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La galería de los horrores de Bomarzo ( I I ) por Miquel - Àngel Tarín i Arisó







“El bosque sería el Sacro Bosque de Bomarzo, el bosque de las


alegorías, de los monstruos.”


(Manuel Mújica Láinez)



On ne saurait faire d’omelette sans casser des oeufs

(François de Charette, 1740)


O lo que es lo mismo aquí y para nosotros:


“Examinadlo todo; retened la bueno”

1 Tes 5, 21, epístola canónica inequívocamente paulina; La más antigua que de san Pablo conservamos.




En un texto anterior publicado en este mismo foro (“Escritorio Anglicano”, marzo de 2022) tuvimos la oportunidad de constatar hasta que punto la denominada teología del pluralismo religioso, como moderno paradigma teológico, interpelaba a la teología cristiana tradicional. En efecto, antedicha teología pluralista rechaza el papel soteriológico exclusivo y todavía más excluyente de cualquier denominación, iglesia, religión o espiritualidad considerando a todas las ofertas religiosas esencialmente iguales en dignidad, naturaleza, excelencias, ontología y soteriología.


En el fragor de la disputa intelectual y del choque entre paradigmas teológicos, de manera prácticamente subrepticia, incluso las mentes más dotadas, cuando criticaban las posiciones pluralistas, defendiendo en ocasiones aquello que defenderse no puede, tendían a deslizar fácilmente hacia posiciones sospechosas de fundamentalismo rayanas en el exclusivismo religioso, afortunadamente propio de otros tiempos, caracterizado por el aforismo: “extra ecclesia nulla salus”.


Nos habíamos centrado en el caso concreto del muy insigne catedrático, cardenal y papa Joseph Aloisius Ratzinger, del lado católico, si bien la parte protestante, como posteriormente tendremos ocasión de constatar, aparezca acaso en la discusión contra el pluralismo religioso todavía más reticente y hasta mal parada.


Comenzábamos nuestra reflexión señalando hacia ciertos autores de orientación pluralista considerados peligrosos por parte del paradigma tradicional porque sus escritos poseían la capacidad de amenazar creencias fundamentales incorporadas a nuestras vidas desde antiguo. Antedichos autores, muchas personas, especialmente numerosos dirigentes religiosos en general y eclesiásticos en particular, estarían dispuestos de buen grado a “encerrarlos” junto con sus textos, dentro de lo que denominábamos como la “galería de los horrores” de la teología, de la historia y de la filosofía de las religiones. Trazábamos una comparativa entre su “condena” al silencio con la suerte de los petrificados monstruos silentes en el parque de Bomarzo, Viterbo, construido en el año 1547 por el Condotiero Pier Francesco de Orsini, más conocido por el sobrenombre de Vicino.


Obviamente no se trata más que de una licencia literaria ... Sin embargo, si dicha galería de los horrores existiera en Bomarzo, residiría en ella, no por voluntad propia sino por la lógica del poder religioso, cuanto menos un teólogo pluralista insigne, quien, corifeo de todos ellos, ha sido repetidamente señalado tanto por papas como por sus némesis protestantes dada su destacada labor en aras de la impostación y fomento de la teología del pluralismo religioso. Nos referimos a John Hick, de senda tradición protestante. Hacia él dirigiremos ahora nuestra atención, aunque someramente, como no puede ser aquí de otro modo, intentando destacar sus propuestas, las cuales, sin duda refractarias para la mayoría cristiana, provocaron y siguen provocando todavía hoy un terremoto teológico de dimensiones extraordinarias tan solo siendo pronunciadas, ello especialmente entre los sectores creyentes más conservadores, y todavía de más recias y devastadoras dimensiones entre los denominados cristianos fundamentalistas.






JOHN HICK


John Harwood Hick (20 de febrero de 1922 - 09 de febrero de 2012), doctor en literatura por la Universidad de Edimburgo, en filología por la de Oxford y en filosofía por la de Cambridge, fue sin duda uno de estos autores anteriormente aludidos candidato permanente a los horrores Bomarzianos.


Catedrático de filosofía y de teología de las religiones en la Universidad de Birmingham y ejerciendo docencia a caballo entre Europa y los Estados Unidos de América en instituciones académicas tan destacadas como la Universidad de Oxford (Reino Unido), Cambridge (Reino Unido), Clarermont, Los Ángeles (California), Cornell, Itaca (New York), Princeton (New Jersey) entre otras.


Es imposible referirse al pluralismo religioso sin referirse previamente a nuestro muy insigne y discutido autor. Verdadero “enfant terrible” del mismo, sus tesis sorprendieron al mundo teológico ya en los albores de los años setenta del siglo pasado, si bien su propuesta teológica, aunque por él mismo remozada a lo largo de los años, permanece tan incólume como desafiante e impertinente en la actualidad.


A nuestro humilde y muy subjetivo juicio, John Hick es probablemente el filósofo de la religión más original y destacado del siglo XX y de la primera parte del XXI, sin que ello obste evidentemente a su carácter controvertido, en ocasiones despreciativo, interpelante, voluntariamente provocador y hasta altanero, aunque permanentemente brillante y poliédrico al unisón.


No queremos continuar nuestro texto sin previamente confesar que John Hick tuvo la amabilidad de responder a nuestras demandas y recibirnos en el Reino Unido, lugar donde pudimos conocerlo y entrevistarlo, incluso logramos arrancarle la promesa de visitar nuestra diócesis para pronunciar algunas conferencias cuando ejercíamos como delegado diocesano de ecumenismo y relaciones interreligiosas de nuestro obispado aunque, desafortunadamente, la muerte lo sorprendiera solamente unos meses después en el decurso del año 2012.


J. Michael Wilkins, profesor de Nuevo Testamento y Decano de la Talbot School of Theology de Los Ángeles, California, (EE. UU.), quien le es destacadamente hostil y a quien John Hick tachaba sin ambages de cristiano fundamentalista, no tendría reparos en ubicarlo en la ya famosa “galería de los horrores de la teología, la filosofía y la historia de las religiones de Bomarzo”, al señalarlo también sin tapujos ni rodeos intervinientes como el responsable directo de que:


“Muchos líderes cristianos de todo el mundo estén reconsiderando, e incluso abandonando, la creencia de la singularidad de Jesús, que es el único camino para la salvación que se enseña en el Nuevo Testamento” [1].


En otro texto si Dios mediante intentaremos señalar las razones por las cuáles, respecto a la singularidad de Jesús, nos hallamos ante uno de los temas más delicados e importantes que la Iglesia deberá enfrentar y posicionar seguramente durante las próximas décadas.


John Hick fue siempre un ser indudablemente “sui generis”. De obediencia formalmente presbiteriana, aunque materialmente un pensador libre como el viento de ataduras confesionales a ningún credo inscrito. Se reconoció siempre intensamente influido por Kant y por Nietzsche. Del segundo, en orden a la permanente sospecha conceptual hacia el cristianismo, en la feliz terminología inventada por el hermeneuta Paul Ricoeur, y del primero en relación con el hecho de concluir que la mente humana, cuando opera hacia la comprensión conceptual, lo hace siempre de la manera más sencilla posible, sacrificando de este modo tanto el sentido profundo de los conceptos, sus interrelaciones de sentido, así como su detalle, por mor de la simplicidad comprensiva. Este es, como ha demostrado ampliamente la moderna psicología y en no menor medida la psiquiatría, el itinerario cognoscitivo de la mente humana y la manera como ella, sin de ello en absoluto conscientes, suele traicionarnos ...


Hick se declaró desde el primer momento un teólogo perteneciente al pluralismo religioso. No podemos contradecir la voluntad de quien así se considera, y por ello debemos posicionarlo como un teólogo pluralista, aunque nos atrevemos no obstante a calificar su teología de relativista igualitarista, como posteriormente trataremos de justificar.


Si hay algo que repele[2] a John Hick es cualquier traza de fundamentalismo religioso. Especialmente en el seno del cristianismo protestante histórico y en sus tan frecuentes y desdichadas multitudes escisiones sectarias. Este marcado tenor anti-fundamentalista es, por lo tanto, y sin lugar a duda, el motor que impulsa y que justifica el “totus” de su obra. Su preocupación anti-fundamentalista estará en consecuencia en la base tanto de sus aciertos como de sus hipérboles, cuando no excesos, teológicos.


Para mejor exponer y sistematizar sus ideas nos basaremos en varios de sus textos, así como en otros que no son suyos, pero que bien podríamos considerar afines, aunque no siempre del todo coincidentes con su teología y en ocasiones hasta en las antípodas de ella. Explicitando así de manera previa nuestras fuentes pretendemos evitar la circunstancia de consignar numerosas notas particulares a pie de página que podrían convertir la reflexión en una lectura harto farragosas y despistada. Operamos así con la finalidad de facilitar la comprensión al lector amable.


Nos referimos concretamente a los siguientes textos: La metáfora del Dios encarnado. Cristología en una época pluralista, Abya - Yala, Agenda latinoamericana, Quito: 2004. Este anterior libro constituirá la base a partir de la cuál presentaremos su pensamiento. Acudiremos también a su original en lengua inglesa, pues algunos de sus razonamientos pierden fuerza - a nuestro juicio - traducidos a partir de la edición castellana. The Myth of God Incarnate, London: SCM Press, and Philadelphia: Westminster Press, 1977. God and the Universe of Faiths, London: Macmillan, and New York: St. Martin’ns Press, 1973. An Interpretation of Religion, London: Macmillan, and New Haven: Yale University Press, 1989. The Non-Absoluteness of Christianity and The Logic of God Incarnate’in Disputed. Questions in Theology and the Philosophy of Religion, London: Macmillan and New Haven: Yale University Press, 1993.




Para el resto de autores: Wolfhart Pannenberg: Jesus: God and Man, Philadelphia: Westminster Press, London: SCM Press, 1968. Paul F. Knitter, No Other One Name? A Critical Survey of Christian Attitudes Toward the World Religions, Orbis Books, Maryknoll, New York, 1985. Jaroslav Pelikan, Jesus Through the Centuries. His place in the History of Culture, Yale: University Press, 1985. John Macquarrie, Jesus Christ in Modern Thought (London: SCM Press, and Philadelphia: Trinity Press International), 1990.


John Hick se apoya en Wolfhart Pannenberg para concluir que la imagen que de Dios percibe el hombre consiste específicamente en su destino ordenado hacia la comunión divina. Por ello, todo ser humano sin excepción y de la misma manera está preparado para comunicarse con Dios, circunstancia que iguala en consecuencia en orden al acto comunicativo puro a todas las religiones. Aunque Hick admite que antedicha comunión se produce en el seno de las diferentes religiones y espiritualidades de maneras muy diversas, todas ellas sin embargo son igualmente legítimas y eficaces. Este igualitarismo teológico tan acentuado justifica como más arriba sosteníamos el hecho de que, todo y siendo un teólogo pluralista, su pluralismo desemboque no obstante en un relativismo igualitarista.





Hick se declara abiertamente hostil contra la creencia cristiana tradicional que identifica a Jesús con Dios encarnado, quien descendiera desde el cielo como hombre para ofrecerse hasta la muerte redimiendo así los pecados del mundo y que fundara voluntariamente una iglesia institucional con la finalidad de que predicara y

recordase a las generaciones tales creencias.


Su argumentario podría sistematizarse en seis corolarios a partir de los que irá desgajando las partes fundamentales de su exposición:


(1). - La enseñanza de Jesús de Nazaret jamás pretendió, ni formal ni materialmente, señalar que era Dios en carne humana, que se personó en nuestro mundo como ofrenda de sacrificio vicario por los pecados de la humanidad, ni mucho menos que pretendiese establecer ninguna iglesia institucionalizada que habría de encargarse de recordar al mundo anteriores explicitaciones.


(2). - Por muchos esfuerzos intelectuales explicativos que se realicen, el dogma elaborado a lo largo del tiempo por mor de los diferentes concilios ecuménicos (siglos IV - V) es incapaz de explicar de manera satisfactoria y convincente ni el dogma de la doble naturaleza de Jesús (humana - divina) ni todavía menos la interactuación e interrelación existente entre ambas supuestas naturalezas.


(3).- El dogma anteriormente aludido de la encarnación ha sido frecuentemente utilizado a lo largo de la historia de manera manipulativa e impositiva, comportando y justificando en muchas ocasiones guerras fratricidas así como numerosos males humanos.


(4).- Cuando abordamos el complicado asunto de la encarnación de Dios en Jesús, ella se comprende mejor no desde un punto de vista estricta y exclusivamente real, es decir en su absoluta literalidad, sino más bien desde una perspectiva metafórica. De manera que aquello que Jesús encarnó no fue la divinidad, sino otra cosa muy diferente: la consagración de toda su vida orientada a manera de respuesta amorosa al previo amor de Dios.


(5).- Esta comprensión de la encarnación como metáfora es perfectamente compatible con la consideración de Jesús como “nuestro señor”, como quiere y reza la tradición, puesto que propicia la realidad de Dios en nosotros a la vez que nos interpela con su ejemplo hacia una vida permanentemente orientada hacia Dios.


(6).- Las personas que considerándose cristianas acepten los cinco primeros puntos anteriormente expuestos, es decir, que se ubiquen existencialmente al abrigo del nuevo paradigma cristológico, lo hacen a sabiendas de que el cristianismo es una forma legítima, entre otras tantas, no exclusiva ni excluyente, de ofrecer una respuesta válida a la Verdad o Realidad última que las tradiciones religiosas denominan Dios, y que dicha respuesta comprensiva colabora de manera eficaz (“effective”) a la armonía y a la paz societaria mundial de una manera mucho más eficiente (“efficient”) de la que lo haría un cristianismo exclusivista de carácter auto centrado que considere la religión cristiana como la revelación definitiva, final, exclusiva y excluyente de Dios, así como la garante y proveedora de salvación a toda otra religión existente, más todavía, a toda la humanidad.


Como puede constatarse, todo este argumentario aludido no puede por más que chocar fuertemente con la visión tradicional que del cristianismo se tiene, en primera instancia, no digamos ya con el cristianismo conservador y, especialmente, con el que desprende tintes fundamentalistas. No debe sorprendernos en consecuencia que Hick haya sufrido múltiples críticas, y hasta insultos destemplados, siendo uno de los intelectuales en definitiva que con más denuedo haya sido perseguido para ser petrificado y encerrado para siempre en nuestra galería imaginaria de Bomarzo ...


¿Cómo se contemplaba Jesús a sí mismo? Como el mensajero final antes de la inmediata restauración o venida del reino de Dios. Es por lo tanto indudable que Jesús se consideraba un profeta escatológico de corte apocalíptico, más: el profeta final, dada la inmediatez del reino. Ahora bien, es evidente que este esquema apocalíptico no podría soportar el paso del tiempo, y que terminaría cayendo, tras el paso del mismo, como un castillo de naipes, especialmente producida la muerte de Jesús. En consecuencia, el pensamiento apocalíptico original del nazareno fue siendo progresivamente sustituido en la fe de la Iglesia por la creencia que lo constataba siendo el Hijo de Dios, Dios como Él, encarnado, por obra del Espíritu Santo, quien vino al mundo a redimirnos del yugo del pecado a partir de su muerte sacrificial vicaria en la cruz.


En esta nueva teología trinitaria, Jesús de Nazaret, ahora Dios hecho carne, se convertía en la segunda persona de la Santísima Trinidad. Posteriormente, entorno a la encarnación como elemento nuclear y catalizador del nuevo esquema teológico, se irían polarizando toda una serie de cada vez más importantes teologúmenos, tales como su nacimiento virginal, los relatos milagrosos, el descenso “ad inferos”, la resurrección corporal y la ascensión final a los cielos para morar a la diestra de Dios.


La esperanza apocalíptica evidentemente se conservó, aunque ahora descontextualizada y desnaturalizada, pues se ayuntó a la instauración original del reino de Dios el concepto de la parusía o segunda venida de Jesús, desde ahora el Cristo y Mesías esperado, muerto y resucitado, que debía regresar a nuestro mundo en las nubes de los cielos, rodeado del poder, la gloria y la majestad divinos. Más tarde todavía se teologizaron algunos temas fundamentales para la teología cristiana tales como la consideración de la Iglesia como el cuerpo de Cristo formado por el resto de los redimidos y el estado de los muertos que tanto preocupara a las primeras generaciones de cristianos: el cielo, el infierno y finalmente, ya en época medieval, el purgatorio e incorporado a este los limbos, aunque ellos jamás pertenecieran “de facto” a la teología oficial de la iglesia.


Pero volvamos a la encarnación. Si Jesús era Dios por ser Hijo de Dios, y vivió una vida humana como la nuestra, ello implica que el cristianismo se convierte en la única religión planetaria establecida de manera PERSONAL por Dios. Esta circunstancia posee una importancia trascendental porque ubica al cristianismo ontológicamente muy por encima de todo el resto de las religiones existentes. Es precisamente en este anterior punto donde se centra la crítica de John Hick hacia una comprensión tal de la religión cristiana como epicentro específico y exclusivo de la actividad soteriológica divina.


En otras palabras dicho: la encarnación hace de la religión cristiana la religión de la superioridad, provocando que contemple a sus homólogas desde una orgullosa atalaya de preeminencia, circunstancia que no puede ser admitida de ningún modo por el resto de las religiones mismas al constatarse consecuentemente desplazadas hacia un rango de secundariedad, motivo de discordia inaceptable y permanente que hiere necesariamente de muerte cualquier atisbo de diálogo interreligioso.


Por otra parte, en un mundo cada vez más viajado y globalizado, tan abierto a la enorme variedad de culturas y de creencias en el seno de la familia humana, donde la inmigración y el trasvase cultural es algo tan frecuente, antedicha pretensión de superioridad moral del cristianismo es algo tan impensable como inaceptable a medio caballo entre lo absurdo y el ridículo. Una pretensión en definitiva desatinada, desbocada y carente de lógica social.



Como señala Paul F. Knitter, tras la constantinización del Imperio romano en el siglo IV, la conversión al cristianismo de todas sus estructuras de poder, entre ellas las dedicadas a la persecución de las religiones progresivamente minoritarias tales como las denominadas paganas y, especialmente, ya en la Edad Media, de los monoteísmos judío y musulmán, así como la ulterior y desafortunada instauración de la Inquisición que comportara incluso la estigmatización física de los disidentes mediante la relajación al brazo secular de los sospechosos, el cristianismo, a medida que avanza su historia, se convierte, especialmente en occidente, en el centro exclusivo y excluyente de cualquier otra forma de pensamiento religioso, reaccionando con violencia hacia las diferencias.


Si tomamos el ejemplo que nos proporciona nuestro sistema solar, corregido afortunadamente por Galileo Galilei y por los científicos que lo siguieron intelectualmente en el tiempo, el cristianismo se auto consideraría el sol, imperante en el centro gravitacional del sistema no por casualidad denominado solar, mientras que absolutamente todo el resto de religiones, adoptarían el papel de los planetas que lo circundan, y que en consecuencia dependen del sol, constituyéndose así el cristianismo en un lugar de absoluta necesidad y preeminencia.


La metáfora es aquí muy procedente, especialmente si tenemos en cuenta que, al menos desde un punto de vista magisterial para el mundo católico apostólico romano, y de confesión de fe y “consuetudine” para el mundo protestante, el resto de religiones no cristianas no hacen ni pueden hacer de hecho más que girar alrededor de la única religión considerada verdadera.


Es decir, el cristianismo operaría a modo de luminaria excelsa como el sol, estrella absolutamente indispensable sin la cual todos los planetas carecerían de sentido al no poder desarrollarse en ellos la vida. Todavía más: al resto de religiones no cristianas se les ha llegado incluso a negar la categoría esencial de tales o, desde un punto de vista algo más aperturista, y sin llegar en consecuencia a semejantes extremos, sí que se ha puesto en la mayoría de las ocasiones en duda que las mismas, como meros satélites solares circundante al astro rey que son, conduzcan verdaderamente al ser humano hacia una experiencia de salvación plena y definitiva equivalente al de la beatitud cristiana. Y caso de hacerlo, se dice, en realidad no es más que por el hecho de participar de la luz solar, léase de la claridad y del calor que el cristianismo, como verdadero sol de salvación que es, de una manera misteriosa, pero no por ello irreal, les proporciona al irradiarlos siempre solamente de una manera derivada.


Nótese que antedichas consideraciones en realidad no hacen más que plantear en el fondo un problema cristológico con una importante derivada soteriológica: si Jesucristo es la verdadera y única encarnación de Dios, Dios mismo en consecuencia, sus seguidores transitan por una vía privilegiada y superior de salvación incomparablemente desigual a cualquiera otra “via salutis”, si es que en realidad las personas que transitan allende puedan siquiera salvarse.





Ahora bien: ¿ese fue realmente el mensaje de Jesús al hacer presente la realidad de Dios? ¿No encerramos así y de manera inopinada en el jardín de los horrores del Bomarzo metafórico a todo el resto de las religiones no cristianas ...



Miquel – Àngel Tarín i Arisó

Per semper vivit in Christo Iesu



 

[1] Michael J Wilkins; James Porter Moreland (eds.), Jesús bajo sospecha: Una respuesta a los ataques contra el Jesús histórico (Colección teológica contemporánea) (Spanish Edition) (pp. 34-35), Barcelona: Editorial CLIE. Edición de Kindle. [2] No somos nosotros sino él mismo quien utiliza esta tan contundente expresión.

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