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El polemismo cristiano


En un artículo anterior hacía referencia al peligro de la ideología obsesiva entre los cristianos. Otro de los problemas a mi entender graves que se dan en el cristianismo es un exceso de polemismo, fruto de esa híperideologización de las creencias.

Si tomamos en cuenta los Evangelios es cierto que Jesús tiene que defenderse en numerosas ocasiones de los ataques de los saduceos, fariseos y maestros de la ley. El problema radicaba en que la concepción que tenía Jesús de Dios era muy diferente al legalismo seco de las autoridades religiosas de su época. Pero hay que tomar en cuenta que estas diferencias resultaban fundamentales y que la propia persona de Cristo separaba ya a la nueva corriente cristiana del judaísmo ortodoxo, aunque el mensaje y la persona de Jesús se podían encontrar por lo menos en algunas partes del Antiguo Testamento.

Ante este panorama vemos seguidamente en otras partes del Nuevo Testamento cómo se van formando las primeras comunidades cristianas y a partir de ahí surgen graves controversias entre los seguidores de Jesús, pero todo hay que decir que lo que en ocasiones de conoce como el Concilio de Jerusalén (Hechos 15) resulta un ejemplo de cómo graves diferencias se pueden resolver gracias a la ayuda del Espíritu Santo.

La historia de la Iglesia cristiana en ese sentido no siguió demasiado el ejemplo de dicho Concilio. El primer concilio ecuménico, el de Nicea I en 325, se constituyó principalmente para eliminar las posturas arrianas y declararlas heréticas. A partir de ahí las excomuniones, las disputas y las peleas constantes entre los cristianos no pararon de sucederse y solamente con el advenimiento del ecumenismo a mediados del siglo XX empezó una tendencia contraria a la disgregación y favorable al acercamiento entre las diferentes corrientes cristianas, aunque muchas iglesias abominen de él y sigan ancladas en el pensamiento sectario. El anglicanismo en esa faceta sería el gran exponente del ecumenismo pues dentro de él abundan corrientes muy diferentes entre sí: la Alta Iglesia, la Baja Iglesia, los evangélicos, los anglo-católicos, la Iglesia ancha, los carismáticos...

A un simple espectador imparcial que no fuera cristiano pero conociera bien la doctrina de Cristo le parecería probablemente muy curioso, cuando no inconsecuente, no ya los diálogos serios entre diferentes formas de pensar cristianas (que es lo que realiza en la actualidad el ecumenismo oficial), sino esa obsesión de los cristianos de disputar entre sí, incluso dentro de una misma denominación. Dentro de las diferentes iglesias son las evangélicas donde más predomina tal tendencia pues al no existir una autoridad eclesial clara se tiende a lo que se denomina la “centrifugadora evangélica”, formándose cientos y cientos de denominaciones nuevas, llegando al extremo de considerarse que las iglesias deben ser independientes y con una única sede, formándose nuevos grupos tras diferentes cismas que en muchas ocasiones tienen más que ver con personalismos que no por criterios doctrinales, ya que este nuevo tipo de iglesias son completamente fundamentalistas y no existe ninguna diferencia real entre un dirigente u otro, sólo la lucha por el poder personal o económico.

Ante un panorama así algunos piensan que sólo cabe la lamentación, actitud muy propia de los cristianos, por otra parte. Pero Nuestro Señor Jesucristo más bien prefirió siempre actuar como norma general e intentar llevar la misericordia y la gracia del Padre a todos las criaturas que sufrían. Por eso mismo pienso, que como cristianos maduros de nuestra época y nuestro contexto cultural, debemos de hacer el esfuerzo de abandonar el exceso de polemismo, de dejar de lado el sacarle punta a cualquier diferencia que pudiera existir entre nosotros, y centrarnos más bien en ayudar, gracias a ser vehículos del Padre, en la redención de las personas que tenemos más cerca de nosotros.

Tal como muy bien explica el autor de Efesios 4, 1-6, la unidad de la Iglesia resulta fundamental para la obra de Cristo, y aquí nos podemos centrar en la unidad dentro de las parroquias o de la propia denominación, no hace falta ser más ambiciosos. Esa unidad exige humildad y renuncia a la arrogancia, siendo la arrogancia intelectual en este caso una de las más dañinas. Abandonar la ambición personal, el egocentrismo, sería uno de los objetivos de todo cristiano, algo que sólo podemos obtener gracias al don del Espíritu.

El polemismo cristiano a mi entender es fruto de una incorrecta comprensión de la Escritura. Si para Cristo era tan importante la humildad era porque producía mansedumbre en el ser humano, eso es lo que nos pide el Señor. Si todos los cristianos nos encaminamos a la misma meta, eso no quiere decir que debamos de pensar lo mismo sobre todo, puesto que para Cristo nuestra diversidad es fruto de ese mismo Espíritu. Si las respuestas fueran tan fáciles y tan claras no habría apenas diferencias de criterio, pero las hay, y todas son honradamente sinceras. ¿Cuál debe de ser la respuesta ante ello? ¿El anatema permanente y continuo? ¿O más bien intentar buscar puntos de unión dentro de las diferencias?

Que el Señor nos ayude a concebir las diferencias como una riqueza, no como armas arrojadizas para lanzarnos a la cara unos a otros.

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