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“IMAGO DEI” O IMAGEN DE DIOS VS. IMÁGENES DE DIOS

(SEGUNDA PARTE)



El ser humano es imagen y semejanza de Dios, decíamos la semana pasada en la primera parte de este artículo, fundamentándonos en las enseñanzas de la Santa Biblia[i].

Lo cierto es que a lo largo de la historia nuestra especie ha forjado su propia imagen —o sus propias imágenes— de Dios, y todas ellas enfocadas y comprendidas bajo un único prisma: la propia realidad humana, vale decir, el hombre y su percepción del entorno que le rodea. De ahí las formas, a veces grotescas, por no decir aberrantes, que ha revestido (y aún reviste) la Divinidad en los sistemas religiosos paganos[ii]. Ya en la antigua Grecia, un filósofo como Jenófanes de Colofón (siglo V a. C.) lanzaba sus críticas más atinadas a las concepciones que sus contemporáneos tenían de los dioses olímpicos:

“Homero y Hesíodo[iii] han atribuido a los dioses todo cuanto es vergüenza e injuria entre los hombres: robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros”[iv].

Este mismo pensador llega a decir, y con buen tino:

“Pero si los bueyes, <caballos> y leones tuvieran manos o pudieran dibujar con ellas y realizar obras como los hombres, dibujarían los aspectos de los dioses y harían sus cuerpos, los caballos semejantes a los caballos, los bueyes a bueyes, tal como si tuvieran la figura correspondiente a cada uno”[v].

Y concluye:

“Los etíopes[vi] <dicen que sus dioses son> de nariz chata y negros; los tracios, que <tienen> ojos azules y pelo rojizo”[vii].

Pero la cuestión que más nos interesa es: ¿qué imagen, o imágenes de la Divinidad, proyectamos quienes profesamos creer en el Dios único, el Dios de la revelación? Lo cual nos conduce a otra igual de importante: ¿qué imagen, o imágenes, de Dios proyecta la propia Biblia? Somos plenamente conscientes de que las respuestas a estos interrogantes no están libres de controversia, pero se realizan ciertas constataciones que nadie con unos mínimos de formación podría negar.

LA IMAGEN DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. Los escritos que componen la Santa Biblia aparecen hoy en las ediciones corrientes de las Escrituras como una serie de libros de mayor o menor extensión, pero totalmente acabados y de una alta calidad literaria en la inmensa mayoría de los casos. Tal presentación puede falsear el enfoque del lector actual a la hora de leerlos, pues tiende a aplicarles los mismos patrones que rigen la composición y redacción de las obras que ven la luz en el día de hoy. Los treinta y nueve escritos canónicos que constituyen el Antiguo Testamento[viii] son en buena parte recopilaciones de tradiciones previas, orales o escritas, que en casos concretos pueden remontarse a épocas muy antiguas, no siempre fáciles de datar, y que vienen a reflejar estadios interesantes del proceso evolutivo que marca la religión de Israel[ix]. El pensamiento de los antiguos hebreos nunca fue estático; al igual que el del resto de los seres humanos, fue cambiando a medida que transcurrían los siglos y se modificaban las circunstancias culturales y político-sociales en que vivían. Ello hace que su concepción de la Divinidad no sea siempre la misma. El Dios que se revela a Moisés en el desierto del Sinaí (Éxodo 3-4) aparece en los relatos sagrados con todos los rasgos de una divinidad tribal exclusivista (cf. el Decálogo llamado “moral” o Diez Mandamientos y los demás códigos legales del Pentateuco[x]), presentada a veces de forma primitiva, tanto que puede herir —de hecho hiere— la sensibilidad de los lectores cristianos hodiernos de las Escrituras. Yahweh (o Jehovah) es una deidad adusta e intransigente, tan terrible que el propio pueblo de Israel teme contemplarla o escuchar su voz (Éxodo 19-20), y cuyas características resultan incómodamente semejantes al Alá Todopoderoso, Grande y Misericordioso (?) de las facciones más radicales del islam actual[xi]: se trata de un dios que decreta el genocidio masivo de la población autóctona de Canaán y que parecería en guerra permanente con los enemigos de su pueblo. Los llamados “libros históricos” del Antiguo Testamento vienen llenos de interpretaciones muy humanas, muy israelitas[xii], de Dios, vale decir, de proyecciones de los temores, los rencores, los odios viscerales y las esperanzas de un Israel cuya existencia estaba siempre en la cuerda floja y constituye un verdadero milagro de supervivencia en medio de naciones más poderosas. Es preciso llegar a los grandes profetas del siglo VIII a. C. en adelante para observar un nuevo enfoque de la Divinidad: Yahweh ha asumido los rasgos de los baales cananeos[xiii], aunque no sin lucha (relatos del Ciclo de Elías); ha dejado de ser un dios de las estepas desérticas del sur de Palestina para convertirse en la deidad tutelar de los estados hebreos (Israel y Judá), aquel que provee abundancia de recursos para su pueblo, y adquiere ya rasgos más universales. A medida que los profetas, auténticos reformadores religiosos, ensanchan sus horizontes, su Dios adquiere características más humanas, más amplias de miras. Es cierto que no deja de mantener rasgos primitivos, pero su imagen se hace más similar a la que conocemos en el Nuevo Testamento. Finalmente, y por no cansar al amable lector con datos exhaustivos, la gran catástrofe que supone la caída de los reinos hebreos y, sobre todo, la cautividad babilónica de los judíos, obliga a las mentes pensantes de Israel a replantearse quién y cómo es su Dios. Les va mucho en ello, su propia subsistencia como nación. De manera sorprendente, Yahweh no solo sobrevive a la destrucción de su morada (el templo de Jerusalén) y al exilio que comparte con su pueblo (libro de Ezequiel)[xiv], sino que adquiere unas características universales que lo hacen ya muy cercano al evangelio: el Dios del remanente de Israel es un Dios único y exclusivo[xv], no hay ni puede haber otro, (Deutero- y Trito-Isaías[xvi]), Creador del mundo y de todos los hombres (relatos de la así llamada “Primeval History” o “Historia de los Orígenes”, Génesis 1-11), un Dios que no odia ni aborrece a los gentiles, sino que los incluye en su misericordia salvífica (libros de Rut y Jonás[xvii]). Finalmente, un Dios que se revela a los ancestros de Israel bajo una luz muy superior a la que las antiguas tradiciones del éxodo y la conquista de Canaán habían llegado. Así, los relatos patriarcales de Génesis 12-50, cuya redacción definitiva es de la época del exilio babilónico o incluso algo posterior, están impregnados de un nuevo espíritu que anticipa claramente la aurora de los tiempos mesiánicos[xviii].

LA IMAGEN DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO. Los escritos del Nuevo Testamento reflejan un mundo completamente distinto del que hallamos en el Antiguo, como evidencia una simple lectura superficial de sus veintisiete componentes. Pero al igual que los treinta y nueve libros canónicos de Israel, está compuesto a partir de antiguas y venerables tradiciones que, en este caso, vieron la luz en las primeras comunidades cristianas, algunas de ellas judías y otras de la gentilidad, pero todas centradas en la figura señera de Jesús de Nazaret, el Mesías, a quien ya la primera Iglesia confiesa como Señor e Hijo de Dios desde el principio, a partir de la Resurrección (San Mateo 28; San Marcos 16:1-8[xix]; San Lucas 24; San Juan 20-21; Hechos 1-2). Cuando los grandes bloques literarios neotestamentarios (Historia Evangélica[xx], el Apóstol[xxi] y los demás escritos[xxii]) alcanzan su redacción definitiva a partir de la segunda mitad del siglo I hasta más o menos las dos primera décadas del siglo II[xxiii], la Iglesia ya está consolidada y muestra al mundo una imagen de Dios distinta de la que encontramos en el Antiguo Testamento. Ya no es Yahweh[xxiv] el Dios de Israel, sino el Dios de Jesús, vale decir, el Dios revelado en Jesús[xxv], quien es adorado y glorificado por los creyentes cristianos. Por supuesto que se trata del mismo y único Dios, algo que la Iglesia jamás pondrá en duda[xxvi], pero enfocado de modo diferente. En los Evangelios Jesús habla de Dios abiertamente como su Padre, y no solo suyo, sino de todos[xxvii]. De ahí que la oración modélica que él enseña sea conocida como el Padrenuestro y que la evangelización del mundo sea concebida bajo el signo de la paternidad de Dios, que a todos bendice y de todos tiene cuidado, pues su propósito salvífico abarca tanto a judíos como a gentiles (Romanos 9-11)[xxviii]. Incluso las impactantes imágenes del Apocalipsis, con todo su más que patente sabor literario (y teológico) del Antiguo Testamento, presentan a Dios en concordancia con el resto del Nuevo. Se ha señalado en ocasiones que el Dios neotestamentario, el Dios Padre de Jesús, “arrastra” cierta carga de primitivismo hebreo de la que —dicen— no se había podido deshacer la primera Iglesia, dados sus orígenes judíos (la guerra permanente contra el diablo y sus huestes, el juicio final, los castigos eternos para los réprobos), pero, aun admitiendo la innegable influencia judía palestina en la génesis del cristianismo primitivo, hemos de reconocer que el enfoque dado a estas imágenes de Dios no es el mismo que el que podríamos leer en los escritos veterotestamentarios. De hecho, todo el Nuevo Testamento efectúa una “lectura crística” del Antiguo[xxix], de modo que, aun conservando en su redacción figuras literarias procedentes de aquel, su interpretación no puede ser la misma. Siguiendo y ampliando las líneas de pensamiento de los grandes profetas de Israel, y en el espíritu de algunos de los escritos más recientes del canon veterotestamentario, el Dios de los libros del Nuevo Pacto es contemplado bajo un prisma de universalidad[xxx] y de misericordia. La repulsa de Yahweh al pecado y a la impureza, que tantos episodios tiñe de color de sangre en el Antiguo Testamento, se centra en la propia figura de Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (San Juan 1:29), de modo que la vida de los creyentes cristianos, aun siendo estos muy conscientes de su realidad pecaminosa y de las luchas internas que ello conlleva (Romanos 7), viene marcada por el signo de la paz para con el Todopoderoso. El cristiano es exhortado a una vida de consagración necesaria, pero no a una existencia sometida al temor a infringir normas muy concretas y provocar así las iras de una divinidad tribal y primitiva. Solo así se explica que la teología cristiana posterior, desde los Padres de finales del siglo I hasta nuestros días, haya profundizado en la imagen de Dios y haya ido perfilándola alcanzando unas cotas de pensamiento imposibles en el judaísmo o el islam. Como algunos pensadores han dicho, el gran logro del cristianismo frente a las otras religiones del mundo, antiguas o modernas, —el gran logro de Jesús, en realidad— ha sido ofrecer la mejor imagen posible de Dios para el intelecto humano.

¿QUÉ IMAGEN DE DIOS PROYECTAMOS LOS CRISTIANOS ACTUALES ANTE QUIENES NOS RODEAN? Henos aquí, pues, ante el interrogante que más nos interpela, y aún diríamos: el que más nos desafía. Se impone la honestidad más estricta y reconocer que, por desgracia, la Iglesia de Cristo no siempre ha proyectado ante el mundo la mejor imagen de Dios, la que Jesús enseñó. Habrá quien diga, y tal vez con gran acierto, que en realidad nunca la ha proyectado realmente. Las razones todo el mundo las conoce, por lo que no hay necesidad de ahondar en ellas. Baste decir que el cristianismo histórico de nuestros días, o al menos algunos de sus sectores más destacados, se esfuerza por enmendar esas distorsiones de enfoque de la Divinidad dando un giro de ciento ochenta grados a ciertos paradigmas heredados y, sobre todo, buscando la unidad —no la uniformidad— de todos los creyentes. La misma división de la cristiandad en denominaciones separadas y demasiadas veces enfrentadas constituye una mala imagen de Dios, una pésima predicación o testimonio de lo que él realmente es y quiere para nosotros[xxxi]. Se espera que los avances actuales en el diálogo ecuménico y un espíritu genuino de reconciliación lleguen un día a poner fin a esas barreras y nos permitan mostrar al mundo un frente cristiano unido, aunque variopinto y multicolor. La diversidad en la unidad nunca es algo negativo; al contrario, nos enriquece a todos[xxxii]. Tal es la situación en lo referente al cristianismo histórico, las iglesias de raigambre apostólica. Pero ¿qué ocurre con los demás grupos cristianos? ¿En qué punto se encuentran las llamadas “iglesias evangélicas” o “iglesias libres”?[xxxiii] No podemos negar nuestra inquietud por ellas, dado que, al ser movimientos de proselitismo activo, su impacto puede ser muy grande, como lo es de hecho en determinados países a través de los medios de comunicación, y la imagen de Dios que vehiculen puede calar en ciertos sectores de la población para bien o para mal. Resulta del todo preocupante la deriva de muchas de estas iglesias hacia un fundamentalismo escriturístico feroz centrado y anclado en el Antiguo Testamento, vocero de los círculos más retrógrados del llamado “Bible belt” norteamericano, con toda su carga, no ya “teológica”[xxxiv], sino incluso social y política concomitante. Por desgracia, son demasiadas las congregaciones evangélicas que siguen esta línea de pensamiento, incluso en nuestro país, en las que Dios parece continuar siendo una mera divinidad tribal y primitiva del Medio Oriente Antiguo, empeñada en una guerra sin cuartel contra enemigos imaginarios, y esencialmente cruel e intransigente; un dios cuyos horizontes se ciñen en exclusiva a los diminutos enclaves de creyentes que sean lo suficientemente puros[xxxv], rechazando y condenando al resto del género humano a un infierno de tormentos sin fin. El dios de este tipo de grupos está en las antípodas del Dios Padre de Jesucristo y de todos nosotros revelado en el Nuevo Testamento, y se muestra con los colores más tétricos de una deidad enemiga del progreso humano, del conocimiento y de todo aquello que redunde en la felicidad de los hombres sobre la tierra. Sus tintes oscuros hacen de él un dios realmente odioso, con lo que estos grupos radicalizados se convierten, a la larga o a la corta, en una maquinaria harto eficaz de producción de descreídos, cuando no de ateos. Gustan estos movimientos, en sus apologías virulentas contra el cristianismo histórico, de acusar a las iglesias establecidas de haber contribuido al desprestigio de la imagen de Dios (en lo cual tienen razón), pero no se percatan de que las vigas que ellos mismos tienen en sus ojos pueden ser más grandes que las pajas que ven en los ajenos. Sin querer pecar de pesimistas, mucho nos tememos que la proliferación de esta clase de grupos, movimientos e iglesias “evangelistas” (que no evangélicas en el más genuino sentido de la palabra), contribuya activamente a la descristianización de las sociedades occidentales y al mismo desprecio de Dios que pueden suscitar hoy los terroristas islámicos.

En resumen, solo podemos pedir a Dios que él nos ayude y nos ilumine para entender bien quién es él para nosotros a través del testimonio de las Escrituras, especialmente del Nuevo Testamento, y para vehicular y proyectar al mundo esa imagen sublime que nos ofrece con sus palabras y sus hechos Jesús de Nazaret.

SOLI DEO GLORIA


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero y Delegado Diocesano para la Educación Teológica en la IERE




[i] Génesis 1:26-27.


[ii] Piénsese, sin ir más lejos, en la zoolatría de los antiguos egipcios o de muchos de los actuales hindúes.


[iii] Los dos grandes vates de la Hélade que, al decir de los antiguos, forjaron el pensamiento teológico griego. El primero es conocido por las dos grandes epopeyas a él atribuidas, la Ilíada y la Odisea, amén de una serie de himnos posteriores colocados bajo su patrocinio. El segundo es autor, entre otras, de una magna obra titulada la Teogonía, en la que narra la génesis de las deidades del Olimpo.


[iv] Citado por Sexto Empirico, Adversus Mathematicos IX 193.


[v] Citado por San Clemente de Alejandría, Stromata V 110.


[vi] Para Jenófanes, como para la mayoría de los antiguos, “etíope” significa “negro” o “africano”, no lo que hoy entendemos por tal.


[vii] Citado por San Clemente de Alejandría, Stromata VIII 22. Todas estas citas están tomadas de Los Filósofos Presocráticos I. Madrid: Editorial Gredos, 1994, pp. 293-295.


[viii] No tenemos en cuenta los escritos deuterocanónicos, aunque ostentan características muy similares en relación con lo que estamos diciendo.


[ix] Cf. las introducciones al Antiguo Testamento o las teologías del Antiguo Testamento redactadas bajo un signo crítico que se encuentran en el mercado, desde las más clásicas hasta las más recientes.


[x] “Ley de Santidad”, “Decálogo ritual”, “Código de la Alianza”, etc., por no mencionar sino los más conocidos incluso del gran público.


[xi] Nunca debiera olvidarse el fondo semítico común que comparten el islam y el judaísmo, lo que motiva el parecido de muchas suras del Corán con pasajes del Antiguo Testamento.


[xii] Cf. más arriba las citas de Jenófanes.


[xiii] Piénsese en el dios Baal-berit mencionado en Jueces 9. Este nombre significa literalmente en hebreo antiguo “el Señor del Pacto”.


[xiv] Los antiguos pensaban que cuando el pueblo, la ciudad o el templo de un dios desaparecían, él mismo desaparecía, derrotado y destruido por los dioses de los vencedores.


[xv] Idea que aparece ya desarrollada en los círculos levíticos del siglo VIII a. C., como evidencia Deuteronomio 6:4-5 (el Shemá de la piedad judía posterior), y que coloreará el pensamiento de los grandes profetas.


[xvi] Isaías 40-55 y 56-66, respectivamente.


[xvii] Cf. también los oráculos de Ciro del Deutero-Isaías (Isaías 44:28; 45:1) o los relatos del libro de Daniel referentes a los monarcas Nabucodonosor de Babilonia (cap. 2-4) y Darío el medo (cap. 6).


[xviii] Cf. la interpretación que San Pablo Apóstol hace de la historia de Abraham en la Epístola a los Gálatas.


[xix] Como bien sabe el amable lector, el resto del capítulo 16 de San Marcos que suele aparecer en nuestras versiones bíblicas al uso es un añadido posterior, el así llamado “final largo de Marcos”: no forma parte del Evangelio original y alterna con otros finales que se encuentran en los manuscritos griegos.


[xx] Evangelios y Hechos.


[xxi] El Apóstol por antonomasia, es decir, los escritos paulinos (Romanos-Hebreos).


[xxii] Santiago – Apocalipsis.


[xxiii] Lo cual no implica, como sabe el amable lector, una aceptación inmediata de todos ellos por parte de la Iglesia. De hecho, hay que llegar tan tarde como finales del siglo IV, comienzos del V, para que a los veintisiete libros neotestamentarios se les reconozca una canonicidad universal. Cf. cualquier introducción al Nuevo Testamento para comprobarlo.


[xxiv] El nombre sacrosanto de Dios revelado a Moisés (el Tetragrámmaton) no aparece ni una sola vez como tal en los escritos neotestamentarios, no solo porque se redactan en griego y no en hebreo, sino porque para la época de Jesús, y ya unos pocos siglos antes, los judíos habían adquirido la costumbre de designar a Dios como “el Señor” (Adonay) o “el Nombre” (Hashem) por prurito de reverencia y para evitar la blasfemia.


[xxv] O el Dios encarnado en Jesús, con todas las implicaciones teológicas ortodoxas y heterodoxas que ello puede conllevar.


[xxvi] Salvo los marcionitas del siglo II y sus prolongaciones hasta el final de la Antigüedad.


[xxvii] Con dificultad puede sostenerse en el Nuevo Testamento la distinción entre “hijos” y “criaturas” de Dios que algunos sectores del mundo evangélico hoy pretender enseñar. Aunque en principio la paternidad divina podría entenderse como algo exclusivo para los creyentes (Juan 1:1-18), son varios los pasajes en los que la mirada de los autores neotestamentarios va más allá de estos límites y viene a englobar mayor número. Ello daría a entender que en la Iglesia antigua no todos compartían sobre este tema —y sobre otros— exactamente las mismas opiniones.


[xxviii] La paternidad divina, tal como la entiende y la enseña Jesús, no tiene nada que ver con las nociones propias del paganismo grecorromano, que hacía de Zeus-Júpiter el padre de los dioses y de los hombres, o del paganismo del Creciente Fértil en medio del cual se desarrolló Israel. Dios no es nuestro Padre por habernos engendrado directamente (así las mitologías antiguas de Egipto y Mesopotamia, o ciertos casos de la mitología clásica, como Heracles-Hércules), ni tampoco como una manifestación de señorío sobre nosotros (así en el paganismo en general y en ciertos pasajes del Antiguo Testamento), sino porque nos ama y nos adopta en su Hijo Jesucristo, pese a ser criaturas rebeldes a su voluntad desde el comienzo de los tiempos (Génesis 3). La Paternidad divina no la entiende el Nuevo Testamento como consecuencia de la creación, sino de la redención.


[xxix] De hecho, no han faltado quienes han dicho que el Nuevo Testamento es la primera Teología del Antiguo jamás escrita.


[xxx] No estamos diciendo “universalismo”, que es un concepto distinto en teología.


[xxxi] Se ha llegado a hablar de “escándalo”, y con razón. Recuérdese la novela El escándalo de Tierra Santa, de José María Gironella, publicada en 1978 por Plaza & Janés.


[xxxii] Diversidad no solo en lo referente a ritos o tradiciones adquiridas, sino incluso teológicas. La Iglesia nunca es más fuerte que cuando conviven en ella diversos puntos de vista sobre ciertos asuntos importantes.


[xxxiii] Los “non-conformist” de la tradición británica. No tenemos en cuenta el mundo de las sectas “evangelistas” aunque, por desgracia, su espíritu ha calado en muchas denominaciones evangélicas contemporáneas, generando en ellas verdaderos estragos.


[xxxiv] No puede haber teología donde no hay reflexión abierta sobre Dios y las Escrituras.


[xxxv] Este tipo de grupos concede una importancia desmedida a las cuestiones de tipo sexual, relegando otras al olvido, y promoviendo de este modo un tipo de microsociedades en las que el fariseísmo acaba siendo la única manera de supervivencia posible.

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