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El Giro hermenéutico, por Miquel-Ángel Tarín i Arisó







Yo era un buen cristiano, nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? «Pero ¿qué es adoración? —pensé—. ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra —incluidos todos los paganos— puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es adoración? ¿Hacer la voluntad de Dios? Eso es adoración. ¿Y cuál es la voluntad de Dios? Hacer con mi prójimo lo que yo quisiera que mi prójimo hiciera conmigo: ésa es la voluntad de Dios. Ahora, Queequeg es mi prójimo. Y ¿qué deseo yo que Queequeg haga conmigo? Pues unirse a mí en mi particular forma presbiteriana de adoración. En consecuencia, debo unirme a él en la suya: ergo, debo volverme idólatra.» De modo que encendí las virutas, ayudé a enderezar el inocente idolillo, le ofrecí galleta quemada con Queequeg e hice dos o tres zalemas ante él



Herman Melville, “Moby Dick”.




Paul Johannes Tillich señalaba en el año 1963 que la teología cristiana, de no ser capaz de mantener un diálogo fructífero y creativo con la teología del resto de religiones, se transmutaría en provinciana. Con este anterior término el profesor luterano de Harvard, de origen germano, apuntaba hacia los márgenes. En su “Teología sistemática” los márgenes no deben ser identificados con los límites, ni mucho menos con la originalidad o la completud, sino con la exclusión propia de la marginalidad y el vacío. El hecho de que identifique en su obra marginalidad con inoperancia, ineficacia, falta de alcance teleológico, sumado a la circunstancia de realizar sus declaraciones dos años antes de morir (1965) de manera sumaria y conclusiva, muestran claramente la importancia capital que el erudito profesor concediera al diálogo interreligioso.


[Paul Johannes Tillich]





Ese mismo pecado – si se nos permite el abuso expresivo – de riesgo provinciano también preocupaba y había sido detectado, prácticamente en idénticos parámetros, en el romano catolicismo. Primero por medio de Karl Rahner, de la Sociedad de Jesús, quien con sus “Fundamentos sobre la fe cristiana” influyera decisiva e incontestablemente en el que fuera sin lugar a duda el acontecimiento religioso más importante del siglo XX: el Concilio Vaticano II, presidido, aunque no clausurado, porque le sobreviniera la muerte, por el Papa Giovanni Roncalli en el año de gracia de Nuestro Señor de 1959.


[Giovanni Roncalli]


Antedicho Concilio, vigésimo primero ecuménico según el cómputo de la Iglesia Católica Apostólica Romana, llegaba incluso a consagrar un importante documento, aprobado el 28 de octubre de 1965, denominado “Nostra Aetate”, que podría perfectamente haber tenido como ponente al mismísimo erudito protestante Paul Tillich, tal era la coincidencia teológica de las más destacadas premisas de ambos.


Nuestras sociedades actuales no son más que “aldeas globales”, feliz término parido por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan (“The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man”, 1962; “Understanding Media”, 1964). Las distancias materiales, inexistentes gracias a los avances tecnológicos de comunicación y del transporte, provocan que las ideas y con ellas las personas vivamos prácticamente todas próximamente, lo que no significa de la misma manera y condición. Cualquiera de nosotras, a través de un simple ordenador, puede hoy conectarse desde su casa y de manera inmediata con cualquier parte del mundo. Es la aldea global la que permite que un catalán o un mejicano vistan igual, que un neerlandés y un samoano se calcen zapatillas de idéntica marca. Habiéndose reducido hasta la insignificancia las distancias, los movimientos migratorios se facilitan y con éstos se interrelacionan como nunca antes sucediera las culturas y las religiones más diversas practicadas por las gentes, coexistiendo y consolidándose en consecuencia en nuestras sociedades un pluralismo religioso indiscutible de extraordinarias dimensiones fenomenológicas.


La riqueza poliédrica de las manifestaciones de lo sagrado es un fenómeno desbordante de lo Real que exige cada vez más un franco y abierto diálogo entre las religiones que pueblan el mundo y nuestra época pues, sin éste, como muy acertadamente señalara Hans Küng, la paz planetaria se convierte en una quimera de dimensiones monstruosas, todavía más importante al constatar con Zygmunt Bauman el empobrecimiento de los grandes discursos y símbolos identitarios en nuestra líquida postmodernidad, una no – época[1] en la que caminamos a oscuras y a tientas en un largo túnel oscuro transicional hacia nadie sabe exactamente dónde.


Consecuencia del esquema que a muy grandes rasgos describimos es el giro hermenéutico que necesariamente las teologías deben acometer de pretender ser traducibles las unas con las otras y así poder enriquecerse en su mutua fecundación.


Tal vez el primer gran sistema de pensamiento en entender y proponer dicho giro fuese la escuela dominica, especialmente el Padre Marie – Dominique Chenu. No podía ser de otro modo, tratándose de un teólogo e historiador especialista en el medievo, de hecho, una época pluridimensional y transicional entre un paradigma antiguo y otro moderno donde la hermenéutica es indispensable en orden a la interpretación de los significativos y profundos cambios que la sociedad medieval experimentara. Claude Geffré – naturalmente otro dominico y hace poco traspasado – insiste en el giro hermenéutico reconociendo el carácter radicalmente histórico presentista de la teología cristiana. No podemos estar más de acuerdo: una teología triunfalista y por ende ahistórica, que no permanezca ojo avizor a los diferentes y complejos cambios socio culturales y estructurales a través de los cuáles se desarrolla la razón humana, desconocerá para su pesar el latido histórico de la conciencia mundial planetaria, convirtiendo en incomprensibles su potencial comunicativo soteriológico. La historicidad del momento debe interpelar en consecuencia el pensamiento teológico de manera que sea éste – y no al revés – quien posea la capacidad transformadora que las diferentes épocas exigen.


De otro modo dicho: no tan solo la fe, sino también la verdad, son momentos de comprensión y experimentación progresivos que el ser humano transita y contempla a manera de horizonte de sentido perfeccionándose necesariamente en la historia con inercia hacia la sublimación en Dios. De ahí que no podamos seguir instalados en una supuesta superioridad indiscutible de los elementos tradicionales de nuestras propias tradiciones religiosas. Desde esta perspectiva, lo tradicional estaría también sometido a las nuevas aproximaciones epocales que el esfuerzo del giro hermenéutico alumbre, sin menoscabo que dicho esfuerzo bien pudiera fundamentar, pulir y actualizar los principios profundos que nuestras más prístinas tradiciones proponen, aunque de otro nuevo modo leídos.


El giro hermenéutico que contempla al hermano de otra religión realmente como tal constriñe al cristiano a un esfuerzo importante que implica apertura, coraje y discernimiento. En efecto, porque ya no se trata de soportar al diferente, sino de aceptar sin sonrojo que su discurso posee la verdad que implementa la imagen de Dios en su persona. Pero no fragmentaria, sino total. Es improbable que cualquiera de vosotros, amables lectores cristianos que ahora tenéis la paciencia de leer nuestro texto, de haber nacido en el Tíbet, de haberos incardinado en un medio contextual e histórico religioso tibetano tan diferente al nuestro, fueseis cristianos.


El giro hermenéutico propala hacia la identificación empática y holística de la realidad de la otroidad. No apunta hacia la ortodoxia sino hacia la “ortopraxis”. Exige amor, no dogmatismo. Ve la realidad en el ser del prójimo, en sus más íntimos convencimientos, no en un ordenamiento dogmatizado y diferenciador de lo teológico. Implica una sinergia cuyo centro de gravedad está en el amor y en la igualdad, nunca en la diferencia. Esto no significa sincretismo ni indiferencia religiosa, por ejemplo, no equivale para los cristianos el rechazo de Cristo ... sino en el hecho de fiar que el diferente, al igual que tú, expone y experimenta lo divino a partir de experiencias de fe enraizadas en otros y no inferiores modos de comprensión de lo divino.



[Mevlana Rumí]



Decía ya Rumí, el gran místico sufí en el siglo XIII, que bebemos todos exactamente el mismo vino, aunque ciertamente muy diferentes fueran la forma de los vasos que lo contienen.




Per semper vivit in Christo Iesu




 

[1] Importantes pensadores de la talla de Ulrich Beck y Anthony Giddens mantuvieron que la postmodernidad no tendría ser. Nos encontraríamos todavía inmersos en los estertores finales de una sociedad de riesgo denominada modernidad.

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