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DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ

Uno de los pasajes más conocidos de los Santos Evangelios es el referido en San Lucas 18:15-17 (y paralelos), donde se nos narra un episodio harto entrañable del ministerio de Jesús, cuando le llevan unos niños para que les imponga las manos y los bendiga pese a la oposición de los discípulos. Una historia semejante se ha prestado desde siempre a una exposición homilética centrada en la idea de que Dios (o Jesús en este caso concreto) bendice a quienes tienen un alma pura e inocente, característica inherente a los niños y “conditio sine qua non” para la entrada en el Reino. Tal ha sido la interpretación “cuasicanónica” de este relato, y por lo que escuchamos con frecuencia, continúa siéndolo en el sentir de muchos cristianos contemporáneos nuestros. Pero se basa en un cliché cultural de Occidente, no en la realidad de los tiempos de Jesús, ni tampoco de los nuestros.

La cultura occidental viene prodigando desde hace siglos, y pese a su confrontación constante con la cruda realidad, una imagen de la infancia totalmente idealizada, según la cual los niños están exentos de maldad. Expresiones como “los niños nunca mienten” y similares, que tanto éxito alcanzaron en otros tiempos no demasiado lejanos, vienen a refrendar lo que indicamos. Tal inocencia se pierde, dicen, con la entrada en la pubertad, cuando el despertar sexual pone fin a ese estado idílico e introduce a la persona en una condición distinta que muchas mentes enfermizas no han dudado en tildar de pecaminosa. La experiencia cotidiana, no obstante, ha venido desmintiendo de modo permanente tales cuadros de cuento de hadas. Los niños, en tanto que seres humanos, son capaces de manifestar a su nivel sentimientos dañinos hacia los demás, crueles incluso, movidos por la envidia, los celos, el rencor y otras características de la misma índole. Que un niño o una niña mientan con plena conciencia para protegerse de un castigo es algo que todos los padres y maestros conocen de sobras. Y si bien es cierto que el despertar sexual suele darse en líneas generales en la pubertad, ello no niega que algunos niños manifiesten un claro atractivo por tales asuntos, o que incluso lleguen a mantener relaciones íntimas entre sí de manera prematura y sin incitación de ningún adulto. El mito de la supuesta inocencia infantil solo puede ser sostenido por quienes no conozcan demasiado la realidad de los niños. Cuando Jesús los bendice en el pasaje lucano que hemos mencionado y se opone a quienes pretendían impedirlo, no lo hace movido por ideas erróneas o fantasiosas sobre la realidad de la infancia, sino por las condiciones en que vivían los niños de su tiempo y su país natal, que conocía muy bien.

Las culturas de la antigüedad, y los judíos no fueron en esto una gran excepción, concedían muy poco espacio a la infancia. De hecho, las diversas literaturas de la época mencionan a los niños solo en relación con el mundo de los adultos y siempre en estricta dependencia de estos, cuando no a su servicio. No faltan los códigos legales que les niegan incluso el “status” jurídico de persona y que colocan sus vidas al nacer a la merced de sus progenitores masculinos (la cruel práctica de la “expositio” recogida en el Derecho Romano, pero que debió estar muy extendida también en otros ámbitos culturales). En la propia Biblia no se prodiga demasiada ternura para con los pequeños, percibidos casi siempre bajo el prisma de la necesidad de una descendencia que perpetúe el nombre del clan o del pueblo.

La bendición de Jesús a los niños y su declaración lapidaria acerca de la entrada en el Reino de Dios se inscribe, lejos de mitos o puntos de vista extrapolados sobre la infancia, en su programa redentor como una manifestación más de la misericordia divina para con aquellos que no tienen un lugar demasiado definido o demasiado destacado en la sociedad. Jesús imparte bendición a los niños de la misma manera que con su presencia bendice casas y banquetes de publicanos o con sus manos devuelve la salud a enfermos terminales y socialmente repulsivos. Los niños forman parte de los débiles, de los elementos más vulnerables de la sociedad israelita de aquel tiempo, de los que no tienen voz ni tampoco dignidad personal. La redención llevada a cabo por Cristo tiene como finalidad, además de liberar de la condenación que acarrea el pecado, devolver la dignidad a quienes la han perdido o a quienes se les ha arrebatado o incluso negado sistemáticamente. Redimir es liberar, restaurar, y también redignificar. La acción de Jesús al aceptar imponer las manos y pronunciar una bendición sobre aquellos niños es, por tanto, revolucionaria. No lo hubiera sido para el auditorio que le rodeaba haber pronunciado reprensiones al mal comportamiento de los infantes o haberles impartido consignas y enseñanzas éticas que necesitaran aprender; en tal caso, Jesús habría actuado como autoridad, como maestro. Pero al bendecir a los niños, Jesús actuó de manera distinta. Sobre todo, al reprender a sus discípulos.

El intento por parte de los discípulos de obstaculizar el acceso de los niños a Jesús es perfectamente comprensible dentro de los patrones de la época. Es evidente que los discípulos seguían sin comprender el alcance de la enseñanza de Jesús o incluso su propia persona. Jesús, debían entender, era demasiado importante como para que unos niños le fueran llevados y tuviera que dispensarles atención. No se percataban aquellos concienzudos discípulos de que su Maestro estaba en el mundo precisamente para abrir los brazos a seres como los niños, a quienes nadie valoraba. Asimismo, muchos discípulos décadas después tampoco entenderían que los gentiles, mal percibidos y peor conceptuados por el judaísmo, tuvieran acceso a Dios a través de Cristo sin pasar por el tamiz de la ley de Moisés. Y en nuestros días parece que son legión, desgraciadamente, los presuntos discípulos de Cristo que siguen obstinados en cerrar puertas o poner barreras entre Jesús y otros seres humanos, cuando la enseñanza del evangelio es precisamente la contraria. Los prejuicios son más poderosos que las doctrinas más sublimes.

Por eso Jesús afirma la necesidad de ser como los niños para entrar en el Reino de Dios. Pero de ser como eran los niños en su época, cuando él dijo aquellas palabras y cuando los evangelistas, San Lucas en este caso concreto, las pusieron por escrito. No se trata de una presunta pureza o inocencia que por un lado no existen y por el otro representarían un estado de absoluta inmadurez en el desarrollo de la persona; se trata de una clara conciencia de pequeñez, de debilidad intrínseca, y por ende, de estricta dependencia de la misericordia divina. Solo tiene acceso al Reino de Dios quien se sabe necesitado, quien es capaz de percibirse a sí mismo como incapaz de lograr esa entrada por sus propios medios, quien en definitiva no tiene otro agarradero que Dios. Ser como niños no significa mostrar actitudes infantiles e inmaduras, sino aprender a confiar en aquel en cuyas manos está el destino de toda la humanidad.

SOLI DEO GLORIA

 


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)

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