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Este no es mi Dios, que me lo han cambiado


¡Este no es mi Juan, que me lo han “cambiao”! se originó en algún asistente a la representación del conocido drama Don Juan Tenorio de Zorrilla…

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Dicen también quienes son expertos en sabiduría popular, que este conocido dicho , quiso manifestar de esta manera su decepción ante la conversión final del protagonista. Puede que haya sido así. Lo cierto es que estas palabras nos han venido como anillo al dedo para, salvando las distancias, titular nuestra reflexión de hoy, pues también quiere dar cuenta de una decepción. Para expresarlo con total honestidad, de una terrible y hasta dolorosa decepción: la de muchos creyentes genuinos cuando tienen la desgracia de caer en las garras de ciertos grupos sectarios disfrazados de iglesias cristianas, con nombres a cual más pintoresco, y sus carismáticos predicadores, quienes, llenos de santo fervor y biblias en alto, vocean un dios totalmente falso, un tipo de divinidad que no pasa de ser una grotesca e insultante caricatura del Dios Padre revelado en la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo.

No merecería la pena que dedicáramos toda una reflexión a este asunto si se tratara de algo muy localizado o anecdótico por su rareza; lo que sucede es que resulta aterrador comprobar cómo la imagen del dios falso mal disfrazado del Dios único y verdadero, se extiende como una plaga, contaminando e infectando congregaciones enteras, incapacitadas ya muchas veces para distinguir entre verdad y mentira, luz y tinieblas, y generando un daño incalculable en lo que se refiere al testimonio cristiano a este mundo en que vivimos.

Desde luego, ese dios falso no es nuestro Dios, no es mi Dios. No puede serlo.

Mi Dios, digámoslo ya de entrada, no es un libro, ni está contenido o encerrado en las páginas de un libro. Hace ya mucho tiempo que venimos denunciando en diferentes medios y lugares la peligrosísima falacia de aquello de “somos el pueblo del libro”. Sintiéndolo mucho, los creyentes cristianos no somos seguidores de ningún libro, por antiguo o venerable que sea; de hecho, no lo hemos sido nunca a lo largo de los veinte siglos de historia que llevamos a nuestras espaldas, ni siquiera los que nos identificamos con la Reforma protestante del siglo XVI; esta afirmación casa mejor con el islam o con algunos otros sistemas religiosos que piensan haber recibido sus escritos sacros literalmente caídos del cielo y redactados por manos no humanas, pero jamás con el cristianismo. Los cristianos nos autodefinimos como discípulos y seguidores de una persona muy concreta, Jesús de Nazaret, el Maestro de Galilea, a quien confesamos como Señor y Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, quien murió pero hoy vive para siempre. El conjunto de escritos sagrados al que damos el nombre de Santa Biblia es, ciertamente, la Palabra revelada de Dios, pero no Dios mismo, y su única finalidad es señalar a la persona y la obra de Cristo, jamás permitirnos jugar con arcanos que están más allá de nuestra comprensión. La Biblia muestra de modo magistral cómo el Dios verdadero puede vehicular mensajes de vida a través de —¡y a pesar de!— las limitaciones humanas, el lenguaje la primera de ellas. Pero este Dios, que es mi Dios, siempre conserva su trascendencia, siempre está más allá de lo que las palabras dichas o escritas pueden significar.

Por esta razón, mi Dios no es un dios que odia ni aborrece a nadie. Esas limitaciones del lenguaje y del pensamiento humano a que hacíamos alusión, han llevado a muchos a entender demasiado literalmente algunas expresiones poéticas del Antiguo Testamento —y a veces del Nuevo— en las que, como reflejo de una cosmovisión restringida y una mentalidad primitiva, ciertos pensadores hebreos describían con tonos trágicos, y a veces indigestos para el lector actual, el rechazo de Dios hacia los pueblos vecinos de Israel. El verdadero rostro de Dios es otro muy distinto, el que leemos en los Evangelios presentado por Jesús. Quien se nos muestra en el Antiguo Testamento como Señor de Israel, ahora se descubre como Padre de todos los hombres, judíos y gentiles, siervos y libres, hombres y mujeres por igual, y un Padre que ama, que cuida, que se preocupa por nosotros. Nos genera una verdadera conmoción leer o escuchar a tantos pseudopredicadores, pseudoprofetas y pseudoapóstoles de nuestros días que pintan a Dios con los colores más tétricos posibles, como si fuera un sádico cósmico sediento de sangre y con invencibles anhelos de venganza en relación con la humanidad. ¿Ignorancia, podríamos pensar? ¿Fanatismo, tal vez? ¿O puro márketing religioso, porque un dios cruel “vende más” en ciertos ambientes? Sea como fuere, a quienes se empeñan en dibujar los rasgos de Dios como los de un tirano o una entidad permanentemente resentida, les haría bien releer y meditar aquello de Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios (Mt. 22, 29).

Mi Dios, que quede bien claro, no está limitado por las circunstancias humanas. Ya no se trata solo de ciertos niveles del lenguaje propios de culturas o literaturas sacras de la antigüedad; suele ser moneda corriente entre los pseudoapóstoles del falso dios pintarlo como literalmente maniatado, bloqueado, ante los problemas o las decisiones de los hombres, hasta el punto de que, según pareciera, el mundo y la humanidad se le fueran de las manos abocados irremisiblemente al más oscuro de los abismos. De escuchar tanta prédica basada en estos postulados, hay quienes han llegado a desesperar de que Dios pueda realmente escucharles, atender sus oraciones, auxiliarles en sus tribulaciones, o incluso dirigir sus vidas. ¿Nos puede extrañar? Y eso por no mencionar la hilaridad burlesca que ha desatado entre algunos el hecho de que en un mismo púlpito, y a lo largo del mismo oficio, se haya comenzado con una altisonante y afectada invocación al Dios Omnipotente para luego, en el decurso de la exposición, hacer de continuo hincapié en que ese mismo dios “no puede” hacer esto o lo otro, sencillamente porque “no se lo permitimos”. Aún bullen en nuestro recuerdo las mofas y la guasa cáustica de alguien que, tras asistir como invitado a un servicio religioso de estas características, en el que se entonó el conocido himno Santo, Santo, Santo, Señor Omnipotente, a la salida sugirió se cambiara la letra del cántico por Tonto, Tonto, Tonto, Estúpido Impotente. Independientemente de lo blasfemo que ello pudiera sonar a nuestros oídos, lo cierto es que, por desgracia, no le faltaba razón. La blasfemia no radicaba tanto en la socarronería del crítico visitante, como en el total rebajamiento de la imagen de Dios que realizó el predicador de turno. El Dios revelado en Jesucristo no puede estar limitado por nada ni por nadie, porque el Amor que define y constituye su esencia (1 Jn. 4, 8) no tiene límites. Otra cosa es entender su soberanía exclusivamente como una teatral manifestación de poder destructor de enemigos o alterador de las leyes naturales. Lo cierto es que mi Dios no se ha amilanado ni ante las fauces de la muerte: la cruz del Calvario no supuso su fin, sino que abrió paso al glorioso amanecer de la Resurrección.

Finalmente, mi Dios no pierde el tiempo bregando contra demonios de teatro de marionetas. Gustan los voceros del dios falso de explayarse en atávicos y apocalípticos combates de tonos altamente mitológicos cuyo significado no alcanzan a comprender, de manera que la vida en esta tierra parecería ser un campo de batalla entre divinidades benignas y malignas, al más puro estilo de los poemas de las religiones paganas, y en el que, triste es tener que reconocerlo, serían las fuerzas hostiles las que llevaran las de ganar: siempre hay algún que otro diablo, sea el propio Satanás o uno de sus acólitos, que frustra o malogra todos los planes divinos, de manera que son innumerables las almas humanas malogradas o perdidas en el camino, y además sin solución. Resulta estremecedor escuchar cómo, pese a la supuesta victoria futura de ese pobre dios tan débil, un infierno eterno lleno de condenados le lanza de continuo al rostro su fracaso. Si quienes dedican tanto tiempo a explayarse en estas impactantes y coloristas figuras procuraran comprender su significado a la luz del contexto general de las Escrituras desde la óptica del evangelio, pues lo tienen y es realmente hermoso, tal vez moderarían sus tonos o, mejor aún, cambiarían de discurso. Porque el Dios verdadero revelado en Cristo lucha a brazo partido, sí, pero no contra diablejos alados, astados y rabilargos de auto sacramental de la Edad Media, ni tampoco contra dragones ni bestias de innumerables cuernos y cabezas, coronadas o sin coronar, sino contra algo mucho peor y más terrible: el corazón del hombre caído, que aborrece a su hermano, que rechaza a todos aquellos que no entran en su estrecho horizonte de miras, que persigue y busca la eliminación de quienes son diferentes a él, y que se empeña en oprimir y explotar a sus semejantes por los medios que sean, siempre en aras de su propio provecho. Por decirlo de manera más simple, el corazón humano que le dice un NO rotundo a Dios porque antes le ha dicho un NO igual de radical a su propio hermano. Esta es el auténtico combate que Dios sostiene, su verdadera guerra, una contienda en la que se emplea a fondo y en la que, dígase lo que se quiera, lleva las de ganar: la cruz es la victoria y la humanidad, aunque se siga empeñando en entrar por una amplia puerta de odios, rencores y venganzas, lo quiera o no, habrá de verse impulsada a reconocer que el verdadero camino es el del amor y el perdón, el de la reconciliación y la unión de todos los hombres en Cristo; los seres humanos estamos llamados a entrar por una puerta estrecha que da paso a un vasto horizonte, todo lo contrario de esas puertas tan anchas que disimulan mal sendas muy estrechas y llenas de baches y tropiezos.

Así que, por favor, que nadie me cambie a mi Dios.

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