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“…, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras”


“Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana” (1 Co. 15:17a)

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Que la Resurrección de Cristo es el punto al cual se dirige toda la revelación divina contenida en la Biblia, deben ser hoy muy pocos los estudiosos y especialistas que lo pongan en duda. De hecho, nuestra fe cristiana como tal se cimenta sobre ese acontecimiento, de la manera que afirma San Pablo Apóstol en un conocido pasaje:

Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana. (1 Co. 15:17a)[1]

Pero la misma naturaleza del hecho en cuestión y las circunstancias en que se produjo, lo han rodeado de un halo de trascendencia, de misterio incluso podríamos decir, a cuya altura no siempre ha sabido estar el pensamiento cristiano. No hay más que leer con atención las apologías que se han venido escribiendo a lo largo de los siglos para “demostrar” que la Resurrección de nuestro Señor constituye un hecho histórico como cualquier otro, computable y medible con patrones puramente humanos, algo que los estudios exegéticos y críticos actuales tienden a matizar a partir de nuevos enfoques más ajustados con la realidad bíblica[2].

Convencidos como estamos de que la realidad de la Resurrección del Salvador es un hecho innegable, pero plenamente conscientes al mismo tiempo de su absoluta trascendencia más allá de lo puramente humano, de lo históricamente constatable[3], nos adherimos al pensamiento paulino más arriba mencionado según el cual el levantamiento[4] de Cristo de entre los muertos constituye el fundamento inamovible de nuestra fe, y creemos que sigue siendo un motivo capital de celebración para toda la Cristiandad universal, de la misma manera que un tema permanente de estudio. Por eso, nos dirigimos al Evangelio según San Marcos, el primero de los cuatro Evangelios canónicos que vio la luz, conforme a ciertas teorías, pues en él hallamos lo que debió ser el primer relato de la Resurrección de Jesús según la catequesis primitiva. El texto en cuestión es Mc. 16:1-8, lo que algunos exegetas consideran el fin de este evangelio[5], y que citamos in extenso debido a su singular importancia:

Cuando pasó el día de reposo, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirle. Y muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro, ya salido el sol. Pero decían entre sí: ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? Pero cuando miraron, vieron removida la piedra, que era muy grande. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca; y se espantaron. Mas él les dijo: No os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo. Y ellas se fueron huyendo del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto; ni decían nada a nadie, porque tenían miedo.

“El primer relato de la Resurrección de Jesús según la catequesis primitiva”, hemos dicho. Pues bien, una de las cosas que sorprenden al lector actual, ya de entrada, es que el evangelista no narra en ningún momento la resurrección en sí; no encontramos en estos versículos la más leve pincelada que pudiéramos considerar, verdaderamente, una narración de la Resurrección del Señor. Más aún, los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan, que vendrían después, seguirán en ello el mismo patrón narrativo: presentarán en escena mujeres y hombres que se acercan al sepulcro de Cristo, mencionarán la presencia de seres celestiales que actuarán o transmitirán mensajes concretos, añadirán o quitarán detalles a la fuente primera que representa el relato marcano, pero nunca hallaremos en los escritos canónicos del Nuevo Testamento una descripción, ni siquiera una aproximación breve, de la Resurrección de Cristo, acontecimiento que queda así relegado para siempre al misterio de Dios; no es algo que haya de ser revelado a los hombres; únicamente se nos indicará que ha tenido lugar y que es un evento cierto que se ha de creer como tal[6].

En segundo lugar, este pasaje hace hincapié en una clave temporal muy concreta cuando afirma que las mujeres se acercaron al sepulcro del Señor muy de mañana, el primer día de la semana, algo que el resto de los Evangelios corroborará. Si tal detalle no hubiera formado parte de la catequesis primitiva, no se lo habría hecho constar en el Evangelio marcano ni en los demás. La datación cronológica de la Resurrección de Cristo al amanecer de la mañana del domingo[7] reviste una singular importancia en el pensamiento y la teología cristiana, dando al traste con las tinieblas del mundo antiguo y, más concretamente, con todo lo referente a la dispensación caduca de la Ley de Moisés. En este sentido, la aurora de aquel primer domingo cristiano, que sería considerado como Día del Señor ya desde la época apostólica (Ap. 1:10)[8], se convierte en representación de la nueva luz que ha de inundar al mundo con la proclamación de las buenas nuevas del Señor Resucitado[9]y del mundo nuevo, en definitiva, que ha comenzado con el alzarse de Cristo de entre los muertos.

En tercer lugar, cabe destacar el hecho de que todo el relato aparece bañado en una atmósfera de temor, desde el detalle de que las mujeres se dirigen al sepulcro a horas muy tempranas del día[10], hasta el hecho de que huyeron literalmente (Mc. 16:8) de aquel lugar llenas de espanto y no decían nada a nadie, pasando por la mención del susto que tuvieron al ver al joven de vestiduras blancas. Independientemente de que las mujeres, según ciertos tópicos culturales, puedan resultar más sensibles o más impresionables que los varones, lo cierto es que la realidad de la Resurrección de Cristo confronta forzosamente al ser humano, incluso al creyente, con unas dimensiones de la existencia que están muy lejos de nuestra comprensión lógica o racional del mundo que nos rodea. El miedo suele ser la reacción humana más innata a lo desconocido, a todo aquello que escapa a nuestros alcances o a nuestro control. Por otro lado, al describir el evangelista el terror de aquellas discípulas por medio de un vocabulario muy específico (vv. 5 y 8), presenta de forma deliberada un agudo contraste con la buena nueva que el joven les anuncia de manera muy sencilla y que conformará la fe de la Iglesia: ha resucitado, no está aquí (v. 6), una noticia que ha de ser anunciada en primer lugar a los discípulos, y de forma muy especial a Pedro, porque el Señor Resucitado los precede y les da cita en un lugar muy concreto (v. 7).

En definitiva, tal como relata el Evangelio marcano los acontecimientos del primer domingo cristiano, el Domingo de Resurrección, supone para la Iglesia de todos los tiempos un triple desafío:

La Iglesia ha de creer y proclamar ante el mundo algo que jamás se podrá probar, que rehúye cualquier tipo de explicación lógica[11], pero que es la gran verdad sobre la cual ella cimenta su propia existencia como movimiento de discípulos de Cristo y como institución.

La Iglesia ha de vivir su experiencia cristiana de puertas adentro y de puertas afuera en la convicción de la presencia permanente y la guía del Señor Resucitado, algo que se hará patente en la Palabra y el Sacramento.

La Iglesia ha de adquirir plena conciencia de que representa el mundo nuevo, el Reino que introduce Cristo Resucitado, en medio de unas sociedades injustas y decadentes, reivindicando siempre la dignidad de todos los seres humanos y aliviando el dolor de los sufrientes.

Por eso, deseamos concluir con esas palabras que repite desde hace siglos la tradición cristiana del Domingo de Pascua de Resurrección, cuando proclama:

¡Cristo ha resucitado!

¡Aleluya!

¡Verdaderamente ha resucitado!

¡Aleluya, aleluya!

[1] De hecho, el pasaje del que está tomado el título de esta reflexión, 1 Co. 15:3-8, también conocido en círculos exegéticos como Kerygma de Damasco, y que constituye una confesión de fe de la Iglesia primitiva o, como algunos pretenden, el primer esbozo de un credo, concede a la Resurrección del Señor y a las apariciones del Resucitado los vv. 4-8; la muerte de Cristo por nuestros pecados, conforme a las Escrituras ocupa solo el v. 3.

[2] Sírvannos como ejemplo dos grandes clásicos: por un lado, Sherlock, T. Proceso a la resurrección de Cristo. Terrassa (Barcelona): CLIE, 1981, traducción de uno de los grandes apologetas británicos del siglo XVIII. Por el otro, el exegeta jesuita francés del siglo XX Léon-Dufour, X. Résurrection de Jésus et message pascal. Paris: Éditions du Seuil, 1971.

[3] De hecho ahistórico e incluso de hecho mítico hemos escuchado tildarla en labios de algunos especialistas y pensadores cristianos, lo que no siempre ha sido bien comprendido. Ni ahistórico ni mítico pueden entenderse como sinónimos de “falso” al tratarse cuestiones de exégesis crítica bíblica. Ahistórico significa “que está fuera del campo de lo que la historia humana puede computar”; mítico, por su parte, tiene más connotaciones de tipo literario y hace referencia a una clase de lenguaje, a un estilo, a unas figuras determinadas con las cuales se pretende describir o narrar realidades que están más allá de la comprensión del hagiógrafo.

[4] Tal es, y no otro, el significado fundamental del vocablo “resurrección” en el Nuevo Testamento, donde se expresa con el sustantivo griego anástasis.

[5] En efecto, los vv. 9-20, tal como aparecen en nuestras versiones bíblicas al uso, no se constatan en los mejores manuscritos del Nuevo Testamento griego, y evidencian por sus rasgos de estilo y algunas otras cuestiones, ser un añadido posterior, quizás del siglo II. Los eruditos aún discuten si el Evangelio según San Marcos concluye abruptamente con el v. 8 o si tenía algún final que se perdió quizás en el proceso del copiado (una hoja de papiro o de pergamino que se traspapeló o que fue destruida, simplemente). Personalmente, nos decantamos por la idea de que concluye tal como lo leemos en el v. 8, es decir, con un final abierto, pues el testimonio de la Resurrección no puede concluir hasta el fin de los tiempos.

[6] Que muy pronto la imaginación cristiana primitiva quiso llenar este vacío informativo de las Escrituras, se evidencia en la literatura apócrifa. El ejemplo clásico lo hallamos en el llamado Evangelio de San Pedro, cuyo capítulo 10 relata lo siguiente:

Empero, en la noche tras la cual se abría el domingo, mientras los soldados en facción montaban dos a dos la guardia, una gran voz se hizo oír en las alturas. Y vieron los cielos abiertos, y que dos hombres resplandecientes de luz se aproximaban al sepulcro. Y la enorme piedra que se había colocado a su puerta, se movió por sí misma, poniéndose a un lado, y el sepulcro se abrió. Y los dos hombres penetraron en él. Y, no bien hubieron visto esto, los soldados despertaron al centurión y a los ancianos, porque ellos también hacían la guardia. Y, apenas los soldados refirieron lo que habían presenciado, de nuevo vieron salir de la tumba a tres hombres, y a dos de ellos sostener a uno, y a una cruz seguirles. Y la cabeza de los sostenedores llegaba hasta el cielo, mas la cabeza de aquel que conducían pasaba más allá de todos los cielos. Y oyeron una voz que preguntaba en las alturas: ¿Has predicado a los que están dormidos? Y se escuchó venir de la cruz esta respuesta: Sí. Los circunstantes, pues, se preguntaban unos a otros si no sería necesario marchar de allí, y relatar a Pilatos aquellas cosas. Y, en tanto que deliberaban todavía, otra vez aparecieron los cielos abiertos, y un hombre que de ellos descendió, y que entró en el sepulcro.

(Tomado de la edición Librería Bergua, Madrid, sin fecha de publicación)

Algunos de estos detalles aparecen en la iconografía cristiana tradicional referente a la Resurrección de Cristo.

[7] Tan solo Jn. 20:1 podría dar a entender que la Resurrección del Señor hubiera tenido lugar antes del amanecer. En cualquier caso, tal como los antiguos contaban las horas (sin nuestra precisión), ello no constituye ningún problema para el entendimiento del texto y su enseñanza.

[8] El testimonio de la Patrística en este sentido es irrefutable: Didajé 14:1; Epístola de Bernabé 15:8; Epístola a los de Tralles de Ignacio de Antioquía cap. 9; Epístola 58 de Cipriano de Cartago, sección 4; etc. Contra quienes han pretendido que la observancia dominical se fundamentara en una disposición del emperador romano Constantino en el siglo IV.

[9] En su obra De Ecclesiasticis Officiis, lib. I, cap. XXIV, San Isidoro de Sevilla relaciona el primer día de la semana en que Cristo, la Luz del mundo, resucitó, con el primer día del Hexamerón, en el cual fue creada la luz (Gn. 1:3-5). El santo hispalense entiende, pues, que la creación de la luz es una anticipación realizada por el Espíritu Santo del mundo nuevo que comienza a partir del primer domingo cristiano. En otro capítulo de su mismo libro, compara las sombras del sábado judío con las luces del Día del Señor.

[10] El apócrifo Evangelio de San Pedro antes citado, en el capítulo 11 indica con claridad que las mujeres se dirigieron al sepulcro cuando aún era de noche (cf. Jn. 20:1) por miedo de los judíos, a fin de que nadie las viera ni las reconociera.

[11] Dígase lo que se quiera, y con perdón de los apologistas contemporáneos más furibundos, una tumba vacía no prueba precisamente una resurrección. La fe en la Resurrección de Cristo en el seno del cristianismo primitivo se gestó por el testimonio de quienes vieron al Señor Resucitado y hablaron con él. La gran excepción que constituye Jn. 20:8-9, responde a las características propias del Cuarto Evangelio y su autor.

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