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Compasión quiero, que no sacrificios


“Dios reprende al que ama” Proverbios.

Por el Rvdo. Juan Larios Antequera - Leía hace unos días en un escrito de Juan M. Tellería, acerca de las opiniones de algunos grupos cristianos en relación con los terremotos de Japón y Ecuador, para los que estas tragedias no son sino el resultado de la ira de dios ante la desobediencia y el pecado del hombre, sobre todo de “algunos pecados”. En efecto, para algunos cristianos, o para muchos probablemente, dios nos corrige y nos demuestra su amor con esa fina, infalible y extraordinaria pedagogía suya, es decir, arrancándoles la vida a cientos de inocentes por medio de catástrofes naturales como éstas que estamos viendo estos días. Así de sencillo. Este es dios, parece ser, para esta gente. Y aquí tengo que decir que aun se me acrecienta más la rabia cuando encuentro esta forma de entender a Dios, a veces, en nuestra propia iglesia.

De manera que ante el sufrimiento del otro, de los otros, culpa o prueba. La ecuación perfecta. Da igual que sufras por una enfermedad, un terremoto o porque eres alcohólico, el motivo y la respuesta es la misma: culpa, o, en el mejor de los casos, prueba de fe. “Señor… ¿quién pecó, éste o su padre?...

Realmente ¿ésta debe ser la respuesta de un discípulo de Jesús ante el sufrimiento ajeno? Al parecer, para algunos cristianos sí. Parece que con ella se quiere hacer visible la finalidad educativa del sufrimiento y el dolor como algo que el propio dios envía para enseñarnos y reconducirnos por el buen camino. No tenemos que ir muy lejos para encontrarnos con esta corriente de pensamiento, también en el mundo hebreo; ahí tenemos el libro de los proverbios: “Dios reprende al que ama”. No cabe duda entonces; desde este punto de vista, el sufrimiento lleva consigo una finalidad educativa, de manera que, en base a ello, es resultado del amor de dios.

Claro que el sufrimiento tiene, bien entendido, su parte positiva para el ser humano, incluso puede ser un vehículo de acercamiento a Dios; pero también puede resultar todo lo contrario, es decir, un vehículo de alejamiento y embrutecimiento de la persona, en cuyo caso, esa supuesta pedagogía divina, por muy infalible que pretenda ser, falla estrepitosamente.

¿En realidad el Dios que se nos ha revelado en Jesús actúa de esta forma? No. Ese no es el Dios-Padre de Jesús. Me niego a creer en ese dios. Mejor aún, no creo en esa concepción del Dios revelado en Jesús de Nazaret; llámeme hereje quien lo desee.

El Dios de Jesús no es un dios que interviene a su antojo saltándose la libertad y dignidad de la persona que él mismo ha creado a su imagen, para reconducirla a base de dolor y sufrimiento. Y menos aun es un esquizofrénico que quiera asegurarse la fidelidad de sus criaturas amenazando y destruyendo sus vidas.

Entender así el sufrimiento ajeno y atribuir al Dios Padre de Jesús esa pedagogía, sencilla y llanamente, por un lado, es vaciar la propia vida de sentido y, por otro, convertir a Dios en un contrasentido digno de negación. En el fondo esto no es sino huir del sufrimiento en vez de aceptarlo para madurar y encontrar en él el verdadero sentido del amor de Dios por sus criaturas.

Es cierto que la fe cristiana llama a la fidelidad aun en medio de la tribulación y el dolor, pero también llama a hacer lo posible por disminuirlo y a terminar con el sufrimiento, sobre todo el de los inocentes. Cuidado por tanto con las doctrinas del enaltecimiento del sufrimiento y del dolor; cuidado con las doctrinas de satisfacción y sustitución, mal entendidas; podemos convertir a Dios en un ser carente de compasión y misericordia que solo desea dar rienda suelta al más repugnante histrionismo narcisista.

Solo es aceptable el sufrimiento y encuentra sentido cuando, como el propio Jesús nos enseña, se sufre con el otro, por el otro; cuando se sufre por amor, por amor a la justicia, a la libertad y dignidad de las personas. Eso es sencillamente humanidad en el más alto sentido del término. Poco tiene que ver esto con el pensamiento de aquellos cristianos a los que nos referíamos al principio.

La grandeza de lo humano está precisamente en cómo se relaciona con la persona que sufre. Los evangelios confirman esto que digo: “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, desnudo y me vestiste, fui extranjero y me acogiste… de manera que cuando se lo hicisteis a uno de estos más pequeños, a mi me lo hicisteis”. Esto no es ni más ni menos que la virtud de la compasión; y la compasión no es pena ni resignación, mucho menos paternalismo; la compasión, como su propia etimología indica, es compartir el sufrimiento del otro, entendido este como un drama interior. Esto ya nos indica que la compasión no es pasiva sino todo lo contrario, comprometida con la búsqueda de recursos para cambiar la situación de sufrimiento.

Por supuesto, la compasión tiene mucho que ver con la misericordia, que no es otra cosa que “tener corazón con el que sufre”. Y la misericordia tiene mucho que ver con las entrañas, con el seno materno, y de ello nos habla mucho la propia Escritura refiriéndose a Dios mismo. Su misericordia es para siempre. Dios es rico en misericordia. Es clemente y compasivo; curioso, los musulmanes también dicen de Dios que es clemente y compasivo. Lento para la ira y grande en amor. Los profetas llaman una y otra vez, de manera incansable, a ser misericordiosos con los que sufren, pues es lo único que Dios demanda de nosotros, que actuemos con misericordia y hagamos justicia. El propio Jesús coloca la misericordia por encima incluso de la perfección, y pasa del “sed perfectos como vuestro Padre es perfecto” a “sed misericordiosos así como vuestro Padre es misericordioso”.

¿En que se traduce entonces la misericordia? La respuesta es sencilla, en actos de compasión y amor. La compasión es pues la respuesta del amor cuando se es capaz de entender y tomar consciencia del sufrimiento del otro.

¿A dónde apunta, en última instancia, esta realidad entonces? ¿Es solo una cuestión de uno para con otro? No. Apunta mucho más allá, nos coloca ante la dimensión política de la compasión, porque la compasión, no cabe duda, lleva consigo esa dimensión. Y esta no es sino la construcción del Reino proclamado por Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para traer buenas noticias a los afligidos; me ha enviado para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos”.

Hemos de tener, por tanto, la convicción de que un mundo más justo, más humano, más libre y equitativo es posible, puesto que es querer de Dios mismo. No es descabellado pensar entonces, en este sentido, en aquello que se nos dice en las propias Escrituras: “aprender de la enseñanza de la higuera; cuando sus ramas están verdes y comienzan a brotar, vosotros entendéis que el verano está cerca…”.Es decir, aprendamos a leer los signos de los tiempos y no los antisignos.

Y uno de estos signos es esa conciencia social, cada vez más extendida, de necesidad y esperanza. Esperanza en que ese nuevo mundo nos traerá una realidad más humana. Por todas partes surgen movimientos que empujan hacia esa visión de futuro. Es el grito del corazón de una humanidad que está demostrando compasión ante una sociedad cada día más cruel y deshumanizada. Es el grito que escuchó Dios mismo y que le movió a encarnar su compasión y misericordia en la persona de Jesús. Es el grito que sigue escuchando día tras día y que encarna en cada gesto de amor y compasión que llevamos a cabo por el otro que sufre.

Es Dios mismo el que nos llama a ese compromiso común y universal de solidaridad con el que sufre, sobre todo con el que sufre injustamente. Es Dios mismo actuando a través de nuestras manos y pies; de nuestros ojos y boca, de nuestros oídos, pues es a través nuestro que su amor incondicional actúa. Por tanto seamos instrumentos y canales para prodigar su amor y compasión en el mundo, y dejemos ya, de una vez por todas, de predicar a un dios justiciero y narcisista que necesita maltratar a sus criaturas para ganarse el respeto; ese dios no es más que una proyección de nuestras propias frustraciones y fracasos que nada tiene que ver con el Dios que se nos ha revelado en Jesús de Nazaret y que nos abraza desde lo más íntimo por medio de su Espíritu.

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