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Epístola de Ignacio de Antioquía a los Cristianos Esmirnotas






CUARTA ENTREGA

PRESENTACIÓN, TRADUCCIÓN Y NOTAS POR MIQUEL - ÀNGEL TARÍN i ARISÓ




1. JUSTIFICACIÓN


Entre los meses de enero - marzo del presente año (2022) realizábamos en el espacio de este amable foro del “Escritorio Anglicano” una presentación, repartida durante tres entregas, acerca del pensamiento de san Ignacio de Antioquía, de su vida, sus obras, su compleja y discutida recepción textual - una discusión a la sazón que indicábamos se extendía durante ya más de medio siglo de agria polémica - a la vez que proponíamos para el estudio del antioqueno un elenco bibliográfico políglota, aunque centrado no obstante en la medida de lo posible en la lengua española.


Siendo que el epistolario completo del obispo Ignacio es excesivamente extenso como para aquí ser registrado, incluyendo según la posición tradicional nada más ni nada menos que siete epístolas, hemos creído oportuno concluir en esta cuarta entrega, como habíamos prometido, consignando únicamente una de sus cartas, la cuál presentamos, traducimos y anotamos. Creemos que procediendo así facilitaremos al lector interesado en su estudio una breve nota del destacado genio del señalado Ignacio.



EPISTOLA


Salutación



Ignacio, también llamado Teóforo,[1] a la Iglesia de Dios Padre y de su bien amado hijo[2] Jesucristo; objeto de su clemencia,[3] quien de Dios recibe todos sus dones. Plena de fe y de amor, ninguna gracia le falta.[4] Iglesia venerabilísima depositaria de los tesoros santos establecida en Esmirna del Asia con espíritu irreprochablemente fiel a la palabra de Dios. Saludos.


( I )


(1). Glorifico a nuestro Señor Jesucristo, Dios nuestro, por haberos inspirado tamaña sabiduría. He descubierto[5] vuestra inquebrantable unidad en la fe, clavados en cuerpo y alma a la cruz de nuestro Señor Jesucristo; Confirmados por efecto de su sangre[6] en el amor; Reafirmados por entero en el hecho de que nuestro Señor pertenece al linaje de David según la carne,[7] hijo de Dios por voluntad y poder divinos; nacido verdaderamente de una virgen, bautizado por Juan “para cumplir toda justicia” [8]; (2). Verdaderamente traspasada su carne por clavos por nuestra causa bajo Poncio Pilato y Herodes el tetrarca. Es efectivamente gracias al fruto de la cruz, a su divina y bienaventurada pasión que debemos nuestra existencia[9]. Porque mediante su resurrección Él iza bandera[10] sobre los siglos, escoge a sus santos y a sus fieles de entre judíos y paganos reuniéndolos en un solo cuerpo, el de la Iglesia.


(II)


(1). Jesús aceptó todos sus sufrimientos por nuestra causa en beneficio de nuestra salvación. Verdaderamente Jesús sufrió como verdaderamente resucitó. Y su pasión no fue, como pretenden algunos descreídos, una simple apariencia. ¡Ellos sí que son una mera apariencia! A buen seguro que el destino que los espera se asemejará a sus opiniones: se convertirán en seres incorpóreos y fantasmales[11].


(III)


(1). Yo creo, más, sé, que Jesús, incluso después de resucitar, permaneció en su carne. (2). Cuando se presentó ante Pedro y sus compañeros les dijo: “Tocarme, palparme y ver como no soy un espíritu sin cuerpo.”[12] Y entonces tocándolo, creyeron. Fue la estrecha comunión con su carne[13] y con su espíritu la que les permitió despreciarla e incluso no temerla, mostrándose así más fuertes que ella. (4). Después de la resurrección, Jesús comió y bebió con ellos, como un ser de carne cualquiera, aunque estuviera espiritualmente unido[14] a su Padre.


(IV)


(1). Os recuerdo todas estas verdades, estimados, sabiendo que ellas son también vuestra profesión de fe. Os advierto contra esas fieras con rostro humano[15]. No solamente no debéis recibirlas, ni siquiera debéis frecuentarlas. Limitaros a orar por ellas por su conversión, la cual es ciertamente dudosa, aunque todo sea posible a Jesucristo nuestra vida verdadera. (2). Puesto que si solamente en apariencia Jesucristo hizo todas estas cosas, en apariencia también yo llevo mis cadenas[16]. ¿Por qué me habría entonces yo entregado a la muerte, al fuego, a la espada o a las fieras?[17] Sin embargo estar cerca de la espada equivale a estar cerca de Dios, siempre que ello sea en nombre de Jesucristo. Todo lo sobrellevo a cambio de compartir su pasión con Él, quien asumiera toda nuestra humanidad y me fortalece.


(V)


(1). Algunos, por mera ignorancia, lo rechazan, empero es más bien Él quien los ha rechazado[18]: son abogados de la muerte, no de la verdad. Nada ha podido convencerles[19], ni los profetas ni la ley de Moisés, (2) ni el mismo evangelio, ni nuestros sufrimientos[20]. Les inspiramos los mismos pensamientos. Pues ¿Qué han de importarme las alabanzas que se me hacen si después los mismos que las profieren blasfeman contra el Señor negando su carne? Rechazar esta verdad y negar a Cristo es la misma cosa e implica revestirse de muerte[21]. (3). No escribiré sus nombres[22] por su infidelidad. Que desaparezcan de mi memoria mientras no confiesen la Pasión [de Jesús], es decir nuestra resurrección.[23]


(VI)


(1). Que nadie se equivoque: incluso los seres celestes, los ángeles con su gloria, las potencias visibles e invisibles, están expuestas al Juicio de no creer en la sangre de Cristo. “Quien pueda entender que entienda.”[24] No os envanezcáis por vuestro rango, pues solamente es importante la fe y la caridad a las que nada supera.[25] (2). Aprender a reconocer a los hombres que traicionaron la Gracia que nos regaló Jesucristo con doctrinas extrañas; Notad como se oponen a los designios divinos: desprecian la caridad, descuidan a las viudas, a los huérfanos, a los afligidos, a los cautivos y a los libertos, a los hambrientos y a los sedientos.



(VII)


(1). Estas personas se abstienen de la eucaristía y de la oración negando que ella sea la carne de nuestro Salvador Jesucristo,[26] carne que sufriera por nuestros pecados y que en su bondad resucitara el Padre. En consecuencia, los que rechazan el don de Dios no hallaran más que la muerte en sus disputas. Mejor harían en celebrar la eucaristía a fin de poder participar en la resurrección.[27](2) Guardaos en consecuencia de tales personas. No os relacionéis con ellas ni pública ni privadamente, más bien centraros en la enseñanza de lo profetas y especialmente al evangelio, donde se nos explica la Pasión y la Resurrección se produce.[28] Huid en todo momento de las divisiones pues son fuente de todo mal.


(VIII)




(1). Seguid todos al obispo[29], como Jesucristo siguió a su Padre, seguid al Colegio de los presbíteros como a los apóstoles. Respetad a los diáconos como al mandamiento de Dios. No hagáis nada de lo que interese a la Iglesia sin contar con el obispo. Tener únicamente por válida la eucaristía celebrada bajo la presidencia del obispo o de su delegado. (2). Allí donde está el obispo está también la comunidad. Del mismo modo, allá donde esté Cristo Jesús, allá está la Iglesia Universal. Sin el obispo, no sea válido bautizar o realizar la eucaristía. Es necesaria su aprobación para satisfacer a Dios. Solamente así todas vuestras acciones serán seguras y legítimas.


(IX)


(1). Sería juicioso demostrar buen sentido pues no es demasiado tarde para arrepentirnos y volver a Dios[30]. Es conveniente venerar a Dios y al obispo. Quien honra a su obispo Dios también lo honra. Actuar a espaldas del obispo equivale a hacerse servidor del diablo. (2). ¡Plazca a la gracia colmaros de sus bienes! Os lo merecéis. Me habéis prodigado toda consolación, ruego a Jesucristo que os ayude de la misma manera. Esté yo ausente o presente, me habéis dado prueba de vuestro amor: ¡Dios os lo pague! Las pruebas que aceptáis en su nombre os guiarán hasta Él.


(X)


(1). Habéis hecho bien en acoger como diáconos de Cristo a Filón y a Reo Agátopos, quienes me han acompañado en la gloria de Dios. Ellos también dan gracias al Señor por vosotros, porque les habéis dado socorro. Nada de esto significará una pérdida para vosotros. (2). Ofrezco mi vida y mis cadenas a cambio del rescate de la vuestra[31], ya que ellas no suscitaron en vosotros ni desprecio ni vergüenza. Jesucristo, quien es la fidelidad misma, tampoco nunca de vosotros habrá de avergonzarse


(XI)


(1). Vuestra oración ha llegado hasta la Iglesia de Antioquía, en Siria. Desde allí, encadenado por estas cadenas maravillosas, partí y voy saludando a todos. No merezco pertenecer a esta Iglesia, yo el último de los hombres. Y si la voluntad de Dios me eleva a este honor, no por mis méritos sino por efecto de su gracia, lo alcanzaré mediante vuestra oración. (2). Y para que vuestra obra sea perfecta, tanto en la tierra como en el cielo, sería menester que, por el honor de Dios, vuestra Iglesia nombre un mensajero que vaya a Siria y los felicite por gozar de paz y haber recobrado su grandeza y restablecer el cuerpo de su Iglesia. (3). Sería útil, me parece, que les enviéis una carta, por medio de uno de vuestros intermediarios, para celebrar la tranquilidad reencontrada gracias a Dios, y felicitarlos por haber finalmente llegado a buen puerto gracias a las oraciones. Vosotros que sois perfectos, tened también pensamientos perfectos. Si aspiráis a hacer el bien, Dios está presto a ayudaros.


(XII)


(1). Nuestros hermanos de Troas os saludan amicalmente. Es desde allí que os escribo, por el intermedio de Burro, quien con vuestros hermanos de Éfeso enviasteis a mí. Ha sido para mí un apoyo constante. ¡Todos debieran imitarlo, es un modelo en el servicio de Dios! La gracia sin duda lo recompensará. (2). Saludo a vuestro santo obispo, al eminente colegio de los presbíteros y a los diáconos, mis compañeros en el servicio[32], y a cada uno en particular y a todos a la vez, en el nombre de Jesucristo, en su carne y en su sangre, en su sufrimiento y en su resurrección, corporal y espiritual, en la unidad de Dios y de vosotros. Que la gracia sea con vosotros; la misericordia, la paz y la paciencia eternamente.


(XIII)




(1). Saludo a las familias de mis hermanos, con sus mujeres y sus hijos, y las vírgenes que se denominan “viudas”.[33] Recibir mi adiós en la virtud del Padre. Filón, quien está a mi lado, os saluda. (2). Mi saludo a la casa de Tavías, deseando que se fortalezca en la fe y en el amor, tanto en el cuerpo como en el espíritu. Saludo a Alce, quien me es caro, al incomparable Dafno, y a Eutecno, y a cada uno de vosotros por su propio nombre. Sed fuertes en la gracia de Dios.




 

[1] Portador de Dios. [2] La palabra no aparece literalmente en el texto, pero está sobreentendida haciendo que la frase cobre mejor sentido. Ignacio de Antioquía demuestra una cristología sin duda compleja y desarrollada en relación con la época en la que pretendidamente escribe, razón por la cuál es muy probable que su supuesta producción literaria deba verse adelantada, tal y como defienden entre otros Reinhoud Weijenbourg, Robert Joly y Josep Rius i Camps, autores cuyas conclusiones ya hemos destacado. A pesar de ello, y fuera como fuese, es innegable que su concepción teológica cristológica en la epístola a los Esmirniotas que ahora nos ocupa es de tipo claramente subordinacionista, así como también lo es el resto de su epistolario, y con este todo el “corpus” de los denominados Padres Apostólicos. [3] El giro griego está hecho a propósito para señalar que tanto la iglesia como Cristo son los bien amados del Padre y el fruto de su piedad, por mucho que la iglesia sea también del hijo. Nótese en consecuencia que el origen fontal del amor es Dios, no su hijo ni - evidentemente - tampoco la iglesia ... La expresión en consecuencia está voluntariamente teñida de un subordinacionismo nos atrevemos a calificar de rancio; aunque mejor fuera decir evidente o destacado. [4] Puesto que es habitación de Dios. Oyénse aquí los ecos de la teología del “Mishkán” o morada de Dios insertos en el Éxodo (25, 8) en orden al santuario terrenal o “Mákom Kádosh”. [5] No se trata tanto de un descubrimiento como de una constatación, es decir, de algo que se presuponía de antemano que sería así por enraizado en el plan de la voluntariedad divina. [6] El fragmento se adscribe aparentemente a la teología forense paulina, aunque no se trata ni mucho menos de un asunto cerrado. Ver en este sentido las interesantes y sugestivas discusiones sobre el particular en los trabajos de A. Puech, J.- L. Tixeront y H. Hoffman. [7] Más exactamente del linaje de David según la carne. Sin embargo, traducimos como lo hacemos para destacar así la voluntad profunda del autor, que no es otra que apuntar al hecho de que Dios suscita la persona de Jesús a partir de carne humana (“sarx”) como la nuestra, entroncándola eso sí con la dignidad de la realeza davídica. Como bien se habrá podido deducir, los asertos ignacianos van dirigidos contra las especulaciones gnóstico - docéticas, muy activas en las comunidades antioquenas durante muchos años, siempre tendentes a negar la humanidad de Jesús para así salvarla de la negatividad inherente a la propia carnalidad. [8] Mt 3, 15 [9] Nótese la reiterada insistencia ignaciana respecto a la realidad de la carnalidad de Jesús uniendo la realidad histórica de sus sufrimientos a la cruz, a su muerte y a su posterior resurrección. Motivos que de manera general se irán repitiendo sucesiva y frecuentemente a lo largo y ancho de nuestro texto. [10] Is 5, 26 [11] El destino que atiende a los docetas, es decir, a aquellos que predican que Jesús solamente tuvo un cuerpo aparentemente humano, eso es lo que el verbo “dokeo” expresa, es precisamente la reducción ontológica a la mera apariencia, a la incorporeidad fantasmal. Sorprende que Ignacio, normalmente siempre tan correcto y bíblico en sus argumentaciones apologéticas, muestre ahora un razonamiento tan feroz y contundente desarrollado, además, a partir de una temática extrabíblica tan griega como paganizante. Esta distancia entre los grandes temas clásicos del “corpus” de los Padres Apostólicos, de tono normalmente parenético y moralizante cercano al judaísmo, y las incursiones ignacianas hacia la apologética discursiva griega son otro importante elemento que orienta hacia una autoría tardía de las epístolas ignacianas. [12] A pesar de que la palabra en su idioma original sea “daimónion”, vertimos aquí “espíritu” porque de no hacerlo ello podría prestar a confusión. En efecto, a pesar de que Ignacio señala a un ente desencarnado y “daimónion” representa correctamente ese concepto, también poseía una acepción negativa relacionada con la malignidad. No es a este último aspecto evidentemente al que Ignacio pretende referirse. Por ello creemos más oportuno consignar la palabra “espíritu”, que señala también a un ente carente de “sarx”, pero de doble orden, tanto bueno como malo. Evidentemente Ignacio se refiere aquí al orden benéfico. El texto de 3. 2. No es de hecho propio de Ignacio - por ello lo entrecomillamos. Pertenece en realidad al “Evangelio de los hebreos” (véase también Lc 24, 39), un evangelio apócrifo del segundo siglo de carácter judeocristiano que contiene una cristología muy desviada y que no ha sobrevivido enteramente sino a partir de ciertos “logia” citados siempre muy parcialmente por algunos santos padres, como por ejemplo ahora san Ignacio de Antioquía. [13] Se discute mucho si esta mención a la carne de Cristo posee o no elementos eucarísticos. Numerosos especialistas se inclinan por aceptarlo y también numerosos especialistas lo rechazan, de manera que la cuestión permanece abierta y no parece que por el momento pueda resolverse satisfactoriamente. [14] Hay que destacar que aquí unidad no presupone identidad substancial. Nos encontramos todavía lejos, muy lejos de Nicea ... Por lo tanto, se alude a unidad en el espíritu, no en la esencia. Cualquier ser humano corporal, también Cristo, puede estar unido espiritualmente a Dios puesto que una cosa no impide la otra. [15] Se refiere una vez más a los docetas, pues en realidad todas las cristologías gnósticas son en mayor o en menor medida de carácter docético. Ignacio apunta directamente contra los doctores docetas, los falsos maestros que por su nefanda enseñanza “vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt 7, 15). Ignacio, como obispo y por lo tanto importante exponente de la teología antioquena que es, conoce el evangelio de Mateo, a quien tanto debe la teología antioquena misma. Se comprende entonces que, en opinión de G. Theissen, Ignacio antioqueno esté muy probablemente parafraseando Mt 7, 15. Estos falsos maestros aparentan (“dokéin”) personas ordinarias pero los efectos que causa su predicación son tan perniciosos como el ataque de una bestia salvaje. El hecho de que Ignacio califique a los docetas como “bestias o fieras” informa de la enorme intensidad de la polémica que vive Ignacio, como representante de las comunidades antioquenas, contra los doctores docéticos a los cuales debe incluso intentar evitarse y cuya conversión señala más que harto compleja. [16] Ignacio aúna la irrevocabilidad de las acciones de Jesucristo con la irrevocabilidad de su destino martirial. Tan seguro es una cosa como la otra. [17] Antedicha irrevocabilidad habrá de plasmarse en uno de los tres tipos de muerte que le aguardaban en Roma: el fuego, la espada o las fieras. Muchos autores han visto aquí un anacronismo que devolvería al epistolario ignaciano a una época posterior a la que tradicionalmente se adscribe. En efecto, puesto que la espada estaba reservada, especialmente en el Circo Máximo, que es el lugar hacia el cual Ignacio viaja, a los ciudadanos romanos. Con la simple dicción de la palabra espada se hacia mención a la muerte mediante la separación de la cabeza del cuerpo, es decir, la decapitación. Sin embargo, esta acción no estuvo contemplada para los ciudadanos no romanos hasta el siglo III. El fuego habría de ser, no obstante, y finalmente, el que terminara con la vida de san Ignacio según relata la tradición. [18] ¿Se trata de una afirmación predestinacionista? ... Bien podría ser, especialmente si tenemos en cuenta que el contexto coadyuva: las personas que rechazan a Jesucristo, calificadas como abogados no de la verdad sino de la muerte, previamente a su rechazo han experimentado el rechazo de Cristo, razón por la cual no pueden sino actuar rechazando a quien los ha anteriormente rechazado. Es una lástima que Calvino fuera un ávido lector de san Agustín y jamás mencionara el presente texto del antioqueno ... [19] El “predestinacionismo” ignaciano incurre aquí en un argumento circular que vicia de hecho su razonamiento. En efecto, pues si Jesucristo los ha rechazado antes que ellos mismos lo rechacen ¿por qué entonces extrañarse de que: “ni los profetas ni la ley de Moisés ni el mismo evangelio, ni nuestros sufrimientos, nada ha podido convencerles”? [20] No que la invente - pues la veneración de los mártires junto a sus lugares de enterramiento, que después habrían de configurarse en lugares famosos ampliamente visitados, posteriormente en iglesias pequeñas y finalmente, en no pocas ocasiones, en domos majestuosos tras los siglos - pero sí es cierto que con Ignacio de Antioquía la teología martirial alcanza unos rasgos que bien podríamos calificar de paroxísticos. En efecto, Ignacio insiste de manera profusa y hasta cansina, a lo largo de todo su epistolario, en el hecho de que bajo ningún concepto se realice acción alguna tendente a su liberación. Nadie debe interceder en aras de salvar su vida pues, en efecto, es fundamental padecer en Roma el martirio para mejor asemejarse a Cristo. Tertuliano, con su inigualable genio que alcanza a crear una semiótica tan creativa como prolífica y particular, dará forma escrita a esta teología martirial que contempla en el sufrimiento un mérito inigualable a través del cuál ayuntarse a Cristo, mediante el aforismo: “semen est sanguis christianorum” (la sangre de los cristianos es semilla). O lo que es lo mismo: mientras más sangre cristiana se vierta, más cristianos habrá y mejor se incardinará el cristianismo mismo en la sociedad. Tan exacerbada es la posición de Ignacio antioqueno respecto a la teología martirial o sacrificial que, en el texto que nos ocupa, llega a poner en pie de igualdad los profetas, la ley, el evangelio y “nuestros sufrimientos” algo que ni el mismo Tertuliano ni mucho menos la teología cristiana africana se habría atrevido ni siquiera a insinuar. [21] Por mor de la comprensión proponemos una traducción muy simplificada. No obstante, el texto griego es aquí de una viveza extraordinaria mereciendo sin duda ser destacado. Redobla la eficacia de su discurso mediante el uso de dos palabras muy contundentes pertenecientes al vocabulario funerario: Negar la carne de Cristo, es decir desvestirlo de ella, desencarnarlo, equivale ni más ni menos ya no tan solo a trans - portar, a revestirse en consecuencia de un cadáver (“nekrofóros”), sino a convertirse en un devorador de los mismos (la palabra utilizada por Ignacio es concretamente “sarcofóron”, de “sarkos - fagos”, literalmente devorador de carne). [22] No creer en la realidad de la carne de Cristo es para Ignacio de Antioquía algo tan pecaminoso como definitivo. Por esta razón se niega categóricamente a consignar los nombres de los doctores docetas, los cuales eran a buen seguro públicamente conocidos por parte de las comunidades sirias. Despojar del nombre a una persona equivalía en la Antigüedad a privarlo de existencia. Ignacio se muestra aquí muy cruel e intolerante para con sus adversarios pues desea incluso que estos desaparezcan definitivamente de su memoria (“unemoneúein”) mientras no acuerden con la realidad de la Pasión. Se entiende la de Cristo Jesús, por ello la destacamos en el texto entre corchetes. En efecto, puesto que comulgar con la Pasión significa y equivale a confesar que se conmovió (vis psicológica) y que sufrió hasta la muerte de cruz (vis física). El entramado psicológico y físico asimilan e identifican la “carne christii” a la de cualquier otro ser humano. [23] No hay resurrección humana sin la previa resurrección corporal de Jesús. [24] Mt 19, 12. Ya hemos mencionado antes la importancia del evangelio según san Mateo en Siria, una influencia a la que Ignacio se remite a lo largo de su epistolario siempre que puede. [25] Progresivamente los cristianos, originariamente de extracción social baja, fueron ocupando mediante un proceso de conversiones progresivas a la nueva fe, lugares cada vez más prominentes en el escalafón social. Ignacio advierte que fuera de la fe, o mejor y más exacto: del amor (“agápe”), pues aquí se trata no de una mera aceptación intelectual de los contenidos de la fe sino más bien de un movimiento del espíritu humano que yendo más allá de la fe se moviliza en aras de la necesidad del sufriente, nada vale. Y mucho menos todavía las especulaciones gnóstico-docéticas. [26] Aquí existen opiniones ofrecidas por los especialistas para absolutamente todos los gustos. Este no es el lugar para destacar ni sus nombres ni sus, en muchas ocasiones, elaboradísimos razonamientos. En suma, y resumiendo hasta el absurdo, mientras ciertos eruditos se decantarían por la identificación de la eucaristía con la carne de Cristo a manera sacramental, abogando en consecuencia por el hecho de que las primeras comunidades creían en una presencia real, otros sin embargo se decantarían más bien por lo contrario. En consecuencia, es ciertamente arriesgado cualquier pronunciamiento. Con todo, y a pesar de lo dicho, nosotros aceptamos el riesgo y no queremos evitar posicionarnos, haciéndolo del lado de los que otorgan un sentido fuerte a la expresión: “omologein ten eujaristían sárka” en el sentido de literalidad. Por lo tanto, Ignacio - y esto siempre a nuestro humilde y subjetivo juicio - homologa, es decir, no compara, sino que asemeja e identifica la eucaristía a la carne de Cristo abogando en consecuencia por una presencia real de su carne en la misma. De manera que bien podríamos hallarnos ante un sacramento ya en el sentido fuerte del término. Es cierto - sin embargo - que una concepción tan sacramentalizada de la eucaristía podría no corresponderse con la vivencia que del protosacramento se tenía en la época en la que supuestamente escribe el obispo antioqueno. Ello redundaría en consecuencia como hemos venido sugiriendo a lo largo de nuestro escrito en una descolocación de las fechas de composición del epistolario, de manera que éste se contemplara mucho más reciente de lo que tradicionalmente se ha venido considerando. [27] Lo docetas como sabemos rechazan la carne de Cristo por pertenecer a la materia. Jesús en consecuencia no tuvo en realidad un cuerpo, una carne como la nuestra. El argumento de Ignacio se dirige ahora certeramente contra el núcleo de sentido del pensamiento doceta: si se niega la ingesta de la carne de Cristo, es decir la eucaristía - cosa que los doctores gnósticos predicaban - lo que se consigue en realidad no es otra cosa que desarraigar de cuajo a la persona no comulgante de la resurrección misma, puesto que es precisamente antedicha ingesta eucarística la vincula anamnéticamente con la vida de Cristo, una vida a la sazón que no pudo ser retenida por la muerte. De manera que nuestra resurrección depende de la de Jesucristo y la de Jesucristo de Dios mediante su encarnación. [28] El argumento de san Ignacio vuelve a ser certero: si Jesús no hubiera tenido un cuerpo formado por una carne como la nuestra no podría haber sufrido de ningún modo su Pasión. Ahora bien: la resurrección misma se produjo porque a ella lo condujo la Pasión, de manera que una y otra se exigen. [29] No en vano se ha calificado a san Ignacio de Antioquía como el doctor de la unidad. Una unidad, no obstante, que no puede ser operativa ni eficaz sin la presencia y acción del obispo. Y ello hasta tal punto que de no mediar su intervención ministerial y de no patentizarse su presencia, la comunidad perdería su razón de ser pues sin el obispo ni siquiera existiría la posibilidad de celebración eucarística. Dicho de otro modo: la necesidad de presencialidad efectiva episcopal es de orden marcadamente sacramental. Un servidor, si en vez de escribir hablara, en estos momentos, estaría tentado a decir: “se puede decir más alto, pero no más claro” (disculpe el amable lector la vulgaridad). En efecto, pues un tal elevadísimo grado de sacramentalidad no puede de ninguna manera imaginarse más que como muy posterior a la época del reinado de Trajano (98 - 117), época por excelencia de los ministerios itinerantes (apóstoles, profetas y maestros) cuyo prestigio y dignidad superaba en mucho a los denominados ministerios estáticos (obispos, presbíteros y diáconos), sino más bien a finales del siglo III, una época en la cual el asentamiento de los ministerios fijos o estáticos es indiscutible, especialmente en las comunidades sirio antioquenas, aunque también allende. [30] Como buen pastor que es, san Ignacio no se olvida del hecho de que no únicamente los docetas deben arrepentirse y volver a Dios, sino todo ser humano. Ahora bien, en ese proceso de arrepentimiento y de posterior vuelta a Dios, el obispo, verdadero antídoto contra la herejía, posee un papel destacado pues, así como es conveniente venerar a Dios, es también conveniente venerar al obispo. [31] La teología vicaria ignaciana llega aquí al paroxismo, y ello al punto de llegar a ofrecer su vida como rescate de la vida de su grey. De hecho, bien podría tratarse de una interpolación, como muchos autores defienden desde Funk, pues un poco más abajo, en XI, I se sostiene todo lo contrario. [32] Ya explicamos en su momento, concretamente cuando nos referimos al estudio de R. Joly, la extrañeza que provoca el hecho de que Ignacio, citando las tres categorías de ministerios estáticos, se adscriba voluntariamente a la de los diáconos. [33] Se sobreentiende aquí un determinado grado de organización eclesiástica, oscuro por desconocido, pero que será no obstante reemplazado con el tiempo por el orden de las diaconisas, un ministerio femenino considerado paralelo al masculino de los diáconos.

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