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ALEGRÍA, CELEBRACIÓN, REFLEXIÓN





Aunque el relato del nacimiento del Salvador, tal como nos lo refiere el evangelista San Lucas en el segundo capítulo de su evangelio, es muy escueto (tan solo los primeros veinte versículos), ha resultado más que suficiente para que la Cristiandad haya reconocido en él un buen fundamento para las tradicionales celebraciones navideñas y también para la reflexión que las acompaña. Los villancicos populares que se entonan en las distintas regiones y áreas geográficas de nuestro país, tanto en castellano como en los diversos idiomas y dialectos vernáculos, vienen a reflejar todos ellos un ambiente de regocijo, de fiesta: Navidad significa alegría. Es cierto. Para los cristianos supone una ocasión especial de recordar eventos capitales de la Historia de la Salvación que, lógicamente, han de llenarnos de gozo al rememorarlos y al reflexionar sobre su significado.

Imposible agotar en un breve artículo como este la profundidad, la riqueza teológica de la celebración navideña. Nos contentaremos, en gracia a la brevedad, con mostrar únicamente tres ideas claramente esbozadas en el pasaje lucano señalado.

En primer lugar, la Navidad nos enseña LA PRESENCIA REAL DE DIOS EN EL TIEMPO Y LA HISTORIA HUMANA. San Lucas 2:1-2 menciona unos nombres propios, el de Augusto César y el de Cirenio, y un edicto de empadronamiento emanado de la autoridad imperial romana, vale decir, personajes que viven y actúan en momentos y lugares determinados, así como una resolución que generará un efecto muy concreto en un área geográfica bien delimitada y sus gentes, en especial en una familia. Tiene buen cuidado San Lucas Evangelista de ubicar su narración en un tiempo y un espacio mensurables, computables, consciente como es de que cuanto relata es un evento real, algo que acontece en el mundo sensible. Son bastantes y bien conocidos los eruditos contemporáneos que señalan en San Lucas una clara concepción historicista en sus obras, tanto el Evangelio como el libro de los Hechos de los Apóstoles. Se entronca así en la corriente ya generada en el antiguo Israel conforme a la cual los hagiógrafos pretenden narrar cómo Dios ha intervenido en los acontecimientos humanos con una clara finalidad salvífica, pero añadiendo un detalle de gran importancia: ahora Dios ya no interviene “desde afuera” —sin duda, más de uno preferiría decir “desde lo alto”—, como sucedía en las historias narradas en el Antiguo Testamento, sino “desde adentro”, o sea, implicándose plenamente en el devenir humano, haciéndose él mismo una persona humana y naciendo como un niño. Dios había estado presente a lo largo de la historia de Israel (y aún antes) por medio de intervenciones directas —los prodigios referentes a la liberación de Israel del poder egipcio narrados en los capítulos iniciales del libro del Éxodo, por ejemplo— o a través de personas escogidas —los patriarcas, Moisés, Josué, David, los profetas…— que hablaron y actuaron en su nombre. Ahora, en cambio, a partir de los acontecimientos de Belén lo hará de manera muy directa, lo cual tendrá unas consecuencias eternas para nuestra gran familia humana.

En segundo lugar, la Navidad nos trae a la memoria EL CUMPLIMIENTO DE UNA PROMESA. La breve referencia de San Lucas Evangelista al nacimiento de Jesús responde, sin duda, a cuanto había escrito en el capítulo anterior sobre la Anunciación del ángel Gabriel a María, pero va mucho más allá. De hecho, se retrotrae a todas las alusiones, directas o indirectas, que hallamos en el Antiguo Testamento a una figura especial que había de llegar en tiempos futuros para bien del pueblo de Dios, desde el Rey humilde y el Pastor herido evocados por el libro de Zacarías hasta el misterioso Siloh de la profecía del moribundo Jacob a sus hijos, pasando por el Hijo del Hombre de una de las visiones de Daniel, la vara de Isaí que retoña, el Emmanuel nacido de una doncella y el Siervo Doliente que muere por su pueblo del libro de Isaías, así como cualquier otra de las que se suelen indicar desde los relatos patriarcales hasta el libro de Malaquías. Pero pensamos que también alcanza, especialmente, a lo que a partir de la Reforma se ha dado en llamar el Protoevangelio, vale decir, el archiconocido texto de Génesis 3:15, donde se especifica que la simiente de la mujer aplastaría a la serpiente antigua. Es cierto que la épica derrota de Satanás y sus huestes tiene lugar en la cruz del Calvario, como bien indican las impactantes imágenes del capítulo 12 del Apocalipsis, pero nada nos impide anticipar esa realidad en el hecho de que aquel que vencería en la cruz nacería primeramente de mujer. Al celebrar el nacimiento de Cristo no solo festejamos su venida a este mundo como uno de nosotros, sino también todo cuanto ello conllevaría en los acontecimientos principales de su existencia terrena y su ministerio redentor. Sin el nacimiento no habría habido cruz ni redención. El niño nacido en Belén cumple, pues, plenamente cuanto se había anticipado desde el comienzo en lo referente a la restauración y la redignificación de una humanidad caída e ingrata, pero a pesar de ello objeto del amor y la misericordia de Dios.

En tercer y último lugar, la Natividad de nuestro Señor nos confronta al GRAN MISTERIO DE LA REDENCIÓN DEL HOMBRE. Decimos bien “misterio”, entendiéndolo en el más puro sentido que tiene este vocablo en nuestro idioma. San Lucas nos narra una hermosa historia que todo el mundo conoce; algo similar hacen los hagiógrafos del Antiguo Testamento, y todos ellos transmiten la gran verdad de que Dios se acerca hasta nosotros para redimirnos. Pero esta buena noticia, repetida sin cesar desde hace milenios, proclamada desde los púlpitos, enseñada en las aulas y plasmada por escrito en innumerables obras divulgativas o de alta erudición, sigue siendo un gran misterio, sigue resistiéndose a ser aprehendida por la mente humana. De ahí que esta confrontación con el misterio que supone la Navidad debiera ser también asimilada como un llamado a la más acendrada humildad: no podemos comprender el porqué de la Redención. Cuando intentamos respondernos a nosotros mismos con las palabras de San Juan 3:16 y mencionamos el gran amor de Dios por el mundo, por los seres humanos, volvemos otra vez a enredarnos en conceptos que nos rebasan con mucho. Qué es realmente el amor de Dios o por qué nos ama contra toda lógica (¿contra toda esperanza?), siempre serán interrogantes que nos desafíen, que provoquen a nuestro intelecto y nos fuercen a reconocer nuestra supina ignorancia. No sabemos ni probablemente sepamos nunca; sería muy pretencioso por nuestra parte atrevernos a decir que comprendemos plenamente el amor de Dios. Cuando San Lucas nos dice en su relato de la Navidad que María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón (2:19), marca el camino que los creyentes hemos de seguir: guardar y meditar. Pero ello no significa hallar todas las respuestas. La propia María tampoco las halló. De ahí que la Navidad suponga siempre, cada año, un darse de bruces contra el gran misterio y una invitación a aceptar nuestras limitaciones para entenderlo y mucho más para poder explicarlo.

En conclusión, estas entrañables celebraciones nos convidan al gozo, al regocijo, a la alegría. En el relato lucano los ángeles proclamaron la gloria de Dios al nacer Jesús y los pastores se alegraron de las buenas nuevas que se les habían transmitido. Reflexionar sobre el valor de la Navidad para los creyentes ha de desembocar en un espíritu de agradecimiento y de loor que se manifieste a lo largo de todo el año, de toda nuestra vida.

¡Feliz Navidad a todos!

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Decano Académico del Centro de Investigaciones Bíblicas

(CEIBI) y del Centro de Estudios Anglicanos (CEA)

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