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Grandeza y miseria del ser humano


Israel no desarrolló el concepto del Dios Creador desde el primer momento de su historia, pese a lo que en ocasiones se ha pretendido en círculos muy conservadores.

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - Aunque, en el orden en que hoy leemos el Antiguo Testamento, todo se inicia por el libro del Génesis y, más concretamente, por los dos archiconocidos “relatos de la Creación” (Gn 1:1 – 2:4a y Gn 2:4b-25), de hecho, la primera experiencia de Israel como nación en lo referente a su Dios tuvo que ver con la liberación de Egipto, evento que en la Biblia se considera paradigma de la Redención. El pueblo hebreo comenzó la relación con su Dios percibiéndolo como Alguien que llegaba a su encuentro desde el desierto del Sinaí y que, fiel a un pacto antiquísimo concertado con los ancestros de Israel, se acercaba para liberar a la estirpe de Jacob de la opresión egipcia. Nadie hoy podría negar tajantemente —pese a lo que en épocas no demasiado lejanas algunos habían dicho— que los israelitas pensaran en su Dios como origen del mundo, dado que en el mismo Egipto y en todos los pueblos con que ellos podían estar en contacto, eran frecuentes los relatos míticos cosmogónicos en los que las divinidades intervenían para dar forma a este mundo a partir de un caos primigenio[3]. Pero lo cierto es que los descendientes de Jacob vivieron su primera relación con el Dios del Sinaí orientada más bien hacia el cumplimiento de unas promesas que garantizaban su derecho a la posesión de la tierra de Canaán. Sólo más tarde, cuando, tras una ocupación lenta y trabajosa, Israel ya estaría aposentado en la tierra prometida, y a pesar de la crisis de confrontación entre el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, con los baales cananeos, los profetas y los sacerdotes[4] elaborarían toda una teología de la creación, según la cual el Señor sería el originador de todo cuanto existe y, por ende, quien con mano certera dirigiría los destinos de las naciones humanas. De ahí que, pese a la posterior tradición judía que atribuye este Salmo 8 al rey David[5], los exegetas actuales tiendan, y con buenos criterios, a datar su composición a la época inmediatamente anterior al exilio babilónico, cuando menos[6], es decir, a un momento en que la idea de la creación del mundo y del hombre como obra del poder de Jehová ya estaba plenamente desarrollada en el pensamiento de Israel. El judaísmo del período intertestamentario, y después el cristianismo, harán suyos estos conceptos, aunque nunca como absolutos o como una finalidad en sí mismos, sino en tanto que preámbulo de la doctrina de la elección y la Redención del pueblo del Señor[7].

En lo referente a la concepción del hombre como criatura de Dios, los versículos citados del Salmo 8 vienen a evidenciar una doble realidad, cuya importancia no puede ser obviada.

Por un lado, presentan a la especie humana en lo que podríamos llamar su pequeñez intrínseca. La contemplación del firmamento y de los astros, obra primorosa del Creador y manifestación de su poder, resalta lo efímero del ser humano: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (v. 4). A lo largo de todas las épocas de la historia, y en todas las civilizaciones, desde los pensadores más elevados hasta el individuo más sencillo, los miembros de nuestra gran familia se han confrontado con la realidad de un universo inaccesible que exigía de nosotros una no pequeña dosis de humildad; no sólo por no poder alcanzarlo, dominarlo o conocer su funcionamiento, sino simplemente por su sin par belleza, por su majestuosidad. Y en el día de hoy, pese al espectacular desarrollo de la ciencia y la técnica, y a pesar del avance en nuestros conocimientos acerca del cosmos —o de una pequeña parte de él, para ser más exactos—, seguimos sintiéndonos, no ya pequeños, sino minúsculos, cada vez que los telescopios, las sondas o las naves exploradoras no tripuladas nos ofrecen imágenes inéditas de nuevos mundos, nuevas estrellas, nuevas galaxias, o cuando la ciencia reconoce su imposibilidad de abarcar un universo que se sospecha aún mayor de lo que jamás hubiéramos sido capaces de imaginar. Al leer declaraciones de figuras prominentes del conocimiento contemporáneo sobre la para nosotros aparente infinitud del cosmos, no podemos por menos que admitir nuestra insignificancia. Los grandes imperios humanos y los gobiernos despóticos que han pretendido conquistar el mundo se han ceñido en exclusiva a puntos muy concretos de un planeta del que no hay ni siquiera constancia, vista nuestra galaxia, hipotéticamente hablando, desde la más cercana. Las palabras del salmista no pierden, pues, actualidad, ni la perderán nunca: ¿Qué es el hombre en comparación con los cielos y los astros? La respuesta más inmediata es: “nada”.

Pero, por otro lado, las palabras del salmista nos muestran también la otra cara de la moneda, un reverso que parece contradecir lo que leemos en el v. 4, aunque, en realidad, lo complementa. El ser humano aparece en este mundo con una naturaleza gloriosa, “poco menor que los ángeles” (v. 5), vale decir, no exclusivamente material, con perdón de quienes se empeñan en hacer de nuestra especie un animal más, pura y simplemente. Que Dios lo corone “de gloria y de honra”, como leemos en el mismo versículo, apunta a algo más trascendente de lo que en apariencia pudiéramos contemplar con nuestros ojos. Gn 1:26-27 nos habla de una “imagen” y una “semejanza” del hombre en relación con el Creador. Hay algo en nosotros que recuerda al Supremo Hacedor del universo, una especie de “parecido familiar” que nunca debiéramos perder de vista. La eterna (y a veces estúpida) pregunta lanzada con desdén a tantos creyentes sobre si alguna vez hemos visto a Dios, tiene una clara respuesta: estamos contemplando al Creador a diario cada vez que nos topamos con un miembro de nuestra especie, o tan sólo cuando nos miramos en el espejo. Y, por si ello fuera poco, los vv. 6-8 describen, con tonos evidentemente poéticos, el dominio del hombre sobre los demás seres vivientes: desde “ovejas y bueyes” hasta “todo cuanto pasa por los senderos del mar”, sin descuidar “las bestias del campo” y “las aves de los cielos”; hermoso resumen de la vida animal, muy lejos de las clasificaciones taxonómicas de Linneo, desde luego, pero abarcante en su sencillez. Deben tener razón quienes hacen de este salmo un contemporáneo de la composición sacerdotal llamada “Primer relato de la Creación” (Gn 1:1 – 2:4a). Gn 1:28 viene a decir, aunque de otra manera, lo mismo que leemos en estos versículos mencionados más arriba. La grandeza del hombre no sólo estriba en su naturaleza “poco menor que los ángeles” (v. 5), sino en el hecho de que el Creador lo ha constituido para “señorear” sobre las obras de sus manos. “Todo lo pusiste debajo de sus pies” (v. 6), canta el admirado salmista, que, además, debía ser un buen teólogo. Porque este señorío del hombre, al igual que el señorío de Dios, al que sin duda representa, sólo puede ejercerse con un amor y un cuidado exquisito de todo lo creado. Dicho de otra manera, los hombres estamos llamados a ser señores de este mundo dentro de unos parámetros de obediencia y sumisión a las leyes divinas. La especie humana está diseñada para administrar y gobernar el mundo creado por Dios, es decir, para conservarlo y, en la medida de lo posible, mejorarlo y hacerlo productivo, lo que significa jamás para destruirlo o esquilmarlo de forma descontrolada. Los excesos acarrean siempre desequilibrios, tanto en el propio planeta como en quienes lo habitan. El error de una explotación desmedida de la Tierra y sus seres vivos ha generado en muchas mentes inquietas la idea errónea, neo-pagana en realidad, de que el hombre no es sino uno más entre los seres vivientes, un mero eslabón en una cadena de mamíferos, e incluso una especie dañina que —se atreven a augurar algunos adoradores modernos de la Magna Mater[8]— debiera desaparecer a fin de que el planeta recobrara su prístina pureza. Ni el Salmo 8 ni el Primer relato de la Creación se compusieron, desde luego, para justificar ni sancionar la destrucción de la Tierra por parte del hombre. Constituyen un canto a la grandeza humana en tanto que especial criatura divina y a su posición privilegiada por designio del Creador. Si en otro tiempo ha habido quienes, debido a lecturas desenfocadas de la Escritura, han empleado estos pasajes sagrados para refrendar actitudes contrarias a los propósitos de Dios en relación con el mundo, la vida y el propio ser humano, ya es momento de que los cristianos alcemos la voz para, como de hecho se está haciendo, reclamar y exigir el respeto y el buen uso de los bienes de este planeta, de manera que sus criaturas y sus recursos sean empleados de manera racional, según el propósito original de Dios.

Creación del mundo y, sobre todo, del hombre, tanto en su pequeñez como en su grandeza, tal es el objetivo que tuvo el salmista al componer el Salmo 8. Lo que él no podía saber es que, siglos más tarde, otros autores sagrados, también inspirados, pero testigos del cumplimiento de la Historia de la Salvación en Cristo, iban a utilizar sus palabras para ilustrar la obra del Hijo de Dios hecho uno con nosotros. Los vv. 5-6, como hemos indicado antes, citados por el autor de Hebreos, se aplican al propio Jesús para ilustrar a sus destinatarios acerca de la naturaleza y la obra del Redentor, y, sobre todo, de su señorío absoluto sobre el universo creado. De esta manera, este cántico halla su pleno cumplimiento, pues Cristo es la plenitud de la humanidad conforme al designio divino, y en Él halla su realización suprema cuanto apuntaba, como entre sombras, el Antiguo Testamento. Nos permiten así las Escrituras una lectura a dos niveles del Salmo 8 (y de otros muchos textos): la propia de la época y el momento en que fue compuesto, y la definitiva a la luz del evento Cristo. Allí donde el hombre presenta una imagen deficiente de Dios, Cristo la presenta completa. Allí donde el hombre yerra en lo referente a su dominio sobre la creación, Cristo lleva a su perfección todo cuanto Dios Padre había diseñado para nuestra especie. Esta nueva dimensión de enfoque del salmo aún nos proporciona mayor consuelo, y aún suscita en nosotros mayor gratitud. La noción de creación, como queda dicho, apunta a la Redención, es decir, a la persona del Redentor, en quien todas las cosas, nuestra propia especie humana incluida, se encuentran completas.

[1] Las citas bíblicas están tomadas de la versión clásica tradicional protestante RVR60.

[2] Algunos suponen que 1Co 15:27 y Ef 1:22 citan (o mejor, parafrasean) este mismo texto.

[3] El propio patriarca Abraham, antepasado de Israel, había entrado en contacto con el misterioso rey y sacerdote Melquisedec, quien lo bendijo en nombre del “Dios Altísimo [heb. El Elyón], creador de los cielos y de la tierra” (Gn 14:19).

[4] Un buen número de los profetas de Israel fueron, al mismo tiempo, sacerdotes o, por lo menos, procedentes de familias sacerdotales.

[5] Cf. el encabezamiento del salmo, que en algunas versiones actuales de la Biblia constituye su primer versículo.

[6] No faltan quienes datan su composición durante el exilio, o, sobre todo, en la época del regreso a Judea y la restauración.

[7] La exégesis crítica de nuestros días apunta a la idea de que los relatos actuales de la Creación, en el conjunto de la historia bíblica, sirven de introducción a la Historia de la Salvación: desde el punto de vista del Antiguo Testamento, señalan a la elección de Abraham y de Israel, así como al éxodo y la conquista de Canaán, plenitud de las promesas hechas a los patriarcas. Desde el punto de vista del Nuevo, nos orientan directamente a la figura señera de Cristo, “el primogénito de toda creación” y Aquél por medio del cual todas las cosas, celestes y terrestres, han llegado a la existencia (Col 1:15ss). En ningún caso constituyen una revelación absoluta o un dogma que se haya de esgrimir en contra de otras teorías o postulados cosmológicos o paleontológicos.

[8] Lit. “la Gran Madre” en latín, diosa femenina presente en muchas formas del paganismo antiguo. Representación de la naturaleza como madre común de todos los seres vivos, a la que se ofrecían sacrificios de seres vivos. Su versión más conocida para nosotros era la diosa frigia Cibeles, en honor de la cual sus sacerdotes se autoemasculaban, proclamando así (???) el poder fertilizante y regenerador de la vida de tal divinidad. Algunas teorías pseudocientíficas de ciertos grupos ecologistas de nuestros días vienen a representar la versión actualizada del mito de la Magna Mater.

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