El origen del Papado, por Xabier Pikaza, teólogo
Difundido en la Luz sin interés comercial y publicado en
El Despliegue constituye algo asombroso: nunca había sucedido algo comparable, que una autoridad religiosa, sin medios económicos o militares, se haya convertido en elemento clave (legal y cultural, espiritual y político) de la historia de Europa (y de occidente). Sus orígenes fueron humildes y oscuros: nadie puede señalar el momento en que surgió ni el día en que (bien entrado el siglo II) empezó a regir en Roma un obispo "monárquico", que se sintió responsable de la iglesia (o conjunto de iglesias) de la capital y extendió su influjo en el imperio. Tampoco sabemos el momento en que (entre el siglo III y IV) se presentó como heredero de Pedro y consiguió una autoridad casi jerárquico-imperial sobre gran parte de la cristiandad. Pero el papado surgió y rigió los destinos de Europa occidental desde el siglo VI al XV, conservando hasta ahora gran influjo, como vimos en los funerales de Juan Pablo II y como vemos en la preparación del Cónclave. Por eso es bueno recordar su origen, partiendo de los Doce apóstoles con Pedro y desde la antigua iglesia de Roma.
1. Los Doce apóstoles y Pedro.
Jesús instituyó Doce mensajeros para preparar la llegada del «Reino de Dios» en las doce tribus de Israel. Tras la muerte de Jesús, ellos permanecieron en Jerusalén, esperando la conversión de los judíos y la llegada del Reino; pero no llegó como esperaban, ni los judíos en conjunto se convirtieron, de manera que perdieron su función. Pero mientras los Doce fracasaban, algunos cristianos nuevos, llamados helenistas, empezaron a extender el evangelio a los gentiles de cultura siria o griega; partiendo de ellos se extendió Iglesia a todo el mundo.
Pues bien, Pablo, uno de esos helenistas universales, afirma que el «fracaso» de los Doce fue providencial (cf. Rom 9-11), pues permitió que la Iglesia rompiera el modelo cerrado del judaísmo nacional. Más aún, Pedro, que había sido compañero de Jesús, el primero de los Doce, aceptó y ratificó ese cambio, de manera que la tradición ha podido presentarle como roca o fundamento de la iglesia universal (cf. Mt 16, 17-19). En esa línea, los cristianos posteriores reinterpretaron (invirtieron) la función de los Doce (ya desaparecidos), haciéndoles apóstoles universales. Surgió así la hermosísima "leyenda” donde se añade que los Doce, con Pedro a la cabeza, consagraron para sucederles a los obispos. Ni los Doce fueron apóstoles universales, ni los obispos sus sucesores estrictos; pero la historia no es como fue, sino como se cuenta.
Pues bien, el «cambio» de Pedro no es leyenda, sino historia esencial. Tras mantenerse un tiempo en Jerusalén con los Doce, él se «convirtió» y asumió la misión universal, al lado de Pablo (cf. Gal 2, 8). Dejó Jerusalén y fue primero a Siria (Antioquia: cf. Hech 12, 17 y Gal 2, 11) y después llegó a Roma donde vino también Pablo. Los dos esperaban el Reino de Dios para todos los pueblos, pero fueron acusados de causar disturbios y ejecutados.
Roma era entonces signo de universalidad y tanto Pedro como Pablo eran universalistas. Entretanto, en Jerusalén había quedado Santiago, hermano de Jesús, defensor de un cristianismo judío, pero también él fue asesinado por un Sumo Sacerdote celoso, en torno al 62 d. C.
2. Roma, una iglesia sin obispo-papa.
Los fundadores de su iglesia no fueron Pedro o Pablo, sino algunos judeo-cristianos helenistas que llegaron en época temprana, ocasionando tumultos en tiemposde Claudio (el 49 d. C. Cf. Suetonio, Claudius 25; Dion Casio, Historia 60, 6, 6). Más tarde, hacia el 60, llegaran Pablo y Pedro, que misionaron y fueron condenados a muerte (hacia el 64), dejando el recuerdo de su vida y obra. Por entonces la comunidad o comunidades tenían una administración presbiteral, conforme al modelo de las sinagogas, donde un consejo de “notables” (ancianos) dirigía la asamblea.
Otras comunidades habían ido introduciendo el modelo monárquico, con un Obispo o supervisor, como presidente, sobre los presbíteros. Pero Roma prefirió seguir la tradición. Por eso, contra lo que suele decirse, ni Pedro fue el obispo de Roma, ni dejó unos sucesores obispos. Durante más de un siglo, la iglesia siguió dirigida por un grupo de ancianos, entre los que han podido sobresalir Lino, Clemente o Evaristo (a quienes después llamarán papas). Sólo en la segunda mitad siglo II, de manera general general, las iglesias asumieron una estructura monárquica, que dura hasta hoy. Con ese cambio, ellas marcaron su distancia respecto al judaísmo rabínico, que mantuvo un gobierno colegiado. Pero los judíos rabínicos se aislaron, formando un grupo nacional, mientras los cristianos episcopales pudieron abrir su evangelio a todos los estratos de la sociedad. Dado ese paso, los obispos de Roma pudieron presentarse como interlocutores ante la sociedad civil y apelar a Pedro como a fundador y primer obispo.
3. Roma, una iglesia con obispo. Junto a otros factores (recuerdo del sumo sacerdocio israelita, filosofía jerárquica helenista, genio político romano) en el surgimiento y despliegue de los obispos influyó la exigencia de mantener la visibilidad y el carácter social de la iglesia, frente al riesgo gnóstico, de disolución intimista. Por lógica interior, el cristianismo debería haberse convertido en un conjunto de agrupaciones espiritualistas, como tantas otras, que desaparecieron pronto. Pues bien, en contra de eso, las iglesias se unificaron y fortalecieron en torno a sus obispos, trazando, para justificar ese cambio, unas genealogías o listas de "obispos" que se habrían mantenido fieles desde los apóstoles, especialmente en Roma, que empezó a ser para muchos el punto de referencia de la identidad cristiana.
Entre los partidarios del cambio está Hegesipo, un oriental que vino a Roma para buscar su lista seguida de obispos (Cf. Eusebio de Cesarea: Historia Eclesiástica, II, 23, 4-8 etc). Hacia el año 180, Ireneo de Lyon ofrece también una lista de "obispos de Roma" como garantes de la tradición cristiana, pues «en ella se ha conservado siempre, para todos los hombres, la tradición de los apóstoles» (Adversus haereses, III, 3, 2). De esa forma proyectaron hacia el principio la estructura y las instituciones posteriores de la iglesia, defendiendo su carácter social y jerárquico.
Esta "invención" de los obispos fue providencial para la iglesia posterior. Pero entre el comienzo de las comunidades (hacia el año 40-60) hasta el establecimiento del episcopado estable (hacia el 160/180) quedan más de cien años de iglesia esencial, a los que tienen que volver los cristianos, para conocer su identidad. La iglesia episcopal y jerárquica pudo pactar después con el imperio romano, de manera que el obispo de Roma será, en clave cristiana, lo más parecido al emperador como sabe el Cronógrafo romano (siglo IV) y ratifica más tarde la donación apócrifa pero canónicamente esencial de Constantino. Ese proceso de "concentración" administrativa resulta lógico y se ha dado en muchos movimientos políticos y sociales,que pasan de un régimen colegiado y carismático a la concentración de poder que posibilita la pervivencia del grupo.
4. El Papa, obispo de Roma.
En el proceso anterior ha tenido una importancia esencial el obispo de Roma (llamado Papa, padrecito), porque dirige la iglesia de capital del imperio y porque apela al recuerdo de Pedro (interpretando jerárquicamente las palabras de Mt 16,17-19). A lo largo de todo el primer milenio (como manda Hipólito, Tradición Apostólica), la iglesia de Roma elegía a su Papa-obispo con la «participación de todo el pueblo», lo mismo que las otras.
Roma empezó siendo una iglesia hermana, pero después creció su poder, por prestigio y por político. No se puede olvidar el prestigio: entre el siglo II y el siglo IV, la iglesia romana vivió una experiencia fascinante de identificación interior y organización social que le permitió superar "herejías" (de Marción o Valentín) y mantenerse firme ante el imperio. Su obispo fue tomando cada vez más autoridad, de manera que los cristianos de diversas partes (especialmente los de lengua latina) acudían a Roma, pidiendo consejo y buscando solución para sus problemas. Más tarde, entre el siglo VI y el IX, la iglesia romana dirigió el proceso de cristianización de occidente, viniendo a presentarse como gran poder moral de Europa.
Ha sido un poder positivo y discutido (ruptura con los ortodoxos, lucha por las investiduras y cruzadas, Reforma protestante y guerras de religión...), pero ha configurado nuestra historia. Somos lo que somos porque el papado ha existido y ha trasmitido junto al cristianismo los valores de la cultura helenista y romana. Pero nos parece que su tiempo «tradicional» ha terminado. Ahora, pasados 1600 años, tras una historia gloriosa y tensa, debe
replantear su origen y sentido cristiano, desde los principios del Evangelio. En este contexto se sitúa el entierro de Juan Pablo II (con él parece despedirse y acabar un tipo de papado) y el próximo cónclave. Es muy posible que la iglesia católica quiera mantener y mantenga la figura del Papa, pero tendrá que introducir en ella unos cambios radicales, por fidelidad a sí misma y al mensaje de Jesús. Este será uno de los últimos cónclaves al estilo del segundo milenio. Es muy posible que dentro de poco los papas vuelvan a ser ante todo, como en el primer milenio, obispos de Roma, elegidos por sus comunidades, realizando una función de comunión, no de dirección centralizada, sobre el resto de las iglesias. Tendrán que volver a ganar su autoridad, si quieren seguir existiendo. Pero con eso empezará una historia distinta.
El autor:
Xabier Pikaza Ibarrondo nació en Orozko, Vizcaya. Cursó estudios de teología en Salamanca (doctorado en 1965) y de filosofía en Roma (doctorado en 1972). Se especializó en filología bíblica en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. De 1975 a 2003 ha sido profesor numerario de la Universidad Pontificia de Salamanca, donde, con ciertas interrupciones, ha enseñado temas de exégesis bíblica y filosofía de la religión. Ha publicado diversos libros sobre temas bíblicos y teológicos. Entre otros:"Sistema, libertad, Iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento"(Madrid, 2001);"Pan, casa y palabra. La iglesia en Marcos"(Salamanca, 1998);"El Apocalipsis". Guías de Lectura del Nuevo Testamento (Estella, 1999);"Fiesta del pan, fiesta del vino"(Estella, 1999) y"La nueva figura de Jesús"(Estella, 2003). Sobre temas de diálogo religioso y de teodicea ha publicado algunas obras como"Hombre y mujer en las religiones"(Estella, 1996). En PPC ha publicado"El Señor de los ejércitos. Historia y teología de la guerra"(1997) y"El desafío ecológico"(2004).
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