que el creyente tiene que vérselas más pronto o más tarde: el misterio del mal y del sufrimiento, el encuentro con Dios hasta en el fracaso aparente de todo éxito humano, las dificultades de dialogar con el hombre que sufre, y finalmente el sentido de la propia vida, cuando se trata de integrar en ella la perspectiva de la muerte”.

            Como se dijo, el libro de Job pertenece a la familia de los libros sapienciales, un género literario que vio la luz de manera paralela tanto en Egipto como en Mesopotamia. En consecuencia, no sería ocioso preguntarse si la historia de la literatura ha conservado algún rastro de antedicha literatura en la cual Job se fundamentaría. La respuesta a esta cuestión es afirmativa. Los textos sapienciales, en mucho anteriores a Job, tratando el tema del sufrimiento del justo son abundantes. No vamos a señalarlos todos, ni mucho menos a estudiarlos puesto que ello escapa en mucho al propósito de nuestro trabajo.

            Sin embargo, citaremos de entre todos ellos los más significativos, como por ejemplo el “Diálogo de un desesperado con su alma”, de origen egipcio. Actualmente su texto permanece conservado en el Museo de Berlín, y especialmente los denominados textos de Ugarit: el llamado “Job sumerio”, más correctamente la “Lamentación de un hombre a su dios”, o el texto asirio que tiene como protagonista al dios Marduk, “Ludlul bél némeqi”, así como los escritos conocidos como “Textos de la teodicea babilónica”.

            ¿Quiere ello decir que el libro de Job copió de todos estos documentos que hemos señalado no poseyendo originalidad alguna? La respuesta es un absoluto y rotundo NO. Téngase siempre esto muy presente de no querer errar de medio a medio. Es cierto, no obstante, que los autores del libro de Job no inventaron el género literario al cuál su texto se adscribe, así como indudable es también la presencia mesopotámica como elemento de fondo reflexivo, elemento a la sazón que se constata especialmente en orden a la aparición de confidentes o de amigos que conversan con el protagonista para tejer la trama, en Job nos referimos a sus amigos Elifad, Bildad y Zofar, siendo el caso de Elihú parte de otros contextos diferentes y novedosos en Job.

            Ahora bien, el hecho de que Job no surja “ex nihilo”, es algo natural e inevitable en el flujo constante de la literatura universal donde cualquier autor anterior influye de alguna manera u otra en los autores posteriores. Especialmente si estos se adscriben a un mismo género literario, como en este caso es el sapiencial. Ahora bien, dicho esto, las dimensiones de dramatismo teológico humano hacia las cuales Job conduce a su lector, la originalidad de sus discursos y de sus planteamientos y la potencia y radicalidad de sus reivindicaciones contra la teología de la retribución tradicional, e incluso contra el mismo Dios, al que se atreve incluso a convocar a juicio, hacen del texto que nos ocupa una obra literaria sin parangón.

            Nos detendremos aquí para no fatigar ya más a nuestro querido lector, pero no sin anunciar que, en nuestra próxima y final entrega, habremos de centrarnos en la apasionante y terrible lucha de Job contra Dios, de carácter dramático titánico, en aras del intento de eliminación de una teología de la retribución desfasada e injusta a todas luces, cierto, pero no por ello carente todavía de vigor la cuál, en sus profundas contradicciones, ponía en tela de juicio hasta la misma justicia de Dios y su propia pretendida misericordia.

 

 

Per semper vivit in Christo Iesu


[1] Renunciamos a introducirnos en el estudio de épocas tan pretéritas y arcanas de la historia en las cuales entre el pueblo todavía no se había consolidado una esperanza de tipo absolutamente monoteísta.

[2] Se trata evidentemente de un recurso literario de carácter no histórico que pretende destacar las enormes pérdidas y la magnitud de la tragedia que pronto habrá de cernirse sobre el piadoso Job.

[3] Gerhard von Rad señala que el libro de Job bien podría denominarse como “el libro de los paralelos entre el cielo y la tierra” dado que la acción en un lugar repercute y se desarrolla simultáneamente siempre en el otro. Véase: “Sabiduría en Israel. Proverbios, Job, Eclesiástico, Eclesiastés”, Madrid: Cristiandad, 2021.

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