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La Biblia feminista


Hoy me gustaría no quejarme demasiado, sino defender mi forma favorita de celebrar el Día de la Mujer Trabajadora: leyendo y poniendo en práctica la Palabra de Dios. AMOR Y CONTEXTO

¡Sean reconocidos sus logros, y públicamente alabadas sus obras! Proverbios 31:31

AUTOR Noa Alarcón Melchor - Publicado en Protestante Digital - Esto comenzó por un libro. No, no me refiero a la Biblia, sino a otro libro que, sin pretenderlo, ayudó a comenzar un movimiento. En 1963 Betty Friedan, escritora de origen judío, publicó un libro llamado La mística de la feminidad (me alegra mucho saber que el libro está disponible en castellano, por Cátedra [2009]), donde se preguntaba cómo era posible que existiese una tasa tan alta de suicidios y depresiones entre las que, se suponía, eran las personas más felices de la sociedad: las madres de familia norteamericanas de clase media y alta. Aquellas mujeres siempre bien vestidas y bien peinadas para agradar a sus maridos que empezaban a tener acceso a grandes inventos como la lavadora, la aspiradora y el televisor, que se iban a pasar el día a los centros comerciales recién inventados con sus amigas, que tenían a su servicio toda una industria comercial; a quienes todos les decían que su realización personal no venía de tener una profesión o un trabajo, sino de encontrar un buen marido. No es que cuidar de la familia fuera una ocupación menor, es que habían sido enseñadas a que una mujer no podía aspirar a más. Les insistían en que, biológicamente, las mujeres de verdad no deseaban nada más, ni tampoco eran intelectualmente capaces de hacer otra cosa. No debían darle vueltas, tenían que ser felices y hacer felices a sus familias porque Dios las había creado para eso. Y punto. Sabéis de lo que os hablo.

Pues sí, Friedan descubrió que las tasas de suicidio y depresión dentro de ese grupo eran demasiado elevadas, y se dispuso a averiguar el porqué. Y en su investigación se encontró con que la única solución posible era que aquella visión idealizada y mística de la feminidad no era más que una imposición artificial que alienaba y destruía el ser interior de las mujeres. Sin saberlo, Friedan había puesto el primer ladrillo a lo que años más tarde se conocería como “feminismo” (aunque, desde luego, no se inventó entonces).

Hoy en día, y en círculos cristianos, no se puede nombrar esa palabra. No sé a los demás, pero mujeres que eran libres para caminar por la calle con pantalones vaqueros y sin la compañía de un hombre me querían convencer de que Dios está en contra del feminismo, que es algo malo y antibíblico. Y no se percataban de la ironía.

También hay muchas voces, tanto de hombres como de mujeres, tanto dentro como fuera de la iglesia, que intentan convencernos de que el machismo ya no existe, que vivimos en una sociedad en la que no hay discriminación. Sin embargo, páginas como la de Micromachismos nos vienen a recordar que sí que hay discriminación. La hay y la seguirá habiendo porque también siguen existiendo el racismo y la xenofobia, a pesar de todo, y la discriminación contra la mujer no es muy diferente. Ahora bien: hay muchas maneras de enfrentarse a la discriminación que sufrimos las mujeres por el simple hecho de ser mujeres. Estos días cercanos al 8 de marzo se celebran muchas cosas en muchos sitios. Se levantan y se hacen notar las quejas, y a mí hoy, al menos, me gustaría no quejarme demasiado, sino defender mi forma favorita de celebrar el Día de la Mujer Trabajadora (porque trabajar, trabajamos todas, incluso las amas de casa, sí): leyendo y poniendo en práctica la Palabra de Dios. Sé lo que estoy diciendo y me reafirmo: la Biblia es muy feminista, tal y como entendemos hoy el término de manera general, como un movimiento que da voz a los derechos ignorados de las mujeres.

Sé que habrá muchos que no me creáis, pero os lo puedo demostrar. Podríamos hablar de Rut, una mujer que ni siquiera pertenecía al pueblo de Israel, pero obtuvo el favor de Dios porque era fiel, imaginativa, decidida y tenía temor de Dios. Y buscó la manera de arreglar sus problemas. Qué diferente es esta Rut de esa imagen de mujer sensible, frágil y asustadiza que necesita que venga a rescatarla un príncipe azul. El príncipe azul de Rut, Booz, lo fue a buscar ella misma e incluso tuvo que esforzarse para que el príncipe se diera por aludido. Podríamos hablar también de Ester, o de cualquiera de las mujeres que aparecen en la genealogía de Jesús (y qué gran detalle, qué hermoso y qué revelador, no solo que aparezcan mujeres en la genealogía de Jesús, sino que encima sean mujeres de dudosa reputación, ¡ni una sola esposa virtuosa en la genealogía del mismísimo Jesús!).

Pero voy a detenerme en uno de mis pasajes favoritos, (y no solo porque sea el origen de mi nombre). En Números 27 sucede una pequeña escena de esas que se nos pasan desapercibidas cuando nos empeñamos en que el Antiguo Testamento es aburrido, y en realidad los aburridos somos nosotros. Las hijas de un hombre llamado Zelofehad fueron ante Moisés con un problema grave: ellas eran todas hermanas, y ante la muerte de su padre sin un hijo varón la herencia se perdería. No querían que eso pasase, y fueron a reclamar que Moisés cambiase la ley para que ellas pudieran heredar. Según las leyes de aquel momento (pensemos que era una sociedad seminómada y patriarcal de la Edad del Bronce), las mujeres, cuando se casaban, pasaban a formar parte de la familia del marido. Por esa razón no heredaban de su padre las tierras o las posesiones, porque si así lo hicieran se perdería el nombre y la heredad de la familia, algo absolutamente impensable para su momento. Ese statu quo tenía sentido y funcionaba, y desde la perspectiva cultural de la época se podría pensar que las hijas de Zelofehad eran unas quejicas. Sin embargo, después de consultarlo, cabe destacar mucho la respuesta del mismísimo Dios: “Lo que piden las hijas de Zelofejad es algo justo, así que debes darles una propiedad entre los parientes de su padre. Traspásales a ellas la heredad de su padre” (27:7). Las mujeres tenían razón y derecho en denunciar la injusticia, una injusticia completamente invisible para los ojos de su sociedad, pero no para Dios. Otro de mis ejemplos favoritos a celebrar esta semana es, sin duda, Proverbios 31. De este hermoso pasaje, tan rico e inspirador, es una pena que solo nos quedemos con una palabra: “virtuosa”.

Se han escrito libros y fabricado sermones acerca de cómo es una mujer virtuosa, pero pocos se paran a observar que la mujer que se está describiendo es más moderna de lo que cabría esperar para, repitamos, una sociedad patriarcal del Creciente Fértil de la Edad del Bronce. La mujer virtuosa de Proverbios 31 es una que, sí, claro, cuida de su familia como la que más, pero lo hace por medio de su ingenio, su iniciativa, su participación en la sociedad. No es una mujer que guarda silencio y una actitud pasiva detrás de su marido “para no restarle autoridad”. Es una mujer emprendedora y creativa. Y, lo más importante, si leemos fijamente el texto podemos ver que son esas, y no otras, las cualidades valiosas que, junto al temor de Dios, hacen de ella una gran mujer. No es una mujer ejemplar porque sirve a su marido, sino porque su marido es conocido por la buena reputación de su mujer. Tampoco es ejemplar por saber tener su casa impoluta, sino que se pasa el día fuera haciendo negocios. Bueno, quizá, claro, también eso sea fácil porque tiene criados, pero los mantiene con el fruto de su trabajo. No es solo la esposa de un gran hombre, sino que vale por sí misma. Le da lo mejor a sus hijos, pero ellos no son el centro de su vida: el centro es Dios, a quien alaba. Y cumple con una de las grandiosas cualidades de todo hombre de Dios descrito en el Antiguo Testamento (aquí, una mujer de Dios): es sabia y cuida de los desfavorecidos. Os he contado todo esto por ver si había una cosa que quedaba clara: existe un ideal femenino que se nos ha querido vender como “cristiano” durante muchas décadas, y que sin embargo no es nada bíblico. Existen muchísimos libros acerca de cómo debe ser una mujer de Dios, pero el patrón no está basado en una lectura real y contextualizada del texto bíblico, sino en una adaptación al submundo cristiano de las injusticias sociales que Betty Friedan ya denunció en los años 60.

Aquello fue una fabricación, una imposición. Os invito, mujeres y hombres que leáis este artículo, a hacer un pequeño trabajo de investigación. Leed a fondo Proverbios 31 y empapaos del texto. Si podéis, leedlo en diferentes traducciones, porque aportan mucha luz. Estudiad el texto, anotadlo, subrayadlo. Ese será el mejor homenaje a la mujer trabajadora que podamos hacer. Pero además, si podéis, observad los libros que tenéis en vuestra casa, y mirad si tenéis alguno sobre cómo deben ser las mujeres virtuosas, o sobre matrimonios, que también hablan del tema. Quizá los que tengáis sean libros antiguos, de hace varias décadas: fijaos en que no encontraréis muchos libros sobre este tema anteriores a los años 50. ¿Por qué será? Leedlo un poco, u hojead el índice, y ponedlo a la luz del texto de Proverbios 31. Estoy segura de que después de haber leído la Palabra de Dios no podréis evitar detectar todo ese machismo implícito de quienes, aun con las mejores intenciones, no fueron capaces de renovar su entendimiento como se nos demanda, y siguieron atrapados dentro del flujo de su cultura predominante. Comprenderéis por qué la Biblia, bien leída, defiende, ama, aprecia y dignifica la figura de la mujer no solo dentro de la sociedad, sino sobre cualquier otro sistema religioso o social del mundo. Un último apunte: mencioné que Betty Friedan era de familia judía, y no lo dije por decir: ella conocía el Antiguo Testamento, aunque en su etapa adulta lo hubiera rechazado. Los principios bíblicos estaban en su ADN identitario y en su ideal de sociedad, y solo desde esa base (desde ninguna otra era posible) fue que pudo reivindicar la igualdad de la mujer en todos los ámbitos de la vida.

Así, pues, hermanos, hermanas, feliz Día de la Mujer Trabajadora. Celebremos este día profundamente bíblico. Y las semanas que viene, entretengámonos en seguir hablando de qué pasa con las mujeres dentro y fuera de la iglesia.

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