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GUERRA A LOS LIBROS APÓCRIFOS O BREVES REFLEXIONES ACERCA DE UN SINSENTIDO

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Cuando hacemos mención de los llamados “libros apócrifos”, nos referimos a esos grandes desconocidos de un amplio sector de lectores cristianos de la Biblia, más concretamente del Antiguo Testamento; así es en el mejor de los casos. En el peor, aludimos a una literatura desgraciadamente estigmatizada y condenada, a veces con suma acritud, por personas que en demasiadas ocasiones ni siquiera la conocen, pero que han oído hablar muy mal de ella y ya les basta. Nos hemos topado alguna que otra vez con gentes que han tildado a estos libros apócrifos de “obras diabólicas”, “heréticas”, “perversas” y lindezas por el estilo, pero jamás habían llegado a leer ni una línea de ellos; ni tan solo eran capaces de mencionarlos por nombre. Así están las cosas en ciertos ambientes cristianos contemporáneos. Una lástima.

Esta literatura presenta, ya de entrada, el problema de su designación: unos los llaman “libros apócrifos”, otros “deuterocanónicos”; los que los llaman “deuterocanónicos”, designan como “apócrifos” un tipo de escritos que los primeros definen como “pseudoepigráficos”. Y cuando en todo ello se mezclan cuestiones de diferencias denominacionales o de tradiciones eclesiásticas contrapuestas, el conflicto está servido. Aunque sea un conflicto un tanto absurdo, todo hay que decirlo. Si somos honestos intelectualmente hablando, nos veremos confrontados a la realidad de que no siempre designamos ni juzgamos las cosas con propiedad. Veamos por qué.

En el mundo protestante y evangélico, en líneas generales, se ha llamado “apócrifa” a la literatura que los católicos romanos y ciertas iglesias orientales llaman “deuterocanónica”, reservando el nombre de “pseudoepigráfica” a la literatura que estos últimos designan como “apócrifa”. El término “apócrifo”, que como todos estos vocablos técnicos es de origen griego, significa sencillamente “oculto”. “Literatura apócrifa” o “libros apócrifos” haría, pues, alusión a unos presuntos saberes ocultos o doctrinas esotéricas supuestamente vehiculadas por estos escritos. La realidad es que ninguno de ellos transmite nada de todo eso, como evidencia una simple lectura. “Deuterocanónico”, por su parte, significa “de un segundo canon” y alude a libros incluidos posteriormente en el canon judío reconocido. Y “pseudoepigráfico” quiere decir “de autoría falsamente atribuida”, con lo que hace referencia a un tipo de literatura cuya paternidad real es desconocida, pero que se adjudica a ciertos personajes antiguos de renombre. En aras de la más pura honestidad intelectual que antes invocábamos, hemos de reconocer que es un error tildar de “apócrifos” esos libros añadidos al Antiguo Testamento canónico que aparecen en las versiones católicas o interconfesionales de la Santa Biblia: no contienen ninguna enseñanza reservada en exclusiva a iniciados, son obras totalmente divulgativas en su forma y en sus contenidos, y relativamente fáciles de leer, dado que su estilo está más cerca de nuestro mundo cultural que el del Antiguo Testamento canónico. La manera más exacta de designarlos es “deuterocanónicos”, pues han sido añadidos al conjunto que conocemos como canon judío oficial o canon palestino, simplemente. Por otro lado, la pseudoepigrafía es, quiérase reconocer o no, característica de muchos libros bíblicos canónicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento: las tradiciones judías que atribuyen el Pentateuco a Moisés, por poner un ejemplo bien conocido, están más que superadas en el día de hoy por los avances de una sana crítica; y en cuanto a las epístolas neotestamentarias, en la actualidad casi nadie adjudica la autoría de Hebreos al apóstol San Pablo, aunque aún quedan ediciones de la Biblia que lo hacen, pues tal fue la corriente general de pensamiento en muchos sectores del cristianismo occidental durante siglos.

Toda esta literatura deuterocanónica (o apócrifa, conforme al uso protestante y evangélico más tradicional) no es un invento diabólico ni avieso para deshacer el Antiguo Testamento, ni siquiera un aluvión de doctrinas falsas o enseñanzas erróneas difundidas por impíos. Su aparición tiene lugar en la Versión de los Setenta o Septuaginta (LXX), la primera traducción de las Sagradas Escrituras veterotestamentarias a una lengua foránea, el griego concretamente, vale decir, hacia los siglos III-II a. C., aunque algunos de estos escritos bien pudieron ser redactados un poco antes. Por tanto, formaban parte de la Biblia empleada por los Apóstoles, los Padres de la Iglesia y las primeras comunidades cristianas de la gentilidad. Aunque los judíos más ortodoxos rechazaron más tarde este tipo de libros por haber sido redactados en griego (no en hebreo ni en arameo, si bien los hallazgos de Qumram no siempre lo corroboran) y, según se decía, fuera de Palestina, lo cierto es que las comunidades israelitas de la diáspora los conocían y les atribuían el mismo valor que al resto de las Escrituras. Pese a las discusiones que ello derivó más tarde en las comunidades cristianas acerca de su canonicidad, lo cierto es que las traducciones posteriores de la Biblia a otros idiomas de la Antigüedad cristiana (latín, siríaco, armenio, georgiano, árabe) siempre los incluyeron. Por decirlo alto y claro, la cristiandad antigua y medieval no conoció la Biblia, el Antiguo Testamento más concretamente, sin la presencia de esa literatura, sus enseñanzas y sus figuras más descollantes, históricas o ficticias.

¿Y la Reforma?, se preguntarán muchos. La Reforma, en su propósito capital de “ire ad fontes” (regresar a los orígenes), cuestionó la canonicidad de los libros bíblicos en general, deutero- y protocanónicos. Bien conocidas son las renuencias de Martín Lutero a aceptar como canónica la Epístola de Santiago o el Apocalipsis, que ha derivado en las teorías del canon dentro del canon en el Nuevo Testamento, tan caras a los teólogos luteranos de décadas pretéritas y hasta nuestros propios días. En relación con la literatura apócrifa o deuterocanónica, la opinión de este reformador era que se trataba de libros “buenos para leer” en una expresión ya consagrada, obras piadosas que podían enriquecer a los cristianos, aunque no fueran parangonables con los libros canónicos del Antiguo Testamento. Y en los llamados Treinta y nueve artículos de la Iglesia Anglicana, redactados en 1563 por Thomas Cranmer, arzobispo de Cantérbury, el artículo VI (“De la suficiencia de la Sagrada Escritura para la salvación”), tras nombrar los treinta y nueve libros canónicos del Antiguo Testamento, añade literalmente:

Y los otros libros los lee la Iglesia como ejemplo de vida e instrucción de costumbres, pero sin embargo los aplica sin establecer ninguna doctrina. Tales son los siguientes:

El tercer libro de Esdras* El cuarto libro de Esdras*  El libro de Tobías El libro de Judit El resto del libro de Ester El libro de la sabiduría  Jesús, el hijo de Sirac

Baruc el profeta El cántico de los tres jóvenes La historia de Susana Bel y el dragón La oración de Manasés* El primer libro de los Macabeos El segundo libro de los Macabeos

Resulta llamativa esta lista de obras antiguas. En las ediciones católicas e interconfesionales de la Biblia que se editan hoy “Jesús, el hijo de Sirac” suele llevar el nombre latino de “Eclesiástico”; el “Cántico de los tres jóvenes”, la “Historia de Susana” y “Bel y el dragón” se incluyen dentro del libro de Daniel. A veces, se separa del libro de Baruc la llamada “Epístola de Jeremías”, que suele constituir su capítulo VI. Y no se editan los tres escritos marcados con asterisco (*), es decir, los libros III y IV de Esdras (este último también conocido como Apocalipsis de Esdras) y “La oración de Manasés”, que tanto gustaba a Lutero, pues encontraba en ella una expresión de auténtica piedad cristiana. Sin embargo, aparecen los tres juntamente con el resto en la edición primera de La Biblia del Oso de Casiodoro de Reyna (1569) y en la Biblia del Cántaro de Cipriano de Valera (1602), joyas inestimables del protestantismo español y origen de nuestra versión actual cuasicanónica Reina-Valera.

Por decirlo en pocas palabras, las versiones protestantes de la Biblia de la época de la Reforma y posteriores siempre ostentaron esta literatura, o bien incluida dentro del Antiguo Testamento (así la Biblia del Oso), o bien como un apéndice entre ambos testamentos, al igual que hacen hoy las versiones interconfesionales (así la Biblia del Cántaro). La guerra a los apócrifos o deuterocanónicos, orquestada por el puritanismo inglés y sus derivados más intransigentes, logró su gran victoria cuando la British and Foreign Bible Society (Sociedad Bíblica Británica y Extranjera) comenzó en el siglo XIX a difundir un tipo de “Biblia protestante” expurgada de estos escritos y de cualquier tipo de nota explicativa a pie de página. Desde ese momento hasta hoy ha existido una lamentable brecha en el mundo cristiano occidental en el uso de las Sagradas Escrituras, lo cual no ha dejado de tener sus consecuencias.

Desde el siglo XX, y ya desde el XIX, se viene realizando un replanteamiento más racional de la cuestión, gracias a los estudios críticos sobre las Escrituras y el diálogo interconfesional. Los sectores más intelectuales del protestantismo histórico actual y de algunas iglesias evangélicas, si bien consideran que el Antiguo Testamento está constituido exclusivamente por los treinta y nueve libros canónicos señalados por el judaísmo palestino, no por ello rechazan o menosprecian la literatura apócrifa.

Por el contrario, la consideran un importante testimonio de fe del judaísmo intertestamentario cuya lectura y estudio es indispensable para comprender bien, no solo lo que ocurría en aquella época previa al nacimiento de Cristo, sino también para entender el abismo cultural y teológico que separa ambos testamentos canónicos, entre los cuales constituye el puente natural. Hoy por hoy es innegable que el Nuevo Testamento contiene alusiones a estos escritos no canónicos, lo que supone que eran conocidos y empleados por las comunidades cristianas primitivas. De hecho, el tipo de piedad y de religiosidad que encontramos en ellos no nos resulta extraño a los lectores cristianos, ya que puede estar mucho más cerca de nuestra sensibilidad evangélica que ciertos pasajes del Antiguo Testamento cuya crudeza y primitivismo no casan demasiado bien con el mensaje de Jesús. Por otro lado, su conocimiento puede ser capital para la comprensión más exacta de obras veterotestamentarias tardías, como es el libro de Daniel, lo que contribuye a una exégesis más exacta y menos abocada a conclusiones erróneas. Como ocurre en el Antiguo Testamento canónico, esta literatura apócrifa o deuterocanónica contiene relatos que reflejan sin duda acontecimientos históricos juntamente con otros totalmente novelados, ficciones literarias impregnadas, no obstante, de una clara teología. Sin olvidar que también hallamos en ellos una evidencia patente de la sabiduría judía y excelentes manifestaciones de la más sublime poesía judía. Nada tiene de extraño que el arte occidental cristiano en todas sus finiseculares manifestaciones se haya inspirado también en ellos, lo mismo que en las Escrituras canónicas.

En resumen, no hay razón alguna para seguir manteniendo en los medios protestantes y evangélicos una cruzada permanente contra estos libros, estigmatizándolos e impidiéndoles que ocupen el lugar que les corresponde en la Santa Biblia. Forman parte de la literatura bíblica por derecho propio, aunque les atribuyamos el discreto papel que les concedieron los sectores más abiertos de la Reforma, sin ir más allá, sin fundamentar en ellos ninguna doctrina básica. Finalmente, constituyen además una literatura piadosa, apta para la lectura devocional de los creyentes, de mucha mayor calidad que otras que se ha prodigado en tiempos más recientes, y en la cual se exalta siempre al Dios de Israel, Señor de la historia, que guía y conduce a su pueblo en medio de grandes tribulaciones.

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero

Delegado Diocesano para la Educación Teológica de la IERE (Iglesia Española Reformada Episcopal, Comunión Anglicana)

Decano Académico del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas) y del CEA (Centro de Estudios Anglicanos) y estudiante perpetuo

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