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El poder de la palabra



El primer capítulo del Evangelio según San Juan nos habla de la palabra con mayúsculas en referencia al Hijo del Hombre. Sin embargo, en nuestros días vivimos bajo el influjo de la palabra con minúsculas que, no por ser menos divina y más humana, deja de influirnos. Efectivamente, el mundo de Internet y las Comunicaciones Sociales se cimenta sobre palabras. Las palabras son poderosas pero su poder es ambivalente y puede ser canalizado para expresar bondad y maldad, amor u odio, tolerancia o división. Uno de los signos exteriores de la madurez humana es el modo en que alguien habla.


El discurso puede construir una relación duradera; puede constituir una fuente de consuelo in tiempos de dolor; puede revelar cuánto le importamos a alguien; puede conducir a un alma por nuevas y seguras sendas. Sin embargo, el discurso puede también construir una sociedad sobre los cimientos del odio; puede causar ansiedad y angustia; puede aislarnos; puede llevarnos a juzgar a los demás en vez de a tratarlos con piedad.

Existe un amplio abanico de materias que pueden llevarnos a discusiones e incluso peleas. A medida que tomamos partido para defender aquello que creemos correcto, a menudo aparecemos ante los demás como fieros oponentes que afilan sus palabras como guerreros que ponen a punto sus armas antes de la batalla.

En el libro de los Proverbios (capítulo 16), el Rey Salomón nos brinda un consejo que vale su peso en oro: “Las palabras amables son como la miel: dulces al alma y saludables para el cuerpo” (24). Es más, “de una mente sabia provienen palabras sabias; las palabras de los sabios son persuasivas” (23).


No es casual que en la antigüedad reyes como Salomón delegaran en mensajeros profesionales, auténticos emisarios de la palabra con la misión de enviar alguna información. Mensajeros serenos, prudentes y fiables eran enormemente apreciados y demandados en cualquier civilización. Incluso en la actualidad, cualquier gobierno que se precie en cualquier país elegirá a su portavoz de modo cuidadoso.


Lógicamente, los mensajes en la antigüedad se referían tanto a buenas nuevas (victorias en el campo de batalla o prosperidad económica) como a malas noticias (la derrota tras una larga guerra o la bancarrota). Sin embargo, incluso si el mensaje estaba plagado de controversia o incluía algo que lamentar, un buen mensajero sería siempre capaz de apaciguar los ánimos y hablar con serenidad a sus oyentes; sin estridencias ni sobreactuaciones e independientemente de lo comprometido del asunto a comunicar o del efecto desestabilizador y divisivo que el mensaje podría implicar.


Ahora es tiempo de hacer examen de conciencia. ¿Cómo hablamos cuando nos referimos a un asunto espinoso? ¿Cuándo permitimos a Cristo endulzar nuestras lenguas? ¿De qué modo nuestro discurso cambia cuando nos sabemos en presencia de Dios? ¿Qué podemos hacer para pensar cuidadosamente antes de hablar? ¿Qué podemos hacer para convertirnos en prudentes y serenos mensajeros en medio de nuestras comunidades, familias y lugares de trabajo?


Raúl Arkaia

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