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La galería de los horrores de Bomarzo ( I ), por Miquel - Àngel Tarín i Arisó







“El bosque sería el Sacro Bosque de Bomarzo, el bosque de las


alegorías, de los monstruos.”


(Manuel Mújica Láinez)



On ne saurait faire d’omelette sans casser des oeufs

(François de Charette, 1740)


O lo que es lo mismo aquí y para nosotros:


“Examinadlo todo; retened la bueno”

1 Tes 5, 21, epístola canónica inequívocamente paulina; La más antigua que de san Pablo conservamos.




Existen ciertos autores considerados tradicionalmente peligrosos. En ocasiones pensados como excéntricos, extravagantes y, de apurar, hasta grotescos. Sin duda porque sus sagaces escritos poseen la capacidad de dislocar creencias fundamentales, más todavía, de cimbrear reciamente las seguridades existenciales sobre las que ellas se fundamentan desde antiguo. Se les teme porque pueden causar daño, puesto que interpelan y amenazan con razonamientos enormemente sugestivos, nada absurdos e intelectualmente muy bien pergeñados. Si por algo se caracterizan, es precisamente por poseer la capacidad de desplazar a sus lectores hacia lugares escarpados, resbaladizos y escabrosos donde abunda el riesgo - eso es precisamente lo que significa etimológicamente el adjetivo peligroso.


Muchas personas de buena fe, otras no tanto y seguramente en mayoría, estarían dispuestas de buen grado a encerrar textos y autores al unisón dentro de lo que bien podríamos calificar como la “galería de los horrores” de la teología, de la historia y de la filosofía de las religiones, para contemplarlos así, petrificados y silentes, condenados de por vida a una suerte de limbo horripilante y pétreo a la suerte del “Parco dei Mostri” de Bomarzo, Viterbo, construido a la sazón en 1547 por el Condotiero Pier Francesco de Orsini, más conocido por el sobrenombre de Vicino.


Sin embargo, de la misma manera que no podemos degustar una deliciosa tortilla sin previamente causar el destrozo que comporta romper su materia primera, que son los huevos, para poder así cocinarlos convenientemente, en ocasiones el esfuerzo intelectual que tiende a la búsqueda de la libertad y por lo tanto de la verdad (Jn 8, 32) exige un arduo trabajo de forja acrisolada del saber que no puede de ningún modo evitar el sufrimiento. Este es efectivamente el precio del conocimiento, como muy convenientemente explicita el sabio Predicador (Cohelet 1, 18) y amerita siempre que con ello ampliemos nuestro saber, solidifiquemos nuestra fe y aprendamos también a comprender y amar al otro, al que se nos presenta diferente, pero siendo permanentemente nuestro hermano, piense lo que piense, diga lo que diga y crea lo que crea.


Esforzarse en comprender implica siempre un horizonte en movimiento y una disposición intelectual generosa y aguerrida: caminar, rectificar el sendero, mantenerse dentro del mismo, aprehender, coger, soltar, abandonar, permanecer ... y puede - y debe - implicar también necesariamente la reafirmación de la especificidad a través de la esforzada disciplina del pensamiento, pues el cristiano de todos los tiempos está invitado por el Apóstol (1 Tes 5, 21) precisamente al esfuerzo intelectual y vivencial, harto complejo y riesgoso, de examinar, no rehuyendo jamás, ningún sistema de pensamiento epocal, enfrentándolo, compartiéndolo, rechazándolo, completándolo ... Se trata efectivamente del único camino sólido a partir del cuál poder dirimir en la vivencia cristiana la ganga de la mena.


La postmodernidad plantea a las religiones en general y al cristianismo en particular un acuciante doble dilema que la modernidad de hecho ya arrastrara. Cronológicamente, el primero de ellos en asomar fue el laicismo secular, un movimiento que tras la Ilustración rechazara la religión por manipulativa y perniciosa contra la “grandeur” de la conciencia humana. Las luces dieciochescas laicistas elevaron mediante el régimen de la “Convention Nationale” a los altares seculares - aunque en el fondo teológicos - el día 20 del mes de brumario (10 de noviembre de 1793) nada más ni nada menos que a la diosa razón, eligiendo para su personificación iconográfica a la esposa del impresor Antoine François Momoro, de nombre Sophie, consagrando a la nueva divinidad el hasta entonces altar mayor de la catedral de Notre Dame de París, a lo que seguiría la prohibición del culto católico apostólico romano, si bien Sophia, la nueva diosa razón, no hallara solución de continuidad al constatar sus enormes limitaciones ante el multiforme genio del pensamiento humano no formado a la sazón exclusivamente de razón.


Con el advenimiento del positivismo científico, durante el último tercio del siglo XIX y principios del XX, se instauraba el modelo empírico cientista propio de las ciencias naturales y de las matemáticas como esquema epistemológico de carácter prácticamente exclusivo. Se afirmaba entonces que nada que no pudiese ser observado y reiterado en laboratorio, medido y cuantificado, poseía verdadera carta de existencia. Ya entrado el siglo pasado el modelo - a efectos prácticos y epistémicos también cuasi teológico - cayó estrepitosamente lastrado por sus limitaciones inherentes, demostrando así su ineficacia por múltiples motivos, el más destacado sin duda el hecho de constatar que algo tan obvio como los mismísimos primeros principios sobre los que se basaba la ciencia no eran en realidad científicos como se pretendían, sino más bien modelos conjeturados o lo que es lo mismo, meras hipótesis filosóficas e incluso hasta teológicas, es decir, aquello que precisamente pretendía evitar, y que en la mayoría de los casos no poseían absolutamente ninguna demostrabilidad, todo lo más una o varias muestras hipotéticas, circunstancia que cortocircuitaba susodicho modelo cientista convirtiéndolo en un esquema viciado por circular que englobaba además toda una serie de peticiones de principio cuyo carácter se ubicaba a las antípodas de la prístina certeza “científica” que pretendía destacar.



[Friedrich Wilhelm Nietzsche]



El segundo movimiento propio de la postmodernidad y de su cultura globalizante y unificadora es el que aquí y ahora más habrá de interesarnos. Se refiere a la constatación del cada vez más extendido pluralismo religioso. Contra la prédica del destacado profeta de la sospecha, Friedrich Wilhelm Nietzsche, y de su honrado llamado permanente a la madurez humana, Dios no parece estar muerto ... Trataríase en todo caso de un muerto muy vivo ... Y que además no viene solo, sino antes bien acompañado por toda una fratría de seres como Él divinos, de compañeros de viaje si se nos permite la expresión, que no se quiere sacrílega, cada vez más numerosos e indiscutiblemente entrelazados.


En consecuencia, no tan solo es que no hayan desaparecido las religiones y espiritualidades por ellos representadas, sino que cada vez se constata una más destacada y pingüe oferta de las mismas. Y ello al punto que la postmodernidad misma, mal que le pese y a pesar de su pobre discurso “líquido”, tan bien estudiado por el pensador polaco Zygmunt Bauman, se asemeja en realidad cada vez más a un zoco o mercadillo de espiritualidades a la carta[1].






[Zygmunt Bauman]


El pluralismo religioso es sin duda la mayor asignatura suspendida del cristianismo. Aquella que más interpela a la honestidad de su currículo. Y no en menor medida también a la del resto de los intransigentes monoteísmos históricos. Marco Aurelio, el sabio emperador estoico, en sus “Meditaciones”, apelaba siempre a la búsqueda de la

lógica y de la obviedad que radicaba específicamente en los primeros principios, los más puros e inmediatos, sin duda un buen esquema a seguir por cualquier pensador que se precie: ¿Es tan complejo comprender que si Dios existe es demasiado grande como para ser delimitado, explicado y explicitado por solamente una religión sola, exclusiva y excluyente? ¿No es Dios inabarcable en orden a su misma esencia y existencia? ¿Puede Dios ser cosificado, controlado, aprehendido y definido como si de cualquier otro objeto de nuestro mundo se tratase? ¿Puede la infinitud comprimirse y limitarse al pairo de nuestra explicación humana racional? ¿No es cierto que Dios sea la sublime otroidad que siempre se nos escapa precisamente por el mismo hecho de ser Dios? ¿No constituye un primer principio el hecho de que si las religiones desean ampliar su comprensión de la Verdad no les queda otro camino (¿remedio?) que dialogar entre ellas para aprender las unas de las otras como exige cualquier actividad propia del conocimiento participativo humano?


En la aldea global que representan nuestras actuales sociedades el diálogo entre las religiones es hoy más necesario que nunca. En terminología kantiana, es un imperativo categórico moral que las religiones y las diferentes espiritualidades que pueblan el mundo se entiendan en aras de discernir necesariamente una fórmula nueva y óptima a través de la cual relacionarse amicalmente para lograr así interpelarse, conocerse, interpretarse y servir mejor su vocación y a las diferentes sociedades planetarias en las que les ha tocado desarrollarse.


Nuestro tiempo lo exige: ¿no es mejor el compartir filosófico que el competir y el imponer que comporta la agria polémica sin escrúpulos? No es tiempo tanto de misión conversora hacia una determinada especificidad religiosa como de comprensión holística y de aprendizaje multiforme de las diferentes identidades que traspasan todas y cada una de las religiones individualmente, pues el todo es siempre más completo que su parte.







Siendo que es patrimonio universal de todas las religiones y de todas las espiritualidades existentes aceptar y enseñar que la verdad divina desborda, cual torrente poderosos y en ocasiones desbocado, los diques de cualquier esbozo de comprensión humana, y que aceptan, por lo tanto y sin rubor, que Dios es infinito y por ello precisamente imposible de poder ser completamente manipulado e inserto en una determinada religión al uso, es en consecuencia imprescindible que, si las religiones quieren aumentar su auto comprensión de lo Real, dialoguen las unas con las otras para ilustrarse, para ayudarse y ayudar a otros, pudiendo así poder avanzar tanto en su comprensión individual como también colectiva de Dios y de su propia práctica de lo divino. Hemos de progresar en amor y en empatía, dejar de constituirnos en seres absolutamente incurvatus in se ipsum” para mejor discernir que los otros, los diferentes, son en realidad seres como nosotros mismos, almas sinceras y ansiosas de Dios sin importar la tradición religiosa a la que se adscriban. Precisamente por ello podemos afirmar sin temor a equivocarnos que existe más Realidad, es decir, más Verdad, más espiritualidad, más divinidad si se quiere, en todas las religiones y espiritualidades juntas que por separado en cualquiera de ellas. Nos sorprenderíamos si fuésemos conscientes de las lagunas que superaríamos, de la comprensión que acerca de nuestra propia tradición religiosa tendríamos de aceptar la ayuda que pueden ofrecernos los diferentes puntos de vista de las religiones y de las espiritualidades que desconocemos y que tememos por ajenas.


Todo esto y todavía mucho más significa el pluralismo religioso, una propuesta en forma de “nuevo paradigma teológico” que apunta a un cambio copernicano implicando muchos órdenes que se va lentamente produciendo en el mundo teológico sin prisas, pero ciertamente sin pausas, y que probablemente transforme en fundamentalistas a los que lo rechacen por mor de la defensa a ultranza de, única y exclusivamente, la preciosa verdad que sin duda reside en su propia tradición religiosa y en su particular y subjetiva manera de comprender a Dios.




[Tumba de Darwin en Westminster Londres]


De la misma manera que el evolucionismo sugerido por Charles Darwin (quien embarcara con tan solo 22 años en el bergantín de diez cañones “Beagle” en el año 1831 hacia un viaje alrededor del mundo, pero que el geólogo y naturalista focalizaría en sus observaciones científicas en las islas de los Galápagos, lo condujo a concluir que las especies animales no podían haber surgido de forma “nec varietur”, es decir, inmutables, directamente de la mano de Dios creador, como pretendía el muy asentado hasta la fecha paradigma creacionista que interpretaba el relato de la creación de manera literal) liquidó, previo traumatismo sin precedentes en la teología naturalista el viejo paradigma creacionista, convirtiendo actualmente en fundamentalistas a sus defensores, la teología del pluralismo religioso puede también finiquitar muchos indeseados excesos exegéticos y hermenéuticos que no hacen más que sustentar un argumentario supremacista en lo teológico que desgraciadamente también convierte en fundamentalistas a sus apologetas por tender invariablemente a destacar la superioridad moral de cierta (s) religión (es) sobre las demás basándose en argumentos culturales y tradicionales tan espurios como teológicamente discutibles, cuando no improcedentes.


Permítasenos ahora un ejemplo ilustrativo que nos ayudará a comprender lo anteriormente dicho. Su protagonista es el por entonces joven catedrático de dogmática de la Universidad de Ratisbona, Dr. Joseph Aloisius Ratzinger, posteriormente elevado a la cátedra de san Pedro en el año 2005 con el nombre de Benedicto XVI, papa número 265 de la lista de los obispos de Roma. Recordemos que el Papa Ratzinger renunció a sus funciones el 28 de febrero del año 2103, habiendo anteriormente dirigido con mano de hierro la Congregación para la Doctrina de la Fe, a saber, el antiguo santo Oficio o Inquisición durante 23 años. Es menester señalar nuestra admiración por su profunda erudición, así como por su vasto conocimiento teológico, su destacada honestidad intelectual y su demostrada rectitud moral. Quede todo ello sentado sin que medie absolutamente ningún atisbo de duda.





[Izquierda Paul Knitter sacerdote y teólogo católico-romano en un acto plurireigioso]

No obstante, se nos permitirá como señalábamos más arriba, tomarlo como ejemplo fehaciente de argumentación apologética manifiestamente anti pluralista, y lo que es todavía más lamentable, exegéticamente orientada hacia el fundamentalismo religioso. Al punto que, pasado el tiempo, un ya maduro Cardenal Ratzinger se pronunciará abiertamente contra John Hick y Paul Knitter, ambos importantes teólogos pluralistas, el primero de orientación protestante presbiteriana y el segundo sacerdote católico apostólico romano, acusando a sus teologías de relativistas, desviadas e incluso tachándolas de peligrosas por el hecho de igualar el cristianismo al resto de religiones existentes.


Las teologías de ambos pensadores fueron por el entonces cardenal alemán consideradas como un nuevo “tsunami relativista” al cuál la Iglesia debía hacer frente tras los - según él - perniciosos efectos de la teología de la liberación de origen latinoamericano.


El 6 de agosto del año 2000, en pleno año jubilar, dos días después de la solemne ceremonia de beatificación de dos papas tan dispares y contradictorios entre sí como Pío IX y Juan XXIII, inesperadamente apareció una nueva declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En efecto, el entonces Prefecto de la Congregación, cardenal Joseph Ratzinger, elaboraba el que probablemente sea el documento magisterial más polémico y, en opinión de muchos, menos respetuoso con el diálogo ecuménico e interreligioso de la postmodernidad. Su nombre: “Dominus Iesus”. Su texto confirmaba la exclusiva y excluyente unicidad salvadora de Jesucristo, el Señor, de ahí el nombre de la Declaración, y de la Iglesia católica apostólica romana. Bien podría considerarse un jarro de agua fría en la singladura histórica del diálogo entre cristianos y entre las diferentes religiones del mundo.


“Dominus Iesus” se atreve incluso a retirar - a manera de recuerdo histórico - la consideración misma de carácter eclesial hacia todas las comunidades protestantes históricas tradicionales por el hecho de no poseer sucesión apostólica. Inclúyase a la sazón la anglicana, cuya sucesión apostólica no halla reconocimiento jurídico ni sacramental en la Iglesia romana, como quisiera la Bula del Papa León XII publicada el 15 de septiembre del año 1896, de nombre “Apostolica et Curae”. Una bula que analizaremos en otro escrito por contener - lo adelantamos ahora - importantes desajustes históricos. Baste por el momento señalar que la práctica invariable de la Iglesia Católica supone la invalidez de las órdenes anglicanas, lo que significa y equivale a que siempre que un clérigo que reciba susodichas órdenes en la Iglesia Anglicana pretenda convertirse en sacerdote católico deba necesariamente ordenarse de nuevo de manera incondicional y sin excepción.


Es por otra parte cierto que las iglesias protestantes no desean ser consideradas “Iglesia” desde la misma perspectiva que Iglesia se considera la comunidad cristiana católica apostólica romana, pero ello no obsta ni al poco dialogante, prepotente e inmisericorde tono de la Declaración, ni al hecho de que la Congregación para la Defensa de la Fe, el antiguo Santo Oficio o Inquisición, podría haber dado un paso adelante “motu proprio” en favor del ecumenismo caminando más allá de lo recorrido por el Concilio Vaticano II (1962 - 1965), un concilio por cierto que no pudo ir más allá de lo que fue, aunque retaba a las nuevas generaciones hacia el “plus ultra”. “Dominus Iesus” evidencia precisamente un “non plus ultra”, un caminar hacia atrás y un autocentramiento a ultranza defensivo y temeroso en la especificidad propia que no desea abrirse a las riquezas de la diferencia. No se entiende de otro modo la no aceptación que pregona de la eclesialidad plena de las comunidades cristianas protestantes, una cerrazón solamente explicable desde la permanente sospecha hacia el que no reconoce tu superioridad ontológica. De ahí que halle su justificación en argumentos en la práctica exclusivamente juridicistas, teñidos de teológico, nos referimos a la sucesión episcopal, y ni siquiera desee desbrozar el camino abriéndose a otras opciones teológicas mucho más totalizantes, compartidas, piadosas y comprensivas, ordenadas todas inequívocamente la “koininia”, tales como por ejemplo la predicación de Cristo, la confesión de la santa Trinidad o incluso del Credo como elementos comunes de absolutamente todas las iglesias cristianas.


Por otra parte, hubiera sido un excelente momento para reconsiderar la validez de las ordenaciones anglicanas como universales. Ni que decir tiene que es muy difícil entablar cualquier tipo de diálogo ecuménico entre cristianos cuando este se aborda desde la atalaya de la superioridad y de un larvado y mal disimulado menosprecio.


En cuanto a las religiones no cristianas, señalar como la Declaración señala que de existir elementos salvíficos en las mismas lo son solamente en cuanto a elementos eclesiales cristianos en ellas insertos de manera misteriosa, o que Cristo actúa en las mismas de manera desconocida pero necesaria y eficaz, evidencia es nuestros tiempos un atrevimiento descarado y una lamentable desconsideración hacia las mismas rayana en la grosería y en el menosprecio de las enormes riquezas de antedichas religiosas tradiciones, todas ellas mayoritariamente, por cierto, mucho más antiguas que el cristianismo mismo.


La Declaración “Dominus Iesus” es en consecuencia un torpedo contra la línea de flotación del pluralismo religioso, contra el ecumenismo y contra el diálogo interreligioso. Y para muestra, un botón:


(7): La creencia en las otras religiones, (...) es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela.


(8) Los textos sagrados de otras religiones (...) reflejan un destello de aquella Verdad [cristiana] que ilumina a todos los hombres (el subrayado es nuestro).


(8) Los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes.


(9, 10) Para justificar por una parte la universalidad de la salvación cristiana y por otra el hecho del pluralismo religioso, se proponen contemporáneamente una economía del Verbo eterno válida también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena. Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana.

(11) Jesucristo es el mediador y el redentor universal.



(13) En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador.


(14) Serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo.


(16) El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (...) por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia.


(16) Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: una sola Iglesia católica y apostólica.


(16) Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica — radicada en la sucesión apostólica — entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica (...) Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.), y la erigió para siempre como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.


(17) Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él. Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica, pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares.


(17) Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia.


(18) El Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia.


(20) La Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo.


(20) Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental.


(21) Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona “por caminos que Él sabe”.


(21) Queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones.


(21) Las diferentes tradiciones religiosas (...) no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica “ex opere operato”, que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores, constituyen más bien un obstáculo para la salvación.


(22) Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres.


(22) La misión “ad gentes”, también en el diálogo interreligioso, conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad.


(23) La revelación de Cristo continuará a ser en la historia la verdadera estrella que orienta a toda la humanidad (...) se impone como autoridad universal.


(23) Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios (...). Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio.



El mismísimo cardenal Walter Kasper, actualmente presidente emérito del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los cristianos desde el año 2010, se llevaba las manos a la cabeza y se consideraba ofendido por la Declaración del Santo Oficio, especialmente en relación con el tono prepotente de la misma y a su aserto respecto al protestantismo histórico considerado no como iglesia, sino como movimiento religioso:


“Es una afirmación deplorable, que ha herido a los otros cristianos y me hiere a mi también”. “La Dominus Iesus podría y debería haber sido formulada de una manera ecuménicamente más sensible y cordial”.[2]


Nótese, por ejemplo, la diferencia existente entre la Declaración “Dominus Iesus” y el documento elaborado por El Papa Francisco, en el contexto de su viaje apostólico a los Emiratos Árabes Unidos (3 - 5 de febrero de 2019) sobre la fraternidad humana, por la paz mundial y la convivencia común también firmado por el Gran Imán musulmán de al-Azhar, Ahmed el-Tayeb, en el que figura la siguiente afirmación:


“El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos”

No era la primera vez que el erudito profesor alemán se había señalado contra la teología del pluralismo religioso. En efecto, el joven Ratzinger en su libro: “El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología[3], en la sección destinada a estudiar la Iglesia y sus oficios, profundiza en la obligación imperativa de pertenencia a la Iglesia católica arguyendo su necesidad salvífica, tomando como base los documentos del Magisterio y del Nuevo Testamento, concluyendo, que, aunque en este último no se consigna expresamente el hecho de que la Iglesia sea el ÚNICO medio de salvación, sin embargo, si que se exige tácitamente:

“Existen, no obstante, ciertas bases bíblicas a partir de las cuales podría defenderse esta doctrina.[4]


Ratzinger cita a continuación, para justificar la lógica de su razonamiento, el pasaje ubicado al final del evangelio según san Marcos (Mc 16, 16), atribuido al Señor resucitado:


“El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará.” (versión de Jerusalén)


El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. (Versión Reina - Valera 1960)

Es difícil argüir que Joseph Ratzinger, un hombre con una formación teológica tan singular como profunda, no fuera consciente que la prácticamente totalidad de los especialistas acuerdan en considerar el texto de Mc 16, 9 - 20, también denominado la “conclusión no canónica del evangelio de san Marcos”, no formando en realidad parte del evangelio de san Marcos propiamente dicho, sino que se trata claramente de un añadido posterior realizado por parte de la Iglesia y puesto en boca del Jesús glorificado que pretende destacar el protagonismo soteriológico creciente de la Iglesia misma, un protagonismo que impregnaba y preocupaba profundamente a las primeras comunidades cristianas, las cuáles se auto contemplaban protagonistas prominentes y mojones imprescindibles en el camino de la lucha contra las nacientes herejías, especialmente el gnosticismo multiforme.


De manera que constatamos como la discusión contra el pluralismo religioso - cuya teología rechaza el papel soteriológico exclusivo y todavía más excluyente de cualquier denominación, iglesia, religión o espiritualidad - puede dirigir incluso a las mentes más dotadas hacia posiciones sospechosas de fundamentalistas, rayanas en el exclusivismo religioso, afortunadamente propio de otros tiempos, caracterizado por el aforismo: “extra ecclesia nulla salus”. Si ello sucede con estas brillantes mentes, ¿qué no sucederá con las más convencionales? ...


Comenzábamos nuestra reflexión señalando hacia ciertos autores considerados peligrosos porque sus escritos poseían la capacidad de amenazar creencias fundamentales incorporadas a nuestras vidas desde antiguo. Tales autores, muchas personas, especialmente numerosos dirigentes religiosos en general y eclesiásticos en particular, estarían dispuestos de buen grado a “encerrarlos” junto con sus textos dentro de lo que denominábamos como la “galería de los horrores” de la teología, de la historia y de la filosofía de las religiones. Trazábamos una comparativa entre su “condena” al silencio con la suerte del “Parco dei Mostri” de Bomarzo, Viterbo, construido en el año 1547 por el Condotiero Pier Francesco de Orsini, más conocido por el sobrenombre de Vicino.





Obviamente no se trata más que de una licencia literaria ... Sin embargo, si dicha galería de los horrores existiera en Bomarzo, residirían en ella no por voluntad propia sino por la lógica del poder, dos teólogos pluralistas insignes especialmente señalados por papas y por sus némesis protestantes dada su destacada labor en aras de la impostación y fomento de la teología del pluralismo religioso. Nos referimos a John Hick y a Paul Knitter, como dijimos, el primero de tradición protestante y el segundo católico. Hacia ellos habremos de dirigir nuestra atención, mas no ahora, sino en otro texto, para no fatigar en exceso al amable lector. Mientras tanto, nosotros también seguiremos protegidos y silentes en Bomarzo.



Per semper vivit in Christo Iesu



 

[1] Para una mayor información, puede consultarse sobre el particular nuestro texto: Liquid Modernity in the thought of Zygmund Bauman, pp. 10 - 42, AAVV, Genève, 2015. [2]Walter Kasper, Caminos hacia la unidad de los cristianos (Caminos para la unidad de los cristianos I. Presencia teológica. Escritos completos del cardenal Walter Kasper, vol. 14, Santander: Sal Terrae, 2014, p. 12 ss. [3] Barcelona: Herder, 2016. [4] P. 312



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