Una cruz, unos hombres, unas palabras…
“Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - De todos es bien sabido que el Evangelio según San Marcos está considerado por un buen número de exegetas y estudiosos como el primero de los cuatro Evangelios Canónicos que vio la luz[1], y tal vez en una fecha no demasiado lejana a los sucesos que narra[2]. Si nos atenemos a la antigua tradición cristiana recopilada por Eusebio de Cesarea[3], sería, en realidad, el fruto de la predicación y enseñanza de San Pedro en Roma, vale decir, de la catequesis apostólica más antigua, más cercana a los eventos que culminaron la Historia de la Salvación. No es nuestra finalidad cuestionar este tipo de datos ni discutir la validez de estas teorías. Lo que nos proponemos, simplemente, es ver cómo entendió aquel cristianismo tan antiguo representado por el Evangelio marcano la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, qué enfoque le dio. Lo hemos encontrado en Mc. 15:21-39.
Se trata de un relato, como suele ser habitual en los Evangelios, escueto y casi telegráfico, por un lado, pero por el otro, y al mismo tiempo, con cierta profusión de detalles, en el que aparecen diferentes personajes en uno o múltiples escenarios, se precisan varias anotaciones en relación con el tiempo, el espacio o ciertos objetos destacados, y, lo que nos parece más importante de todo, se conservan las palabras dichas por los actantes principales. Es este último rasgo el que nos parece más pertinente para nuestro propósito y aquel en el que vamos a centrar nuestra atención, pues es en lo que dicen quienes participan del drama de la crucifixión donde hallamos el contenido básico del pasaje.
En primer lugar, se nos transmiten las declaraciones de unos que pasaban por delante de la cruz (Mc. 15:29-30), a las que se añaden las de los principales sacerdotes y los escribas (vv. 31-32) y las de algunos más no demasiado bien precisados (v. 35), entre ellos el que tuvo el gesto humanitario de ofrecer a Jesús una esponja empapada en vinagre para que bebiera y aliviara sus dolores (v. 36). Si a ellas unimos las palabras del v. 32b, según las cuales también los que estaban crucificados con él le injuriaban, tenemos el cuadro completo. El primer conjunto de palabras dichas frente a la realidad de la cruz se nos muestra, en definitiva, totalmente desalentador. Burla, desprecio, injurias, blasfemias conforman la nota tónica. Da igual que se tratara de romanos o de israelitas, de judíos o de gentiles, lo cierto es que la cruz de Cristo suscita en primer lugar la mofa y la befa de quienes presenciaron la ejecución de la sentencia del gobernador imperial contra el Salvador. Si nos preguntamos el porqué, tal vez hallemos múltiples respuestas: quien había sido encausado como El Rey de los Judíos (v. 26) no ofrecía una imagen muy digna ni muy principesca en aquel momento, y se revelaba que no era sino un embaucador pretencioso; por otro lado, se le aplicaba el castigo propio de criminales y sediciosos, como a los ladrones entre quienes se alzó a propósito su cruz (v. 27); o quizás se lo entendió como un pobre fanático religioso que se había creído sus propias mentiras. Sea como fuere, está más que claro que para aquella variopinta y fácilmente manejable muchedumbre, la cruz significaba simple y llanamente derrota, fracaso. Y el ser humano, por desgracia, suele mostrar con creces sus sentimientos más crueles ante quienes considera derrotados y fracasados. Ya lo dice un refrán muy castizo en nuestro idioma: Del árbol caído, todos hacen leña.
En segundo lugar, este relato marcano nos conserva unas palabras puestas en labios del propio Jesús, y que deben ser catalogadas dentro de ese grupo al que algunos especialistas han designado como ipsissima verba Domini o palabras ciertamente pronunciadas por Nuestro Señor[4]. Son las únicas dichas por Jesús que presenta la narración, y además revisten una forma muy especial. Las leemos en el v. 34, que citamos al completo:
Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
La tradición cristiana conocida como Las Siete Palabras de Jesús en la cruz, que sin duda hallará su plasmación en muchas liturgias especiales de este Viernes Santo, les da el número 4, pero lo cierto es que el Evangelio según San Marcos no menciona otras. Y, como vemos, no solo responden a una cita del Antiguo Testamento (Sal. 22:1), sino que aparecen recogidas en la lengua materna del Señor, el arameo. Que el evangelista únicamente haya mencionado esta cita y en la manera más íntima en que Jesús se expresaba, reviste una gran importancia para su concepción de la cruz en el pensamiento de Nuestro Señor. No se trata ya de un simple fracaso humano, como al parecer consideraban quienes contemplaban la escena, sino de algo mucho peor: la separación definitiva de Dios, o si se prefiere, el abandono de Jesús por parte de Dios. Hay quienes han llegado a hablar de “rechazo”. Que aquel que desde el mismo comienzo de su ministerio es reconocido y ungido con el Espíritu (Mc. 1:9-11), ahora, en el momento cumbre de su existencia, se vea abandonado frente a la muerte, conlleva unas implicaciones que van más allá de lo que el propio texto refleja, pero que debían formar parte de la primitiva catequesis cristiana. El lamento del Crucificado solo puede significar que su posición en la cruz implica la negación de su propio ser, de su propia realidad como Ungido de Dios. Recae así sobre él toda la maldición que conlleva la situación de rebeldía del ser humano, con lo que se hace reo del infierno. En él se encarna todo cuanto separa al hombre de su Creador[5], por lo que siente como nadie podrá jamás el desgarramiento interno del condenado a una muerte eterna. Nada de extraño tiene, por tanto, lo que leemos en el v. 37:
Mas Jesús, dando una gran voz, expiró.
Pero el broche de oro lo coloca, en último lugar, la exclamación que recoge el v. 39. Al ser testigo de la muerte de Jesús, el centurión romano que estaba frente a la cruz (el encargado de ejecutar la sentencia) dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. No ha dejado de sorprender a más de un lector y comentarista del Evangelio el hecho de que aquel probablemente hombre pagano emitiera una declaración tal. Y, desde luego, no puede entenderse, como a veces se ha pretendido, en un contexto politeísta grecorromano, en el que los dioses olímpicos engendraban hijos de entre los seres humanos. El evangelista tiene buen cuidado de que las palabras de aquel para nosotros anónimo oficial romano reflejen la filiación divina de Jesús en relación con Yahweh, el único e intransigentemente monoteísta Dios de Israel. Y además, no hay lugar para dudas: es la muerte de Jesús lo que lleva a aquel centurión a reconocer en él al Hijo de Dios. Donde sus compatriotas y compañeros de milicia, e incluso los propios dirigentes religiosos judíos, veían derrota y motivo de burla, él vio algo diferente. La redacción del Evangelio según San Marcos tiene, pues, buen cuidado de presentarnos la gran paradoja de que, allí donde Israel desconoce a su Mesías, un pagano reconoce al Hijo de Dios. Los sarcasmos y los insultos ceden paso a una tímida y muy sencilla profesión de fe. El desprecio hacia el Jesús agonizante cede el paso ante la proclamación de la filiación divina del Jesús muerto. Sin duda, aquel centurión ignoraba la profundidad teológica del momento en que vivía, pero recibió suficiente lucidez como para reconocer que el deceso que acababa de contemplar no era como los demás. No tiene, por tanto, nada de extraño que algunos hayan hablado de aquel oficial romano como el primer cristiano, el primer converso al cristianismo de entre los gentiles, o cosas similares. Particularmente, no puede molestarnos ni ofendernos. Que al pie de la misma cruz en la que pende el cuerpo inerte del Señor, un hombre confiese que era el Hijo de Dios, solo puede significar que, ciertamente, el madero de tormento se ha trocado en símbolo de vida, y que Jesús ha vencido con su muerte.
El propósito redentor de Dios para con el género humano ya se ha cumplido para siempre. Solo nos resta difundirlo a fin de que todos lo conozcan y se beneficien de él.
[1] La así llamada por los especialistas Zweiquellenhypotese o Hipótesis de las dos fuentes, definitivamente establecida a finales del siglo XIX por Johannes Weiss, según la cual los Evangelios Sinópticos tendrían dos fuentes fundamentales, el Evangelio marcano y un documento anónimo designado con la letra Q (del alemán Quelle, “fuente”). Ha sido aceptada, en líneas generales, incluso por seminarios y facultades de teología de tendencias más bien conservadoras, prácticamente hasta el día de hoy. Cf. nuestro libro La interpretación del Nuevo Testamento a lo largo de la Era Cristiana. Historia de la exégesis del Nuevo Testamento. Las Palmas de Gran Canaria: Editorial Mundo Bíblico, 2014, p. 178. Para otras opiniones sobre este asunto, véase France, R. T. The Gospel of Mark. A Commentary on the Greek Text. Carlisle (U.K.): The Paternoster Press, 2002, pp. 41-45.
[2] O’Callaghan, J. “Los descubrimientos del Qumran”, in Puigvert, P. (Comp.).¿Cómo llegó la Biblia hasta nosotros? Terrassa (Barcelona): CLIE, 1999, pp. 117-127. Ver también el clásico González Lamadrid, A. Los descubrimientos del mar Muerto. Cuarenta años de hallazgos y estudio. Madrid: B.A.C., 1985, pp. 326-329.
[3] Historia Eclesiástica, II, 15, 1-2.
[4] Véase Bock, D. “The Words of Jesus in the Gospels: Live, Jive or Memorex?” in Wilkins, M. and Moreland, J. P. (Gen. Eds.). Jesus Under Fire: Modern Scholarship Reinvents the Historical Jesus. Grand Rapids, Michigan: Zondervan Publishing HouseGe, 1995.
[5] Para la idea de que Jesús carga sobre sus hombros el decreto de condenación divina del mal, cf. Barth, K. Church Dogmatics, Vol. II. Edinburgh: T&T Clark LTD, 1957, p. 171ss.