¿SE SALVARÁN TODOS LOS SERES HUMANOS?
He aquí uno de los interrogantes más complicados con los que se enfrenta, no ya solo un profesor de seminario o de facultad de teología, sino también cualquier clérigo en el ejercicio de sus deberes pastorales y catequéticos, e incluso, nos atreveríamos a decir, el creyente de cada parroquia o congregación en sus reflexiones, ya personales, ya colectivas, sobre la fe cristiana o sobre las enseñanzas de la Biblia que la Iglesia ha recibido como depósito sagrado. Y nadie se lleve a engaño; no se trata de algo que se le haya ocurrido a uno de nuestros contemporáneos de este siglo XXI en que vivimos; siempre ha sido una cuestión candente. Una postura como el prístino universalismo[i] de Orígenes de Alejandría (siglo III), que enseñaba la apocatástasis o “restauración de todas las cosas” al final de los tiempos[ii], y que más tarde halló ecos en grupos medievales y en ciertos sectores del anabaptismo alemán del siglo XVI[iii], en todas las épocas ha estado presente en el pensamiento cristiano, incluso en grandes teólogos de nuestro mundo contemporáneo[iv], con diferentes matices según los autores[v], aunque a decir verdad haya sido minoritaria en el conjunto de la Iglesia[vi]. Desde la Antigüedad ha venido primando la opinión contraria, que restringe la salvación a un grupo concreto de seres humanos, especialmente desde las exposiciones de San Agustín de Hipona[vii] sobre la Gracia irresistible de Dios y la predestinación[viii], para llegar a la salvación restringida del calvinismo más estricto de nuestros días[ix]. Sorprendentemente, es un asunto que en ciertos círculos del cristianismo contemporáneo no pareciera poderse tratar sin suscitar apasionadas discusiones, rayanas en ocasiones en verdadera virulencia verbal.
Decidir si la salvación abarca a todo el género humano o únicamente a una parte es un tema que no tiene fácil solución, máxime por el hecho de que cuando acudimos a las Sagradas Escrituras, podemos toparnos con ciertas sorpresas. Si bien son muy claros los pasajes que dan a entender una condenación segura para cierto sector del género humano (Dn. 12:2; Mt. 23:33; 25:31-46; Jn. 5:28-29; Ap. 20:11-15; etc.), hoy por hoy resulta innegable la realidad de que también los hay que presentan la idea contraria, muy en la línea de la apocatástasis origeniana, y no con menor contundencia argumental (Gn. 12:3b; Jn. 12:31-32; Ro. 5:12-21; 1 Co. 15:21-28; Col. 2:18-20; etc.). Aun sabiendo perfectamente que no es del agrado de todos los creyentes contemporáneos, se impone la conclusión (en este y en otros muchos estudios teológicos) de que no todos los autores de las Sagradas Escrituras tenían exactamente los mismos puntos de vista, o que no todos creían las misma cosas más allá del firme e indiscutible fundamento que es la Persona y la Obra de Cristo el Señor. De algún modo, la inspiración de la Biblia, por uno de esos misterios insondables de la Providencia divina, ha querido que el testimonio escriturario presente este tipo de paradojas. Ahí están y con ellas hemos de convivir.
Tales constataciones han suscitado siempre entre los pensadores cristianos razonamientos muy bien forjados, muy lógicos en sí mismos: si es posible una salvación universal —se suele afirmar—, entonces la justicia de Dios, cimiento de su trono (Sal. 97:2), queda en entredicho, por no decir totalmente anulada; pero por otro lado —plantean algunos—, la condenación eterna de una parte de la gran familia humana, ¿no supondría un fracaso estrepitoso del plan de redención trazado por Dios y ejecutado por Cristo? ¿Acaso no desea Dios la salvación de todos los hombres (Tit. 2:11)? Por no entrar en otros asuntos colaterales igual de candentes, como si “condenación eterna” equivale a un infierno de tormentos sin fin o a una aniquilación absoluta y definitiva de los que no hayan sido salvos. Ambas posturas, la de los universalistas y la de los reduccionistas, cada una con sus defensores a ultranza y sus adversarios más feroces, tienen un común denominador: son muy humanas, es decir, esencialmente falibles, y se fundamentan en innegables a prioris culturales íntimamente entretejidos con el desarrollo de la Iglesia (o de las iglesias) a lo largo de los siglos y en diferentes adscripciones geográficas. Lo queramos o no, nuestras lecturas y nuestra comprensión de las Escrituras vienen marcadas por todo un bagaje que heredamos de nuestros ancestros, y ello nos ha legado una huella más profunda de lo que imaginamos, siempre presente en el pensamiento colectivo, y que nos determina a entender y juzgar estos asuntos conforme a unos patrones previos adquiridos, que no han de ser forzosamente idénticos a los de otros creyentes cristianos de otras épocas o de otros lugares.
Para ser honestos, hemos de reconocer con toda humildad que al entrar en el terreno soteriológico nos adentramos en un callejón sin salida, del que solo Dios tiene la clave, jamás nosotros.
Hace ya muchos años que nos sorprenden y nos convidan a la reflexión, máxime en estos días de Cuaresma en los que nos encontramos ahora, y en la Semana Santa a la que pronto accederemos, unas palabras dichas por nuestro Señor Jesucristo en la cruz y que leemos en Lc. 23:34: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen[x], sentencia que en la venerable tradición de “Las Siete Palabras” ocupa el primer lugar (Et pour cause!)[xi]. En medio de su tormento y de la agonía que anunciaba su muerte inminente, Jesús tiene aliento para impetrar el perdón de sus verdugos ante Dios Padre. Naturalmente, en tanto que Salvador y Redentor de la humanidad, cumple con su misión hasta el último momento, como a veces se ha señalado, pero, ¿se trata de palabras huecas, pura cortesía, mero flatus vocis? ¿O por ventura hay algo más?
Si nos atenemos al relato lucano de la crucifixión, o al de cualquier otro de los Evangelios canónicos, no podemos hablar de una declaración de universalismo stricto sensu por parte del Señor crucificado, pero tampoco de restriccionismo soteriológico. Jesús no afirma que aquellos sus verdugos fueran a salvarse eternamente, pero tampoco sugiere lo contrario. Simplemente ruega por ellos y pide su redención, a pesar de todo, aludiendo a la ignorancia del acto que estaban llevando a cabo. Independientemente de que ello fuera cierto o no, y de que aquellos hombres desconocieran de veras el alcance de cuanto estaban realizando, el evangelista destaca las palabras de Jesús como una auténtica oración intercesora elevada a su Padre en aquel trance final. Y es ahí donde, pensamos, ha de residir nuestra esperanza como creyentes, pero no solo para nosotros, sino para el conjunto del género humano.
Digámoslo claro: no podemos (¡ni debemos!) pontificar sobre el destino final de la humanidad en su conjunto ni en sus miembros componentes. Tal cosa escapa por completo a nuestro control. Pese a lo que pudiera parecer, las Sagradas Escrituras no nos permiten jugar a jueces escatológicos: ninguna declaración bíblica sobre lo que es o no es pecado, o acerca de cuál es la voluntad divina en ciertos asuntos, nos autoriza a sentenciar al cielo o al infierno a nadie. Se trata de un cometido exclusivo de Dios, quien no precisa de nuestra ayuda ni de nuestra opinión al respecto. Viene bien aquí mencionar aquellas palabras que a veces se citan atribuyéndolas al teólogo suizo Karl Barth: “Dejemos a Dios ser Dios”.
En consecuencia, la cuestión de si se salvarán muchos o pocos, si toda la humanidad será alcanzada por la redención de Cristo o únicamente una parte de ella, siempre quedará en el aire. Hallaremos textos bíblicos a favor y en contra de estas posturas, de modo que jamás podríamos sentirnos autorizados a condenar como herética o perniciosa ninguna de ellas. Ambas tienen sus valedores autorizados, y las dos muestran puntos débiles en su exposición y su razonamiento. Ya lo hemos dicho: se trata de opiniones humanas, finalmente. Dios no ha dicho su última palabra acerca de estas cuestiones; la dirá al final de los tiempos, y solo entonces será definitiva. La oración de Jesús en la cruz pidiendo el perdón de sus verdugos, no obstante, pareciera ser un pequeño resquicio por el que entrara cierta cantidad de luz, una especie de minúscula anticipación de algo extraordinario. Entendemos que estas palabras del Señor crucificado son para nosotros una clara invitación a la esperanza. La Iglesia universal tiene un evangelio, unas buenas nuevas que proclamar al mundo, a TODO el mundo sin excepciones, y se trata de buenas nuevas de esperanza. Por más que sean numerosos los textos bíblicos que se prodigan en descripciones de juicios y devastaciones del mal y sus acólitos, son más frecuentes aún los que difunden buenas noticias, y es en estos donde la Iglesia de incidir.
La salvación o la condenación definitiva de los seres humanos solo compete a Dios. Lo que a nosotros corresponde es la difusión por el mundo de la buena noticia de que Cristo es el Señor y Salvador de todos los seres humanos, de que hay un lugar para todos en el Reino de Dios, y de que el Señor no excluye a nadie de su misericordia, pues ningún ser humano, en tanto que imagen divina, es tan despreciable como para no tener cabida en la presencia del Supremo Hacedor.
Únicamente ejercitando este sagrado cometido estaremos cumpliendo con el deber de evangelizar al mundo que el propio Cristo nos ha confiado.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
Delegado Diocesano para la Formación Teológica
Iglesia Española Reformada Episcopal
Decano del Centro de Estudios Anglicanos (CEA)
(IERE, Comunión Anglicana)
[i] Universalismo: doctrina que enseña la salvación de todos los seres humanos.
[ii] De principiis 1,6,1; 3,6,3-6.
[iii] La llamada “Reforma Radical”.
[iv] F. Schleiermacher es uno de los más clásicos, junto a A. Schweitzer y D. Bonhoeffer, entre otros. En nuestros días destaca el sacerdote católico y filósofo gallego A. Torres Queiruga.
[v] Cf. el excelente trabajo de Von Balthasar, H. U. Solo el amor es digno de fe. Salamanca: Ed.Sígueme, 2006. También el artículo de Müller, G. “Reflexiones en torno a la doctrina cristiana sobre el infierno y la apocatástasis”, in Evangelische Theologie 33 (1974) 256-275 (1). Estos datos los he recibido de mi amigo Sebastián García Ramírez, estudiante de teología del seminario CSTAD (Centro Superior de Teología Asambleas de Dios).
[vi] Desde 1961 existe en el mundo cristiano una única denominación que tiene el universalismo como dogma fundamental: la llamada Asociación Unitaria Universalista (UUA por sus siglas en inglés).
[vii] Con claros antecedentes en los Padres de la Iglesia originarios, como él, de África: Tertuliano y San Cipriano de Cartago.
[viii] Cf. Di Berardino (Dir.), A. Patrología III. La edad de oro de la literatura patrística latina. Madrid: BAC, pp. 518-520.
[ix] O “hipercalvinismo”, como el del famoso John McArthur, entre otros exponentes. Aunque Calvino habla de un “decretum horribile” que explica la caída de Adán (Institutio Christianae Religionis, I, 15, 8; III, 23, 8), nunca se muestra, pese a cuanto se suele decir en círculos mal informados, contrario a la responsabilidad humana en el pecado. Calvino, paradójicamente, no era hipercalvinista. El hipercalvinismo aparece como tal en la Inglaterra del siglo XVIII.
[x] RVR60.
[xi] Constituyó para nosotros toda una agradabilísima sorpresa el haber escuchado recientemente una interesante conferencia sobre estas palabras del Señor en la Facultad de Teología de Valencia, y en el marco de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, pronunciada por el dr. M. Gelabert, en la cual coincidió plenamente con la idea previa sobre el tema que llevábamos y que ahora exponemos en este artículo.