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¿TEOLOGÍA? ¿CRISTOLOGÍA? ¿O TAL VEZ SOLO ECLESIOLOGÍA?

Uno de los textos más extraordinarios que se encuentran en el llamado “Corpus Paulinum” (1), y más concretamente en las epístolas de cuya autoría paulina hoy nadie duda (2), es el himno registrado en Filipenses 2:6-11, sin duda un cántico a Cristo Redentor que entonaba la Iglesia primitiva, o por lo menos la comunidad de Filipos. Son innumerables los comentarios de alta calidad que se han efectuado sobre este pasaje (3), de manera que a ellos remitimos al amable lector para conocer la estructura y el significado original del cántico en cuestión. Lo que a nosotros hoy nos interesa destacar es el valor práctico para la vida cristiana, especialmente la colectiva, que le otorga San Pablo Apóstol al introducirlo con las palabras del versículo 5. Leemos, pues, así el texto completo (4):

“5 Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús,6 el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse,7 sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres;8 y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.9 Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre,10 para que en el no


mbre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra;11 y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

La clara exhortación apostólica a compartir los sentimientos de Cristo (5) coloca el acento, entendemos, no tanto en lo que el cántico describe sobre la obra realizada por Cristo Jesús, sino en la manera en que la Iglesia, el conjunto de los creyentes, ha de seguir el camino por él trazado (6). Son tres, por tanto, los pasos que la Iglesia ha de dar en relación con este mundo imitando a su Maestro y Señor:

El primero es EL AUTOVACIAMIENTO. El versículo 7 nos dice que Cristo “se despojó a sí mismo”, empleándose para ello el verbo griego “kenóo”, que significa literalmente “vaciar(se)”, y que tanto ruido ha venido haciendo desde la exégesis decimonónica del Nuevo Testamento hasta hoy (7). La Iglesia, aunque consciente de su origen y su institución divinos, ha de asumir con todas las consecuencias que para su servicio a este mundo, a los hombres caídos, debe dejar de lado cualquier tipo de prerrogativa que la haga caer en la trampa de creerse ajena a la realidad humana, y a partir de ahí hacerse una sola con los hijos de Adán. Uno de los mayores errores cometidos por la Iglesia a lo largo de su atormentada andadura histórica ha sido precisamente este: hacer tanto hincapié en su condición supraterrena que ha dejado de lado a quienes debiera haber atendido con el amor y la misericordia de Cristo. Al igual que el Hijo de Dios caminó entre los hombres sirviendo y abriendo de par en par las puertas del Reino de Dios a cuantos las “gentes de bien” de su tiempo y su país despreciaban, la Iglesia nunca puede bloquear el paso o excluir de sus congregaciones a aquellos que, precisamente porque se saben rechazados por las sociedades acomodadas o que se consideran a sí mismas moralmente superiores, más necesitados están del ministerio restaurador que ella encarna. La Iglesia se vacía a sí misma en este sentido indicado por San Pablo cuando abre sus brazos, no cuando los cierra; cuando imparte la palabra y los sacramentos, no cuando los niega; cuando entiende que en el Reino de Dios hay lugar para todos, no cuando se autoerige en juez de los demás.

El segundo, LA OBEDIENCIA ABSOLUTA A DIOS. Leemos en el versículo 8 que Cristo Jesús, en un acto supremo de sumisión total a la voluntad divina, asume su destino de condenado a muerte, a la muerte más ignominiosa que podía imaginarse en su época y en su entorno. Entregar la propia vida por los demás, incluso por quienes nunca lo podrían merecer, constituye la mayor evidencia de amor al género humano, el sacrificio más grande que nadie jamás podría realizar. Eso hizo Jesús. Y eso espera Dios que la Iglesia haga si se dan las circunstancias. De ello han sido a lo largo de los siglos magníficas evidencias los ejemplos de los misioneros —los que lo son de verdad, desde luego— que han derramado su propia sangre en tierras de paganos por proclamar, de palabra y de hecho, la realidad del evangelio (8). La obediencia a Dios no tiene otro sentido que el servicio pleno a los demás de las mil y una maneras en que pueda ser realizado según los lugares y los momentos. Es tal la simbiosis entre Dios y el hombre en la Biblia, y de manera muy especial en el Nuevo Testamento, que el amor al prójimo es “el cumplimiento de la ley” divina (Romanos 13:10), y que el principio supremo de la religión revelada, en palabras del propio Jesús, consiste en lo que tradicionalmente se ha dado en llamar “la regla de oro”: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (San Mateo 7:12). No es porque sí que, por supuesto en palabras del propio Cristo Jesús, el elemento decisivo en el escatológico Juicio Final sean precisamente las manifestaciones de servicio a los demás, aquello de “porque tuve hambre y me disteis de comer” o lo contrario: “porque tuve hambre y no me disteis de comer”, que puede revestir múltiples formas a lo largo de los tiempos y las circunstancias (San Mateo 25:31-46) (9).

El tercero, LA EXALTACIÓN. Pero ¡atención! Cristo se despojó (o “se vació”) a sí mismo y se entregó plenamente a la voluntad de Dios. Luego, Dios lo exaltó hasta lo más alto. Tal es el contenido del cántico citado por San Pablo. La Iglesia ha de autovaciarse, ha de obedecer hasta las últimas consecuencias la voluntad de Dios, y luego Dios la exaltará. Dicho de otro modo, como creyentes, como Iglesia, nos corresponde despojarnos de cualquier manera de pensar o entender las cosas que nos haga creernos superiores a los demás y nos impida acercarnos a ellos. Asimismo, nos corresponde una existencia de total entrega a los designios de Dios, incluso a riesgo de nuestra propia vida si fuere necesario. Pero no nos corresponde en absoluto centrarnos en la exaltación posterior, sin duda escatológica. Eso es algo que solo compete a Dios. Dicho de otro modo, la Iglesia está llamada (¡estamos llamados!) a cumplir con su misión en este mundo sin pensar en las recompensas o las prebendas del otro. El cristianismo genuino no es aquel que especula de continuo sobre el más allá (10) o sobre quién se salvará o quién se perderá, sino el que vive en este mundo totalmente entregado a su misión de servicio a los demás en sus múltiples facetas. La exaltación de la Iglesia es obra exclusiva de Dios y la llevará a término conforme a su infinita misericordia. Nosotros únicamente hemos de transitar por este mundo obedeciendo a sus designios revelados y confiando plenamente en que siempre está con nosotros, siempre dirige nuestro caminar, y al final nos recibirá en sus moradas eternas.

Y concluimos. El título de esta reflexión nos llamaba a definir qué encontramos en este pasaje paulino: teología, cristología o eclesiología. Sin duda, hallamos las tres, siendo la última la que colorea el conjunto desde el versículo 5. Porque la verdadera teología y la verdadera cristología son aquellas que se plasman, se materializan en la vida de la Iglesia cuando esta cumple con su misión de servicio al género humano.

Únicamente en este sentido podemos afirmar que formar parte de la Iglesia es un enorme privilegio y un regalo de la Gracia de Dios.


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)


 

(1)Las epístolas tradicionalmente atribuidas a San Pablo Apóstol: Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo, Tito, Filemón, Hebreos, si bien esta última hoy en día ni siquiera los eruditos más conservadores suelen incluirla en este conjunto literario.

(2)Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Filipenses, 1 Tesalonicenses, Filemón, son para los eruditos críticos las únicas cartas auténticamente paulinas. Algunos, no obstante, entienden que Efesios y Colosenses también podrían formar parte de este conjunto, y que en las epístolas llamadas pastorales (1 y 2 Timoteo, Tito) se encuentran materiales que proceden directamente de la pluma del Apóstol de los Gentiles, si bien no la redacción definitiva.

(3)LÉGASSE, S. L’Épître aux Philippiens et l’Épître à Philémon. Paris: Cerf, 1980; REYMOND, S. Connaissance du Christ et élan de la foi. La course spirituelle dans l’épitre aux Philippiens. Bruxelles: Lumen Vitae, 2005; ROSELL, S. Christ Identity: A Social-Scientific Reading of Philippians 2:5-11. Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 2011, entre otros.

(4)Lo citamos de RVR60.

(5)El texto griego emplea el verbo “phroneo”, que implica no solo lo que hoy entendemos por sentimientos, sino también una actividad racional consciente.

(6)Ejemplo claro de cómo un texto cambia de valor o de punto de vista según lo que el autor, o en este caso quien lo cita (San Pablo), quiera decir o para lo que desee emplearlo.

(7)La famosa teoría de la “kenosis”, tan cara a los círculos luteranos especialmente, según la cual Cristo se habría “vaciado” voluntariamente de su divinidad para devenir un ser humano como nosotros. Aunque en mucha menor medida, todavía hoy se mantiene esta teoría ya clásica en ciertos centros académicos.

(8)Sirva esta mención como testimonio de admiración a la monja española Inés Nieves Sancho, asesinada el 20 de mayo de 2019 en la República Centroafricana, así como a tantos otros esforzados mensajeros de Dios antiguos y modernos.

(9)Un excelente comentario a este pasaje se halla en el ya clásico BONNARD, P. Evangelio según San Mateo. Madrid: Cristiandad, 1983.

(10)Lo que las dogmáticas tradicionales designaban como “doctrina de los novísimos”.

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