El hecho religioso de Maria Zambrano, por José Ignacio González Faus S,J.
AVISO: este artículo es largo y denso. Apareció en mayo en la revista catalana de teología y en la Revista latinoamericana de EL Salvador... pero su autor lo ha difundido también en RELIGION DIGITAL. Lo difundimos en honor de su autor que ha cumplido este año, 90 primaveras. Creemos que es gran trabajo, pertinente y actual, sobre el hecho religioso, que merece ser difundido entre nosotros dado su valor, y lo hacemos sin interés venal, para el conocimiento de los lectores de Escritorio Anglicano—LA LUZ.
12.05.2023 |
por José Ignacio González Faus[1]
«El libro de esta gran autora, El hombre y lo divino, puede ser una de las puertas de acceso al hecho religioso en nuestra sociedad secular. El libro tiene, a mi modo de ver, páginas de gran valor antropológico. Pero quizá una de sus primeras frases: “una cultura depende de la calidad de sus dioses” (p. 27) llevó sin querer a la autora a un estudio prolijo y hoy poco interesante de los dioses griegos, precisamente desde su aprecio a la cultura helena. Aunque se pueda justificar así la aparición de la tragedia por la insuficiencia de esos dioses griegos [1], no sé si esa prolijidad por un tema secundario, ha hecho olvidar otras páginas bien valiosas que quisiera recuperar y recorrer en este comentario. Por otro lado, ella misma reconoce en el prólogo a la segunda edición (1973) que ese es el título que mejor convendría a toda su obra.
La sistematización en capítulos de estas reflexiones es mía y no del libro de Zambrano.
I.- AUTOTRASCENDENCIA DEL SER HUMANO
Zambrano parece intuir que hay una cierta dimensión de lo real que hoy llamaríamos mistérica y ella prefiere llamar divina, y otra compleja dimensión del ser humano que parece corresponderse (o relacionarse) de algún modo con esa de lo real. De ahí le brota la pregunta:
¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo ciertamente pero, al fin, dioses?... Y la respuesta le parece clara: Todo atestigua que la vida humana ha sentido siempre estar ante algo, bajo algo más bien…: la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible (31).
La formulación me parece bien precisa en su intencionada vaguedad: “algo” que no nos es accesible, pero que nos hace sentirnos como bajo una presencia que es ineludible y que, además, parece encubrir la realidad. ¿Por qué si no, esa tendencia a hablar del hado, el destino, “la suerte”? Eso la lleva a matizar que:
Los dioses han sido, pueden haber sido, inventados, pero no la matriz de donde han surgido un día, no ese fondo último de la realidad que ha sido pensado después como ens realissimum (32). Y más adelante aún reforzará esa afirmación: la estancia de lo sagrado, de donde salen las formas llamadas dioses, no se manifiesta un día u otro; es consustancial con la vida humana (235).
Esa matriz o fondo último le revela al hombre algo que parece elemental pero es decisivo: su no divinidad. Es inevitable recordar al Zaratustra de Nietzsche clamando “si hubiera Dios ¿cómo podría soportar el no serlo yo?”, cuando leemos que: es su propia impotencia de ser Dios la que se le presenta y representa, objetivada bajo un nombre que designa tan solo la realidad que él no puede eludir (24). Y no puede eludirla porque eso es el hombre con su carga, con la carga de padecer su propia trascendencia (387).
¡Qué bien dicho eso de padecer la propia trascendencia! Ineludible e inaccesible. Pero esa impotencia le revela al hombre una complicada dialéctica de su propio ser: por un lado, ante lo divino (el hombre) queda inerme (24). Por otro lado: el hombre -ser escondido- anhela salir de sí y lo teme… Y de aquello de que no puede escapar, espera (32).
Inerme y esperante. Esa última reacción doble (de esperar cuando no se puede escapar, y de anhelar y temer trascender), me parece una buena fenomenología de lo hondo de la primera religiosidad humana. Donde Lucrecio había escrito “timor fecit deos”, Zambrano parece ir un poco más allá: no es el simple temor a amenazas exteriores sino el profundo y secreto temor del hombre a sí mismo. Por eso puede concluir que: la aparición de un dios representa el final de un largo período de oscuridad y padecimientos (34). Y cree además posible universalizar esta conclusión: en el mundo oriental, donde quiera que volvamos la vista, vemos al hombre vuelto a lo divino: en India, Irán, Caldea y Egipto, la vida del hombre sobre la tierra aspiraba a ser copia del cielo (98-99).
Esta descripción que acabo de resumir con los dos vocablos “inerme y esperante”, me parece tan exacta que no resulta difícil reencontrarla encarnada en dos características de nuestra cultura hodierna. Una más moderna y otra más postmoderna:
a.- Por un lado, la experiencia de la subjetividad. Ser sujeto significa algo así como ser el centro y dueño de todo (la realidad se convierte en un “objeto” para mí). Pero resulta que ese presunto sujeto no tiene nada de único: son miles de millones los que pretenden ser únicos: inermes ante lo inviable de la propia subjetividad.
b.- Por otro lado, nuestra dura experiencia actual con la pandemia de la covid, puede ser descrita con esa expresión de “esperar cuando no se puede escapar” y de “temor a trascenderse”. El ser humano se debate así entre su fragilidad y su poder, sin lograr avenirse bien con esas dos cualidades. ¿Cómo no íbamos a esperar entonces?
Algunas consecuencias:
Esta antropología radical permite después una cierta fenomenología del existente humano. Los rasgos que más destaca Zambrano me parecen ser:
[ Agustin de Hipona]
La pregunta.- “Me había convertido en una gran pregunta para mí mismo”, reconoció Agustín de Hipona en su “Confesiones”. Y uno recuerda esa frase cuando lee:
«La aparición de los dioses significa la posibilidad de la pregunta, de una pregunta ciertamente no filosófica todavía, pero sin la cual la filosofía no podría haberse formulado… La aparición de lo más humano del hombre: el preguntar… La angustiada pregunta sobre la propia vida humana (35). La soledad primera que da origen al pensamiento es la soledad del hombre que se da cuenta de la imparidad de su destino y de su “ser”: de que nadie hay que pueda responder a lo que precisa saber (299).»
Y Zambrano parece adivinar que esa pregunta lleva a la clásica distinción entre algo sagrado y algo profano, como dos dimensiones que, a la vez, luchan, pero se buscan y se necesitan.
La distinción sagrado-profano: Lo sagrado y lo profano son las dos especies de realidad: una es la incierta, contradictoria, múltiple realidad inmediata con la cual la vida humana tiene que habérselas; el lugar de su lucha y de su dominio. El orbe sagrado es donde se decidirá esta lucha (42-43).
Y esa doble especie de realidad acuña la dimensión “trágica” de la existencia humana, que parece ser también condición de su libertad: los dioses griegos crearon, en mayor proporción que ningunos otros, el espacio de la soledad humana. Dejaron al hombre libre por dejarlo desamparado. El Olimpo con su esplendor, prepara la soledad humana (59)…
¡Qué bien dicha la última frase! Pero no se trata solo de los dioses griegos. Como ya insinué, ellos son solo un ejemplo de la tragedia que es vivir humanamente (251). De hecho, más adelante hablará nuestra autora de (una) destrucción que se alimenta de sí, como si fuese la liberación de una oculta fuente de energía y que remeda así a la pureza activa y creadora, su contrario. Tal es la ambivalencia de lo sagrado (279). Y tal es también la ambivalencia constante del ser humano: todo un sueño, emancipación del subterráneo temor de tenerlo todo, de la avidez que siempre teme perder su presa (392).
En conclusión, Zambrano describe al hombre como un ser “remitido”, sin que pueda apresar suficientemente el termino de esa referencia. Pero esa referencia constitutiva permite comprender la aparición de “lo divino”. E introduce otro discutible (e imprescindible) elemento de la intuición de lo divino: el sacrificio.
El sacrificio: Zambrano sostiene que el hecho de que los dioses aparezcan estuvo ligado siempre con la acción del sacrificio (41).Es dios, o hace oficio de Dios, aquello a que se sacrifica (303). El sacrificio deja de ser un acto de culto (gratuito por tanto) para convertirse en una manera de “comprarse a Dios”.[2] Quizá valga la pena evocar ahora tantas prácticas pseudocatólicas que intentaban sustituir la confianza, por una seguridad mecánica que garantizaba la salvación eterna: primeros viernes, primeros sábados, tres avemarías…
Y Zambrano descubrirá una secreta presencia del sacrificio en nuestra sociedad que se proclama no religiosa: si antaño, por la falta de sentido de la historia, el “sacrificio” parecía orientarse a lo más inmediato o a recuperar supuestos paraísos perdidos, hoy no desaparece como sacrificio pero puede ofrecerse más al futuro: en el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana, una vida divina que el hombre parece haber tenido siempre como modelo previo (308).
Por eso, explicará nuestra autora: no hay sacrificio que el hombre de hoy deje de ofrecer al futuro. No hay sacrificio que, hundiendo tal vez sus raíces en otros motivos, no quede justificado, legitimado en nombre del futuro (304). El futuro, dios desconocido, se comporta como una deidad que exige implacablemente y sin saciarse que le sea entregado el fruto que va a madurar, el grano logrado, ese instante de calma, la paz de una hora (304).
De ahí a la poesía y a la filosofía.- La autora recurre aquí al vocablo griego apeirôn (75)[3] que puede dar lugar a la poesía: Convertir el delirio en razón, sin abolirlo, es el logro de la poesía (355). Pero un logro otra vez insuficiente, que pronto fue sustituido por la filosofía: porque filosófico es el preguntar y poético el hallazgo (73). El apeirôn es así sustituido por el uno de Parménides, segunda revelación alcanzada por la filosofía (75)…
Y nuestra autora parece sugerir que:
Con la pregunta filosófica el hombre se ha decidido a asumir su puesto en el mundo frente a los dioses, que antes de que se llegara a ese instante habían sido sus inspiradores: inspiradores de lo mismo que les había de superar (62). Y les había de superar porque: Nada hay que separe más a los hombres… que la diferencia nacida del dios a quien se sirve (82), comentará agudamente Zambrano.
Se trata ahora de descubrir al final el ser que hace ser (79). Pero tampoco acaba todo con la filosofía.
II.- “ILUSTRACIÓN”: NECESARIA E INSUFICIENTE
Con la filosofía, Aristóteles realizó una verdadera revolución, similar a la que supuso la llamada “Ilustración” en nuestro s. XVIII: pensarlo todo por sí mismo, humanamente, sin “inspiración” ni servidumbre a los dioses, sin compromiso de “salvar el alma”, sin más compromiso que el de llevar la pretensión del conocimiento a su plenitud (95)…
Esa revolución no fue fácil. Pero fue fecunda porque parece que: la suerte de la razón del vencido es convertirse en semilla que germina en la tierra del vencedor. La semilla, toda semilla ¿no está vencida cuando es enterrada? Y cuando revive de entre los muertos, donde se la arrojó, es porque se ha vencido enteramente a si misma (90).
Efectivamente,la razón aristotélica parece sufrir el mismo proceso descrito en la parábola jesuánica del grano de trigo, y esto ayuda a comprender el mérito que tuvo en su época la admiración y la opción de Tomás de Aquino por Aristóteles. Mérito que tampoco podrá ser perenne (como parecía pensar una parte de la teología escolástica sucesora de Tomás) porque Zambrano sabe también que la razón solo triunfa (como acaba de decir) cuando se ha vencido enteramente a sí misma (90). La razón que no se ha vencido a sí misma degenera en esos racionalismos que solemos desautorizar como “escolásticas”.
En cualquier caso, fue Aristóteles quien ganó en esta lucha (122). Y extrañamente, ese nuevo saber, la filosofía, llegó a descubrir, a “develar” la idea de Dios -y tuvo su mártir en Sócrates- (96). Tanto que: después, dioses, lo que se dice dioses, no podía haberlos. Solo el dios de Plotino será “más dios” que el de Aristóteles (122).
Pero esa victoria no es, no puede ser, definitiva. Porque, como ya se ha insinuado antes, las formas de lo divino se sienten en la ausencia y a lo más se entrevén (128). La misma razón es consciente de esto, y sabe que el darles forma permanente en una materia es para retenerlas en algo que, por fuerza, las encubre a la vez (128).
Incluso, ya antes de abordar el tema de Dios, la experiencia humana es que la visión perfecta jamás se logra y cuando vemos algo plenamente es algo cuya presencia no es plena… Y cuando la mirada encuentra al fin algo que responde a su demanda de ver enteramente, y a la necesidad de una pura y total presencia, es fugitivo y solamente dado en insinuación, en presentimiento (128).
Fugitivo y solo presentido. Así son los objetos de las pretendidas plenitudes humanas: por un lado afán de apresar pero, por el otro, temor de verse apresado por aquello que se escapa siempre. Y de estos dos ámbitos, temor de ser visto, ansia de ver, que definen la condición humana, es el temor quien primero proporciona el ámbito para el dios de la visión y de la inteligencia (129).
Dando ahora un paso más, estos dos ámbitos le permiten a Zambrano una primera comparación entre los dioses griegos y el Dios de Israel que ella formula así:
El hombre en Grecia no podía entrar en sí mismo; llevado por el afán de visión se exteriorizaba, se buscaba fuera de sí y creía solo encontrarse cuando, al fin, podía verse en el mundo inteligible, como una idea transparente al fin a la mirada (130).
En cambio: es el Dios de Israel quien hizo sentir en grado máximo al hombre el temor de ser visto, el afán de esconderse (129). Pero también: es Él quien, a través de Cristo, hace salir al hombre de sí, ofreciendo a la visión divina lo más oscuro y recóndito, el centro de su ser (130).
Sobre lo del Dios de Israel, recordemos la confesión de Sartre en “Los caminos de la libertad”, como razón de su ateísmo: Dios era como “un ojo que le mira”: una mirada incómoda de la que no podía escapar. Había quemado sin querer una alfombra y, cuando trataba de ocultar el desaguisado, se sintió mirado y censurado por Dios. Una mirada que nunca fue vivida por Sartre como la mirada cariñosa de unos padres que esperan que su niño hará bien las cosas y, por eso, es una mirada estimulante. Siempre fue vivida como la mirada de policía controlador. Si como expresa en Huis clos, la mirada al otro siempre es un juicio ¿qué será cuando esa sea la mirada de Dios a nosotros?[4]
En cualquier caso, ante esa humana dialéctica no resuelta del mirar y el ser mirado, poseer y ser poseído, tiene que concluir Zambrano que: la soledad humana sigue desamparada en la luz cuando no ha podido deshacer la resistencia, el ansia infinita contenida en toda vida…. Algo en la condición humana se resiste a esta luz del pensamiento, algo pasivamente resiste a esa actualidad de la inteligencia (131).
“Soledad desamparada”: recordemos que el Dios de Aristóteles no puede tener amigos ni amar, porque esto le haría dependiente del objeto amado. Parece entonces lógica la conclusión de nuestra autora: El dios de Aristóteles atraía hacia si todas las cosas “como el objeto de la voluntad y del deseo mueve sin ser movido por ellos”, mueve sin ser movido. Y bajo él, la esperanza más inconfesable de todas las que mueven el corazón del hombre quedaba sin respuesta: la esperanza entre todas, de ser visto, ser amado, mover a dios. El “Motor inmóvil” no respondía, ni siquiera podía permitir al hombre expresar esa su esperanza última y su primer anhelo oculto en la oscuridad de su corazón (132). De ahí también la insuficiencia de la filosofía por necesaria e imprescindible que sea: El dios de la filosofía no es quién sino qué (396).
No sé si Zambrano se consideraba o no cristiana. A veces habla con tanto respeto que uno tiende a pensar que sí. Pero, en este caso, su cristianismo quedaría demasiado inmerso en aquel pobre catolicismo hispano de los años cuarenta. Digo esto porque las dos citas anteriores parecen estar reclamando una referencia a la enseñanza de la primera carta de Juan con su canto a Dios como “Luz y Amor” a la vez: al amor que nos mira y la luz que nos permite ver. Tanto que la misma autora concluye con esta especie de lamento: Y aún todavía el amor, ese movimiento el más esencial de todos los que padece la vida humana… no será amor enteramente si eso que se mueve no logra al fin mover. Si es que no hay un Dios que sea movido por el hombre (132-33).
Pero ese Dios que, pese a su diafanidad total, llega a “ser movido por el hombre” es precisamente el que anuncia alborozada la primera carta de Juan, como “la gran palabra de la vida” (cf. 1 Jn, 1,2). Es pues lógico que el lector se quede esperando alguna referencia de este tipo. De hecho, Zambrano, aunque parece concluir aquí que eso sería la definición primaria y más amplia de lo divino: lo irreductible a lo humano (136), añade no obstante en otro momento: la intimidad era el don que trajo el cristianismo al abrir en el interior del hombre una perspectiva infinita (241).
Pero esa será una referencia posterior. Si nos atenemos a lo expuesto hasta aquí, parece que eso puede llevar, lógicamente, a las reflexiones siguientes de nuestra autora que intentaré exponer ahora en un tercer capítulo: un dios así tiene que morir. De hecho, hoy son muchos los teólogos que han intentado mostrar que la llamada “muerte de Dios” es un fenómeno que afecta propiamente a la idea general de Dios, no al Dios cristiano[5].
III.- MUERTE DE DIOS
Al ateísmo satisfecho de nuestra era, Zambrano parece decirle estas dos cosas: negar a Dios no significa que no exista; solo significa un cambio de nuestra relación con Él. Por tanto, lo que el hombre, moderno proclama es simplemente que de Dios ha perdido la idea, o que la rechaza. Nada más (385).
En primer lugar, pues: No se libra el hombre de ciertas “cosas” cuando han desaparecido, menos aún cuando es él mismo quien ha logrado hacerlas desaparecer... Así eso que se oculta en la palabra casi impronunciable hoy: Dios.
Y en segundo lugar: No es exacto decir que la relación con ciertas cosas quede intacta cuando las negamos, más bien sucede que la relación cambia de signo y se intensifica hasta tal punto que, cuanto más fuera de nuestro horizonte quede el objeto, más amplia, profunda, es nuestra relación con él, hasta invadir el área entera de nuestra vida… (134).
De hecho, podemos proclamar la muerte de Dios pero, por ejemplo: la creencia de tener un alma no es, ni mucho menos, ingenua, primaria. Por el contrario, todos los investigadores del mundo primitivo nos muestran una gran riqueza de creencias, integrantes de lo que se ha llamado animismo (271).
Paradójicamente, la muerte de Dios hace a Dios más presente que nunca en lo que algunos llaman nuestra “situación de orfandad”, palabra que siempre designa no una mera inexistencia sino una pérdida[6]: la ausencia, el vacío de Dios podemos sentirlo bajo dos formas que parecen diferentes a simple vista: la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto (135).
Por otro lado, la muerte de Dios no comienza con Nietzsche: está ya gestándose en el llamado “deísmo”, que afirmaba la existencia de Dios, por razones meramente lógicas, pero niega cualquier preocupación de Dios por este mundo (lo que en otros lugares califiqué meramente como el dios “explicación”, que no tiene nada que ver con el Dios “comunicación”). Ese deísmo tampoco es originario del s. XVIII con Voltaire y demás. Ya antes de ellos, había afirmado el poeta latino Lucrecio: en el caso de que haya dioses no se preocupan para nada del hombre...: el mundo estaba vacío y los átomos no podían poblarlo (141)…
El ateísmo es así: una respuesta de la desolación humana y, en el caso de Lucrecio, el reproche del hombre ante lo inaccesible de los dioses (144)[7]. Es por tanto una declaración desesperada…, en realidad más negadora del hombre que de los dioses… Si Lucrecio no se hubiera suicidado, su vida hubiera tenido una significación suicida como la tiene la de tantos hombres que no han consumado el gesto suicida (142)…
Pero, aunque no se consume el gesto suicida, se comprenden tanto la afirmación de A. Camus (“el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio”[8]), como la reacción desesperada de Nietzsche afirmando que, muerto Dios, o logramos construir el superhombre o nos convertiremos en los últimos hombres. Porque: que el hombre sienta perder su ser, y convertirse lentamente en imagen de nada, en eco sin voz, en espejo de una oquedad (143) no es precisamente una buena noticia.
Me permito llamar la atención sobre la hondura de las tres caracterizaciones: imagen… de nada, eco… sin voz, espejo… de un vacío. “El sueño de una sombra” había escrito Píndaro en su Pitias. “Una pasión inútil” confirmó Sartre 25 siglos después.
Por eso, concluye Zambrano: “Dios ha muerto” es la frase en que Nietzsche enuncia y profetiza la tragedia de nuestra época. Para sentirlo así es preciso creer en él y aún más, amarlo. Pues solo el amor descubre la muerte (147)… Un grito nacido, como todos, de las entrañas; pero éste nacido de las entrañas de la verdad última de la condición humana (148). Y profiere su grito (Dios ha muerto) esperando quizá absorber a Dios dentro de sí… Desesperación de seguir soportando la inaccesibilidad de lo divino (150)…
Y aquí es donde, por fin, aparece la alusión al amor que antes echábamos de menos: no todavía el Amor como buena noticia de Dios, pero sí como suprema aspiración humana: Solo se entiende plenamente el “Dios ha muerto” cuando es el Dios del amor quien muere, pues solo muere en verdad lo que se ama, solo ello entra en la muerte: lo demás solo desaparece (145). Aunque esa constatación tiene también su versión contrapuesta: pues “lo que se ama” muere a veces no por la experiencia de su ausencia sino por la necesidad nuestra de hacerlo propio: la necesidad que exige matar a lo que se ama y, aún más, lo que se adora, es un afán de poderío con la avidez de absorber lo que oculta dentro (145).
[Alfonso Comin]
Una vez escuché explicar a Alfonso Comín, al regreso de una reunión en Italia de los “cristianos por el socialismo” en la década de los setenta, que un militante comunista del Este (quizá Checoslovaquia o Hungría) le había dicho: “yo no creo en Dios pero le amo mucho”. No se trata de una banalidad, dicha quizás como mera “captatio benevolentiae”. Es más bien una afirmación de la verdadera situación del ser humano ante Lo Divino: no es un tema que se pueda abordar desde una afirmación o negación (o duda) de su existencia sino que, antes de eso, reclama del hombre una clara toma de postura sobre su acogida o rechazo, aceptación o negación de eso que luego llamaremos Dios.
En conclusión pues: a Dios, podemos matarlo… mas solo en nosotros (152). Por eso cree Zambrano que el ateísmo es: el producto de una acción sagrada entre todas que es la acción de destruir a Dios. Y esa sacralidad del acto es la que acaba dejando como una oquedad que termina en el delirio del superhombre (153). Y esto, aunque sea una acción realizada en forma tal que parece solamente la enunciación de una verdad consabida (139).