El Dios que habita en medio de Su pueblo
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Como suele suceder con muchos libros del Antiguo Testamento, el Éxodo resulta en su conjunto un escrito de no siempre fácil lectura[1]. De hecho, algunos le han dado, de manera un tanto jocosa, el sobrenombre de “la prueba de fuego”, pues, según dicen, se ha convertido en el muro de contención contra el que se han estrellado miles de buenas intenciones de leer la Biblia completa, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Si bien los primeros veinte capítulos resultan amenos y relativamente accesibles (historias conocidas de Moisés, la salida de Egipto, el camino por el desierto y la llegada al Sinaí), una vez promulgados los Diez Mandamientos el texto se transforma en una serie de disposiciones legales y rituales a cual más farragosa y enrevesada, con repeticiones y dobletes que resultan incomprensibles e innecesarios para el lector actual, y con especificaciones concretas sobre ciertos asuntos que escapan a nuestra percepción hodierna de la realidad. Tan solo los breves episodios de Moisés y los ancianos de Israel en el monte Sinaí (c. 24) y el triste relato de la adoración del becerro de oro (c. 32) rompen la monotonía de la segunda mitad del libro. De ahí que hayan sido bastantes, según parecería, los lectores que han preferido obviar los capítulos 21-40 y con ello han desistido de su periplo bíblico.
Comprendiendo perfectamente lo tediosa que puede resultar la lectura de unos códigos legales antiguos o de la descripción de un sistema ritual con la edificación de su santuario correspondiente, entendemos también, no obstante, la importancia que pueden revestir esos textos para el creyente cristiano de hoy que se acerca a ellos con una disposición de escucha atenta de su mensaje. No están ahí porque sí. Y, sin negar que lo que describen se halla en las antípodas de cuanto hoy entendemos por disposiciones judiciales e incluso de nuestra manera de concebir el culto divino, no hemos por ello de relegar al olvido todo este material, cuidadosamente seleccionado y transmitido por las tradiciones sacerdotales del antiguo Israel, ni tampoco reducirlo a la condición de objeto de estudio exclusivo para especialistas.
Dentro de las unidades temáticas más importantes de esta segunda parte del libro del Éxodo, destaca de forma especial la que componen sus cinco versículos finales (Éx. 40:34-38), en los que se vehicula con gran claridad lo que algunos especialistas consideran uno de los asuntos básicos del libro: la presencia o cercanía de Dios en relación con su pueblo[2]. Dado que, además de una bonita conclusión de todo el conjunto del Éxodo[3], bien puede entenderse como un resumen magistral de su contenido, vamos a citarla in extenso y señalar lo que, entendemos, son sus líneas de pensamiento más destacables y de mayor valor para nosotros en el día de hoy. Dice así:
Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo. Y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba. Y cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los hijos de Israel se movían en todas sus jornadas; pero si la nube no se alzaba, no se movían hasta el día en que ella se alzaba. Porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas.
En lo que concierne a su redacción, es evidente, con solo una lectura superficial, que los vv. 34-35 componen una unidad en sí mismos, la que coloca el punto final a todo cuanto se ha narrado en los capítulos y versículos anteriores en relación con la erección del tabernáculo. Los tres siguientes (vv. 36-38) tienen toda la traza de ser un añadido posterior que enlazaría muy bien con lo que leemos en Nm. 9:15-23, y que vendría a evidenciar la gran profusión de tradiciones sacerdotales sobre los acontecimientos del desierto y de la estancia de Israel en el Sinaí. Nos libraremos muy mucho, sin embargo, de caer en el error de señalar como “añadido fuera de lugar” estos tres versículos últimos, dado que, tal como los leemos hoy dentro del contexto de esta última perícopa del Éxodo, tienen algo que aportar.
Resumimos, pues, el contenido de esta conclusión del libro en tres puntos.
El primero de ellos, como no podría ser menos, es la Presencia de Dios con su pueblo. En realidad, todo el libro del Éxodo viene a reflejar esta misma idea. Dios se hace presente a Israel cuando este vive sometido al látigo egipcio, y lo hace con una clara finalidad de salvación, como atestiguan las narraciones de los capítulos correspondientes a las plagas y al paso del mar Rojo (7-15). El conjunto literario del Éxodo tiene buen cuidado de hacer del Dios del Sinaí alguien que está permanentemente al lado de Israel y de sus figuras señeras. Cuando en nuestro texto de Éx. 40:34-38 leemos que la gloria de Jehová llenó el tabernáculo, hallamos la culminación de esa presencia divina: Dios quiere morar en medio de Israel, en la tienda que a tal efecto ha sido levantada y que acompañará a las doce tribus en sus desplazamientos posteriores. El Dios de Israel, al contrario de otras divinidades de los pueblos vecinos, no es una deidad exclusivamente localizada en un santuario concreto o en un lugar determinado, de forma que no pueda salir de allí. Por el contrario, es una especie de “dios móvil”, en este sentido similar al de ciertas tribus nómadas del Medio Oriente antiguo, pero nunca un “dios transportable”. No es Israel quien “lleva” a su Dios, sino Dios quien se ubica a sí mismo, por su sola voluntad, en medio de Israel. Como se ha señalado en ocasiones, esta misma situación se vivirá en los días de Salomón, cuando el templo de Jerusalén es inaugurado (1 R. 8:10-11; 2 Cr. 5:13-14), pero la plasmación definitiva de la presencia de Dios entre los hombres se halla en la declaración de Jn. 1:14:
Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.
En efecto, solo el Cristo que está en medio de sus discípulos (Mt. 18:20) y que acompaña a su Iglesia hasta el fin del mundo (Mt. 28:20), siempre presente por medio de la proclamación de la Palabra, la participación en el Sacramento y el servicio permanente a los demás, hace efectivo aquello de lo que Éx. 40:34-35 era únicamente, y pese a su representación majestuosa, una mera sombra de lo que ha de venir (Col. 2:17). No es porque sí que, de acuerdo con la lectura que hace el evangelista San Mateo del oráculo de Is. 7:14, Jesús es Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros (Mt. 1:23). De ninguna otra forma puede hallar su plena realización lo que simbolizaba todo el sistema cúltico del antiguo Israel, centrado en aquel tabernáculo. De ahí también que, como en ocasiones se ha señalado, la presencia permanente de Cristo entre los hombres no se limite a este mundo, a esta dimensión actual de nuestra existencia, sino que llegue a la eternidad. Por algo afirma el Vidente de Patmos en Ap. 21:22:
Y no vi en ella[4] templo: porque el Señor Dios Topoderoso es el templo de ella, y el Cordero.
El segundo, directamente derivado, es la Trascendencia absoluta del Dios de Israel. No es algo sin importancia; por el contrario, conviene recordarlo con cierta frecuencia, dado que el espíritu humano tiende siempre a rebajar los conceptos que maneja, de forma que incluso lo divino acaba en muchas ocasiones completamente desacralizado[5]. Por lo que leemos en el Antiguo Testamento, Israel tuvo que aprender, y muy a su pesar en ocasiones[6], que su Dios era un dios trascendente, no una divinidad “natural” comparable a las de sus vecinos, es decir, intrínsecamente relacionada con el mundo material[7] y que se podía tocar, mover o emplear a conveniencia para obtener provecho particular[8]. El Dios de Israel, si bien se complace en habitar en medio de su pueblo, se reservará siempre una parcela que lo envuelva en el misterio y que lo haga inaccesible al entendimiento humano. Nuestro texto tiene buen cuidado de expresar la innegable presencia de Yahweh por medio de dos figuras muy bien escogidas: la nube (en hebreo, anán) y la gloria (en hebreo, kabod)[9], que hacen referencia a algo más que un simple resplandor o una luminosidad cegadora, pese a lo que en ocasiones se ha afirmado[10]. Estos dos vocablos, nube y gloria, aunque sin duda torpes recursos propios de un idioma tan antiguo como es el hebreo bíblico[11], apuntan a una realidad objetiva inalcanzable para el hombre. De hecho, Moisés no puede entrar en el tabernáculo de reunión cuando la nube lo cubre y la gloria de Jehová (en hebreo, kebod YHWH) lo llena (v. 35). Lo mismo ocurrirá, como ya habíamos señalado más arriba, cuando tenga lugar la inauguración del templo de Salomón. Y algo similar hallamos en relación con los discípulos de Jesús cuando se enfrentan a la transfiguración de su Señor (Mt. 17:1-13; Mc. 9:2-13; Lc. 9:28-36) o cuando se convierten en testigos oculares de las apariciones del Cristo resucitado (Mt. 28; Mc. 16:1-8; Lc. 24; Jn. 20). Pese a los en sí muy loables intentos del intelecto humano por comprender y explicar a Dios, de lo cual la filosofía y la propia teología ofrecen preclaros ejemplos[12], este no es un objeto que pueda analizarse, medirse, pesarse o cuantificarse en un laboratorio; ni siquiera representa un concepto o una entelequia capaz de ser encajada dentro de un sistema de pensamiento. Ante la realidad absoluta del Dios revelado a Israel y más tarde plenamente manifestado en Jesucristo, el hombre ha de actuar como Moisés en este texto: ha de quedarse afuera, reconociendo que no puede penetrar en la esencia divina. En el capítulo 3 del Éxodo el propio Moisés había intentado sondear al Dios que le hablaba desde la zarza ardiente en el desierto, para acabar reconociendo que ante él no tenía otra salida posible que obedecer sus mandatos; ni siquiera la revelación del Nombre Sacrosanto, el Tetragrámmaton, le permitiría al hombre captar la plena esencia de Dios. De Dios únicamente conocemos aquello que él desea que conozcamos, aquello que él quiera revelarnos; el resto, siempre quedará envuelto en el misterio. De ahí que pueda convertirse en una poderosa tentación para nuestra inteligencia la pretensión de hacer de Dios algo comprensible. Cualquier intento de aprehender a Dios en este sentido redunda en su cosificación, le priva de su esencia, su trascendencia, eso que el hebreo antiguo define como su gloria, y que impide al hombre entrar en un terreno que no le corresponde.
El tercero y último es que Dios guía a su pueblo con mano certera. Es lo que deducimos de los vv. 36-38, un añadido, como decíamos al principio, necesario a los dos versículos anteriores, ya que hace del Dios de Israel una realidad permanente, pero no estática, en la vida de Ios antiguos hebreos y, añadimos, de los creyentes cristianos de hoy. Yahweh no solo ha tomado posesión del tabernáculo y ha establecido su morada entre su pueblo, sino que guía las vidas de sus fieles, sus entradas y sus salidas, de manera constante. De hecho, el texto nos indica de forma literal que es Dios quien ponía en marcha a su pueblo o lo mantenía en reposo durante ciertos períodos de tiempo. Lo que sin duda desea transmitir el hagiógrafo es la idea de que Israel es la especial propiedad de Dios (Éx. 19:5-6) y de que ha de vivir plenamente confiado en él, pues solo en él hallará un camino certero hasta la tierra prometida. Hermosa imagen fácilmente transportable a la realidad de la Iglesia actual, en la que se manifiesta, como habíamos indicado anteriormente, la presencia de Cristo[13] en tanto que plenitud de la inmersión de Dios en el devenir de los acontecimientos humanos. El Dios que guía con mano certera se hace presente en la Historia de la Salvación ya desde la Era Patriarcal, cuando el primer gran ancestro de Israel recibe aquel mensaje que le conmina a salir de la tierra de sus padres para dirigirse a otra que aún no conocía (Gén. 12), pero se hace hoy, en nuestros días, particularmente necesario cuando la sociedad en medio de la que vivimos parece exigir a la Iglesia ciertas tomas de postura frente a realidades innegables, y los fieles cristianos no siempre sabemos qué camino tomar para dar respuesta a los desafíos contemporáneos. Particularmente, nos son especialmente caras las imágenes de esa nube que no siempre se alzaba para ponerse en marcha (v. 37), o de ese fuego que alumbraba la oscuridad nocturna (v. 38); no siempre es necesario estar caminando, también es sabio buscar momentos de reposo cuando resulta preciso; por otro lado, hay cosas que se ven con más claridad a la luz del fuego nocturno que en las horas más luminosas del día. No es porque sí que estas figuras se muestran en el texto sagrado. Israel tenía que aprender a confiar en su Dios que le guiaba por en medio del desierto, de la misma manera que la Iglesia ha de aprender a ser guiada por su Señor en medio de las realidades a que hoy ha de hacer frente. El reconocimiento de que es Dios quien traza el itinerario y quien marca las pautas conlleva una gran dosis de humildad y de estrecha dependencia de aquel que, si bien por un lado se ha revelado como El que es, el Dios Todopoderoso, el Dios Celoso, o el Dios de Justicia, por encima de todo, y gracias a su manifestación plena en la persona y la obra de Jesucristo, se revela hoy como el Dios Padre, aquel a quien podemos dirigirnos con total confianza y a quien, sin temor alguno, podemos y debemos designar como nuestro Dios.
[1] Ska, J. L. “Le livre de l’Exode. Questions fondamentales et questions ouvertes” in Nouvelle Revue Théologique 113 (2011), pp. 353-373. Cf. el capítulo introductorio y la conclusión de nuestro libro Lecciones sobre el Éxodo, publicado por Editorial Mundo Bíblico en 2011.
[2] Sanz Giménez-Rico, E. Cercanía del Dios distante. Imagen de Dios en el libro del Éxodo. Madrid: Universidad Pontificia de Comillas, 2002, pp. 411-418.
[3] Es una forma de hablar. En realidad, como bien se ha señalado en ocasiones, se podría entender también como un nexo que enlaza cuanto se ha descrito en relación con el tabernáculo del desierto y todas las disposiciones rituales que ocupan nuestro actual libro del Levítico. La distribución de los materiales del Pentateuco en cinco libros (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio) no es original, sino que obedece a ciertos criterios de los escribas posteriores de la Gran Sinagoga de Esdras, en la época de la restauración.
[4] En la Nueva Jerusalén escatológica cuya descripción ocupa los dos últimos capítulos del Apocalipsis.
[5] Tal sería, según parece, una de las razones de la idolatría según Ro. 1:21-23.
[6] Recuérdense los episodios de la devolución del arca del pacto a Israel por parte de los filisteos (1 S. 6:19) o de la muerte de Uza al tocarla (2 S. 6:6-7; 1 Cr. 13:9-10).
[7] Recuérdese que los dioses del paganismo suelen ser, por lo general, divinidades estrechamente vinculadas con los fenómenos naturales, especialmente la producción de todo aquello que permite el desarrollo de la vida humana. Tales deidades, por lo tanto, ostentan esferas muy restringidas de acción y, como sucedía con frecuencia en los mitos de muchos pueblos, podían llegar a perder toda su efectividad, de manera que sus cultos muchas veces se olvidaban y eran sustituidos por otros nuevos.
[8] Cf. a tal efecto la historia de Bel y el dragón que leemos en el capítulo 14 de Daniel, texto apócrifo.
[9] La mención de la nube se halla en los cinco versículos; la gloria, por el contrario, únicamente se menciona en los dos primeros, el 34 y el 35, en estrecha referencia a la toma de posesión del tabernáculo por parte de Dios como su morada.
[10] En relación con el problema que plantea el significado del término hebreo kabod, véanse los comentarios bíblicos.
[11] Tampoco nuestro idioma actual, ni ningún otro, está demasiado bien pertrechado para describir realidades supraterrenas.
[12] Especialmente las disciplinas conocidas como Teodicea o Teología natural, y la Teología dogmática.
[13] Para una buena aplicación de Éx. 40:34-38 a las realidades expresadas por el Nuevo Testamento, véase Spreafico, A. El libro del Éxodo. Barcelona: Ed. Herder, 1995, pp. 214-217.