La penúltima celebración del ciclo pascual
Entonces los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?
Por el Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Este jueves pasado, 5 de mayo, aunque fuera en nuestro país un día laboral cualquiera, un jueves más de tantos como se encuentran a lo largo del año, revestía una gran importancia en el calendario litúrgico cristiano occidental[1], así como en los calendarios civiles de diversos países del mundo, entre ellos un buen número de nuestros vecinos europeos[2]. En él tenía lugar la celebración de la Ascensión del Señor Resucitado a los cielos, evento que, según las historias narradas en algunos Evangelios (San Marcos y San Lucas), pone el fin a la presencia física visible de Cristo, el Hijo de Dios, entre los hombres. Leemos, efectivamente, en Mc. 16:19-20:
Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios. Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían. Amén.
Aunque se trate de un texto discutido[3], testifica sin duda sobre el acontecimiento de la Ascensión de Jesús. Lc. 24:50-53, por su parte, describe así este evento:
Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo. Ellos, después de haberle adorado, volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén.
En el texto lucano, como acabamos de comprobar, encontramos detalles distintos, tanto en lo referente al propio Jesús (que aparece en este caso bendiciendo) como en lo que toca a los discípulos (que están en Jerusalén y el templo en una actitud de adoración, sin mencionarse para nada su labor de evangelización del mundo).
Pero donde realmente hallamos el relato más largo de la Ascensión del Señor es en Hch. 1:6-11, que citamos a continuación[4], pese a su amplitud:
Entonces los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo? Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.
Como podemos comprobar, las referencias a la Ascensión, stricto sensu, son muy breves en los tres casos. Los autores sagrados se prodigan mucho más en detalles previos o posteriores al evento, que le dan su valor teológico. De todo ello, entresacamos únicamente cuatro ideas claves:
La Ascensión de Cristo implica la presencia permanente de lo humano en la Divinidad. De los dos autores sagrados que recogen el evento de la Ascensión, los evangelistas San Marcos y San Lucas según antiguas tradiciones, únicamente el segundo alude en su obra al nacimiento de Cristo como un acontecimiento sobrenatural (Lc. 1:26-38)[5], y si bien es cierto que el pensamiento lucano está lejos de la teología encarnacional johánica[6], la figura de Cristo que encontramos en el Tercer Evangelio no es la de un simple maestro judío, ni siquiera únicamente la de un israelita fiel; todo en la obra lucana apunta a una misteriosa simbiosis divino-humana en la persona de Jesús de Nazaret, que hace de él el Señor al mismo tiempo que salvaguarda su condición de hombre[7]. De ahí que, al indicarnos San Lucas cómo fue llevado Jesús al cielo[8] (Lc. 24:51 y Hch. 1:9), la sencillez de la redacción esté en realidad cargada de significado: un ser humano entra a formar parte de la Divinidad[9], idea que resultaría especialmente cara a ciertos exegetas y autores alemanes del siglo XIX[10]. Resulta innegable, por lo tanto, que en Cristo resucitado y ascendido Dios se vincula con sus criaturas humanas como no lo hace con ninguna otra cosa creada, de forma que el Creador deviene criatura y el hombre participa de lo divino, aunque no en el sentido de la tentación original de Gn. 3: no es el ser humano quien pretende ser como Dios por sus propias fuerzas, sino que Dios lo eleva hasta su trono a través de Jesús. La arrogancia del primer Adán queda, pues, aniquilada por la Gracia del Dios manifestado y plenamente revelado en Cristo. A partir del evento de la Ascensión, Dios está en íntima comunión con lo humano y nosotros estamos permanentemente representados sobre su trono de gloria por medio de Cristo. No ha lugar, pues, para ningún tipo de creencia que haga de Dios y del hombre mundos separados e incomunicables. La asunción de lo humano por parte de Dios ha de modificar, por tanto, la concepción que los discípulos de Cristo podemos tener acerca de las realidades que nos rodean. La instalación de Dios en medio de nosotros a través del Cristo ascendido explica perfectamente bien el cometido de la Iglesia en esta nuestra vieja y querida Tierra. Por eso,
La Ascensión de Cristo conlleva la misión de la Iglesia en el mundo. Ya sea que hablemos claramente de predicación de las buenas nuevas (Mc. 16:20), de alabanza y bendición en el marco del culto litúrgico[11] (Lc. 24:53) o de testimonio activo en medio de las naciones[12] (Hch. 1:8), lo cierto es que la Ascensión de Cristo implica y conlleva que la Iglesia (es decir, el conjunto de los discípulos de Jesús) ejerza una misión entre los hombres. Los tonos aparentemente triunfalistas de los textos mencionados no nos debieran llevar jamás a engaño: el término misión, entendido en un contexto escriturístico[13], no es sinónimo de éxito fulgurante ni de conquista rápida. Ahí están el libro de los Hechos de los Apóstoles y la propia historia de la Iglesia, antigua y moderna, para evidenciarlo con creces. No leemos jamás en ningún escrito neotestamentario slogan evangelístico alguno de tonos arrolladoramente victoriosos, al estilo de muchos que se encuentran hoy y que evidencian demasiadas veces una crasa ignorancia de la realidad histórica y social, cuando no una notoria inmadurez espiritual. La misión de la Iglesia como consecuencia directa de la Ascensión del Señor comporta, por el contrario, una clara conciencia de la dificultad de la proclamación del Reino de Dios en medio de las sociedades humanas. La victoria viene asegurada en los designios secretos del Altísimo, pero no de manera fulgurante, no sin un enorme costo de tiempo y de vidas[14]. La Iglesia, desde la Ascensión hasta hoy, ha de vivir el período de la misión con la plena conciencia de su pequeñez ante la tarea y con una clara asunción de sus dificultades. Por decirlo de manera lapidaria: la misión no se realizará sin lágrimas. La razón es simple: está orientada de cara al futuro, o sea,
La Ascensión de Cristo implica una evidente esperanza escatológica. El texto de Hch. 1:6-11 añade un importante detalle que no hallamos ni en la alusión a la Ascensión del Evangelio según San Marcos ni tampoco en la del Evangelio según San Lucas. Leemos, en efecto, en los vv. 10-11 que unos varones de vestiduras blancas transmiten a los discípulos un claro mensaje:
Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.
Así pues, la Ascensión abre la puerta a la Parusía, es decir, a la Segunda Venida del Señor en un tiempo futuro. La presupone, de forma que ambos eventos se hallan íntimamente relacionados. Nada de extraño que los credos cristianos más antiguos digan sin ambages:
Subió a los cielos; está sentado a la derecha de Dios Padre Omnipotente[15]; de allí vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos[16].
Solo en este sentido se pueden comprender las afirmaciones de quienes hablan acerca de la misión de la Iglesia, incluso de su propia existencia como tal, en tanto que evento escatológico. La Iglesia nace frente a la expectación de la Ascensión y vive en este mundo a la espera del regreso de su Señor. Jesús se va porque ha de regresar, lo que impulsa a los creyentes a una existencia teñida de esperanza. De este modo, la proclamación de la Palabra en el culto, la participación activa en la liturgia y el Sacramento, adquieren un fuerte sabor escatológico; la presencia del Señor que ha subido al cielo se invoca de continuo porque va a volver. De ahí que los escritos del Nuevo Testamento, tal como han señalado numerosos teólogos de distintas adscripciones denominacionales, estén impregnados de escatología, constituyan en sí un conjunto netamente escatológico, pero de una escatología en su estado más puro, en la que, junto a la promesa del Señor, se escucha la voz de la Iglesia en su arduo transitar por este mundo. ¿Qué quiere esto decir? Ni más ni menos, que
La realidad de la Ascensión de Cristo conlleva un fuerte rechazo a cualquier tipo de especulación sobre los tiempos finales. De nuevo escuchamos la voz del Señor en el providencial texto de Hechos, cuando afirma con autoridad:
No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad. (Hch. 1:7)
Estas palabras representan la respuesta más clara dada por Jesús a las preguntas que se planteaban los discípulos en relación con supuestos acontecimientos de la historia futura muy en boga en su momento; que el autor sagrado la consigne aquí, en el contexto de la Ascensión, reviste una gran importancia que no podemos obviar[17]. La escatología desbordada, fantasiosa y especulativa, que hace girar la vida de los creyentes de forma obsesiva en torno a supuestos “mapas proféticos” del mundo, ha estado presente a lo largo de los veinte siglos de historia del cristianismo, sobre todo en épocas particularmente atribuladas, y de forma muy concreta en grupos y movimientos marginales, lo que hoy llamaríamos sectas. Nunca la Iglesia como tal ha cedido a esta trampa, que la hubiera desviado por completo de su misión en la tierra. Las palabras de Jesús recogidas en Hch. 1 apuntan a una realidad de la vida de la Iglesia diametralmente opuesta a todo ese tipo de elucubraciones. No se trata de teorizar sobre escatología-ficción, sino de vivir la auténtica escatología, la que hace de la Palabra, el Sacramento y el testimonio de Cristo ante el mundo la realidad sobre la que se cimenta el discipulado cristiano. Solo así la Ascensión de Jesús tiene su lugar en el propósito divino; solo de este modo inspira la esperanza, la praxis y la vida de la Iglesia, haciendo que el pensamiento teológico gire en torno a lo esencial. La realidad de la Ascensión y todo el significado que conlleva supone, pues, una clara toma de conciencia de las condiciones en que se halla nuestro mundo y, en consecuencia, el imperativo de llevar a término la misión. Cualquier veleidad escatológica al estilo de la que plantean los discípulos al Señor supone un cómodo escapismo intelectual, una forma de descargarse de la gran responsabilidad de hacer frente a un mundo que es hostil a las buenas nuevas. Nada de ello es, por desgracia, nuevo para quienes vivimos a comienzos del siglo XXI, cuando son legión los grupos que pretenden ver en cada acontecimiento, político, económico, social o telúrico, “señales de los tiempos” o “avisos” divinos en el sentido de que el mundo se acaba ya, todo va a ser destruido en un cataclismo apocalíptico y únicamente un selectísimo grupo de elegidos (¡ellos mismos!) lograrán salvarse. Por el contrario, la Ascensión del Señor nos impulsa a una proclama de esperanza que es para todos los pueblos, llamados a ser bendecidos por Dios conforme a su propósito salvífico universal[18].
[1] En los calendarios litúrgicos orientales, este año tendrá lugar el 9 de junio, D. m.
[2] La eliminación de esta festividad del calendario civil y laboral español tuvo lugar durante la así llamada “Transición democrática”, y obedeció a una serie de propuestas y negociaciones que se llevaron a cabo en 1976. La Iglesia Católica española trasladó la celebración al domingo siguiente, es decir, al domingo previo a Pentecostés.
[3] Como muy bien sabe el amable lector, y hemos indicado en otros artículos, los vv. 9-20 del Evangelio según San Marcos que aparecen en nuestras versiones habituales de la Biblia, representan lo que los especialistas llaman El final largo de Marcos, no atestiguado en los mejores manuscritos que hoy disponemos del Nuevo Testamento griego, por lo que se entiende como un añadido posterior. Ello nos obliga a tratarlo con la máxima prudencia. La así llamada Biblia Textual (BTX) no lo hace constar en el texto sagrado.
[4] En relación con el hecho de que ni el Evangelio según San Mateo ni el Evangelio según San Juan mencionen para nada la ascensión de Jesús, véanse los distintos comentarios a estas obras. Por lo general, se suele indicar que en el pensamiento mateano Cristo está siempre presente con sus discípulos hasta el fin (Mt. 28:19-20), lo que incidiría en no referir la ascensión, entendida como una separación del Señor Resucitado. Y en lo referente al Evangelio johánico, dado que todo él apunta a la glorificación del Señor en la cruz-resurrección-dispensación del Paráclito, eventos que no siempre se diferencian demasiado bien entre sí (cf. Jn. 19-20), el relato no halla cabida para una narración específica de la Ascensión de Jesús a los cielos. Sirva todo ello para incidir una vez más, si falta hace, en el hecho hoy incontestable de que los Evangelios canónicos, tal como los leemos en el Nuevo Testamento, no pretenden tanto vehicular una historia real, una “biografía” del Señor Jesús, como una reflexión acerca de sus hechos poderosos y de su enseñanza.
[5] El Jesús marcano aparece en escena en su bautismo (Mc. 1:9), obviándose por completo cualquier detalle de su vida anterior o su nacimiento.
[6] Una afirmación de tanta importancia como que aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (Jn. 1:14), se halla únicamente en el Evangelio según San Juan.
[7] Idea que también se halla latente, según algunos, en el Evangelio según San Marcos.
[8] Resulta harto significativo el hecho de que en las tres alusiones a la Ascensión, los verbos empleados sean formas pasivas, como bien traduce RVR60: fue recibido (Mc. 16:19); fue llevado arriba (Lc. 24:51); fue alzado (Hch. 1:9). En este sentido, la Ascensión no tiene como sujeto al propio Cristo, sino a Dios. Es lo que los exegetas llaman pasivos divinos, con lo que los autores sagrados evitan el mencionar de continuo a Dios, conforme a la escrupulosa costumbre judía.
[9] En los textos lucanos, ya sea el Evangelio o Hechos, no hay la más mínima referencia a que Jesús sea el Verbo de Dios, aportación especial y distintiva de Jn. 1:1-18.
[10] Entre ellos, el célebre y discutido Schleiermacher, que tanto influiría en el pensamiento teológico posterior hasta hoy.
[11] San Lucas Evangelista se hace eco de la prístina vinculación con el templo de Jerusalén que experimentó la comunidad cristiana primitiva, de origen netamente judío. Ello tiene sus nada desdeñables implicaciones, pues la Iglesia nace al amparo de la liturgia del templo de Jerusalén y en un marco de adoración. El testimonio lucano, tanto en el Evangelio como en Hechos, es muy claro al decir que primero fue la adoración y luego la evangelización, algo que la Iglesia de nuestros días no debiera obviar ni relegar al olvido.
[12] Que no solo implica lo que es la predicación, sino también una manifestación patente del poder de Jesús como restaurador de la vida y la dignidad del ser humano.
[13] Aunque el término misión no aparece como tal, el fundamento de la misión cristiana se halla en el texto de Mt. 28:19-20. De origen latino, missio, significa “envío” y es utilizado por vez primera con el sentido que hoy le damos por San Ignacio de Loyola en el siglo XVI. Hasta entonces, se lo comprendía casi únicamente como el envío del Paráclito por parte de Cristo, según la promesa de Jn. 16:7: … mas si me fuere, os lo enviaré, que en la Vulgata latina de San Jerónimo reza …si autem abiero, mittam eum ad vos.
[14] Cf. la enseñanza de las llamadas Parábolas del Reino en los Evangelios Sinópticos.
[15] La vinculación de la Ascensión con la condición regia de Cristo a la derecha del Padre ya la indica Mc. 16:19, como habíamos visto.
[17] La restauración del reino de Israel que mencionan los discípulos en Hch. 1:6, conforme a los anhelos nacionalistas judíos del momento, representa el polo opuesto del Reino de Dios anunciado por Jesús, cuya extensión es universal y no conlleva rasgos políticos.
[18] Gn. 12:3; Tit. 2:11.