Verbum caro

Hay Uno que es el “Principio” "en quien reside toda la plenitud” de la divinidad corporalmente, que vino al mundo para “reconciliar todas las cosas” (Cl 1, 19 - 20). Constituido "heredero de todo" “hacedor del Universo, reflejo de la Gloria de Dios que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1, 2 - 3).
No es el Uno de Plotino, de Celso o de Porfirio, una mónada aislada, impertérrita, solitaria, omnipoderosa, sin cambio ni piedad, tan distante de la criaturidad que a pesar de su perfección óntica necesita expresamente un demiurgo para comunicarse con la misma al permanecer siempre inmensamente alejada de los seres humanos ([1]).
Es Uno de la tríada de personas existentes en el Dios Unitrino. Siendo justo “padeció una sola vez por nuestros pecados para llevarnos a Dios” (1 Pe 3, 18).
No se trata de una emanación, de una derivación, de una similitud, de una apariencia, de un eón ni de una copia o réplica ideica divina inferior prisionera en la tierra por mor de la materia y subsumida del mundo platónico de las ideas, sino de la misma gloria de Dios, de la misma substancia de Dios. De Dios mismo hecho carne, compartiendo exactamente nuestra mismísima naturaleza a la vez que la mismísima naturaleza de Dios, sin mediar por ello mezcla ni confusión entre antedichas dos esencias.
Ese Uno, hipóstasis de Dios, es Jesucristo. Una persona divina y una persona humana. Ambas cosas en meridiana completud. El Mesías de Dios. Su Verbo. Es Dios mismo en su acción económica salvadora revertida hacia nosotros. Es la imagen de Dios para la humanidad. Michael. Emmanuel, Dios con nosotros. Sin Él, permaneceríamos en las sombras huérfanos de sentido y precipitados sin remedio al abismo de nuestras insurrecciones.
Un Dios pasible, doliente, humanizado y afecto al sufrimiento, que a pesar de su omnisciencia ha aceptado la renuncia, la “kénosis”, el vaciamiento, la necesidad del cambio en el Ser para salvarnos por identificación, pues solamente podemos amar lo que nos es reconocible y a lo que se nos asemeja: Verbum Caro.
Sí, a salvarnos vino del poder de la nada y de la perversión más absoluta de nuestro ser y de nuestro pecaminoso electo destino original. A rescatar vino su propia imagen y semejanza que somos nosotros, y a enseñarnos tantas cosas del Padre y de su amor que no habría en el mundo suficientes discos duros donde contener su sabiduría pues su amor "excede todo conocimiento" y transmite “toda la plenitud de Dios” (Ef 3,19).
De hecho, ya san Anselmo de Aosta (o de Canterbury, o de Bec todavía, según se quiera) había advertido muy sabiamente mediando uno de sus tan famosos homiléticos aforismos que la comprensión de Dios es un imposible pues: "si comprendis, non est Deus": ¿Cuánto más no lo será la comprensión del alcance absoluto de su encarnación, su acto de amor más radical y fundamental que nos tiene como protagonistas a nosotros entretejiendo y asociando de este modo cielo y tierra para siempre?
En este acontecimiento Dios ha revelado en Jesucristo no un "sapere" iniciático, arcano y misterioso transmitido solamente a ciertas personas elegidas “ad forma mysterium”, pues ello prestaría camino a complicaciones cristológicas que no corresponde ahora ni siquiera mencionar, sino que ha revelado la verdadera entraña de su corazón que no es otra que el amor porque, efectivamente, ( Jn 4, 8): "Dios es amor".
El “primogénito de la creación” (Cl 1,15) es decir, la orientación escatológica con la que Dios pretende alimentar sus relaciones con los seres humanos y con la misma creación ahora gimiente, es amor puro en su relación dinámica ad intra de y con Dios y ad extra de y con la humanidad.
Por ello el cristianismo no es tanto ni por excelencia una / la religión del libro, como tantas veces y tan reductivamente se le ha venido considerando en su desafortunada comparación con otros monoteísmos históricos, sino la religión del rostro de Dios, pues la faz de Cristo expresa absolutamente el amor de Dios siendo el único que "irradia el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo" (2 Co 4, 6).
Rostro de Dios, rostro de Cristo: Jn 14, 8 - 9: "Felipe le dijo: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?"
¿Acaso no es la de Felipe una pregunta intemporal naturalmente presente en esta nuestra postmodernidad ahogada y ahogante de la liquidada modernidad positivista? ...
Ese amor de Dios siempre puro que el Nuevo Testamento denomina "agapé" es Cristo, y a nosotros nos atañe y nos enreda uniéndonos en una red de amor porque tal amor nos lo ha regalado por su Gracia y sin absolutamente ningún merecimiento al considerarnos inmerecidamente no más sus súbditos, sino antes bien sus hermanos, hijos todos del mismo Padre (Jn 15, 15): ¿Acaso puede existir amor más grande? …
Por ser crístico, no puede por más que ser un amor activo, operante y transformador. Amar ese amor que nos amó primero y que se personifica en Jesucristo es la quintaesencia de la salvación. Es el núcleo de sentido del cristianismo y el fundamento del Evangelio. No puede haber una mejor noticia ni puede ser tampoco de otro modo puesto que solamente quien ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (1 Jn 7, 8) ... y viceversa.
Ese amor fluyente del rostro de Cristo el Verbo como metáfora fontal y de origen debiera inundar también la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo. Sin embargo, desgraciadamente, en muchas ocasiones la realidad, terca y obstinada como es, apunta hacia otra indeseada dirección, y es que quizás existan en la Iglesia demasiados compartimentos estancos que imposibiliten antedicha crística inundación.
Tal vez antes de obsesionarnos con objetivos basados fundamentalmente en atraer hacia ella el mayor número de personas posibles, ¿no debiéramos intentar previamente vivir lo más plenificantemente posible el amor de Cristo en nuestras vidas, y por ende en la Iglesia, para que las demás cosas del Reino nos advengan regaladas por añadidura? (Mt 6, 33) ...
Es importante comprender que aquello que tenga que hacer Dios, lo hará, con nuestro esfuerzo o sin él, queramos nosotros o no lo queramos, porque el amor de Dios también implica el refuerzo imperecedero de su plena soberanía. Y con ello no pretendo hacer referencia alguna a las categorías propias del dios parmediano - que es un dios tan omnipotente como intolerante y vomitivo - sino a la lógica interna del dinámico amor del Dios de Jesús.
No en vano Karl Barth, reflexionando acerca de la belleza de Dios en el segundo libro de su dogmática (1940), no separará jamás la gloria de Dios y su dominio sobre la historia de su amor inquebrantable por la humanidad y de su manifestación en carne con en el acontecimiento de la crucifixión, el supremo autodesvalimiento de Dios en Cristo. Ese es precisamente el lugar donde resplandece más vivamente la salvación y, a la vez, la esencia de la predicación irrenunciable de la Iglesia junto con la posterior aniquilación de la muerte en la resurrección por obra de Dios a través del Espíritu Santo ([2]).
De manera que la cruz, inicialmente un simple y cruel instrumento de tortura, se convierte a través del Verbum Caro en el lugar por excelencia de todo lo cristiano, en una rememoración en clave de definitividad escatológica del bautismo de Jesús, en su tipo y en su realización definitiva corroborada de nuevo mediante la operante presencia de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo: Dios. El paralelismo bíblico tradicional no es casual. De hecho, todo el Antiguo y todo el Nuevo Testamento convergen en Cristo en la cruz y en la posterior salvación que desde ella se deduce. El segundo Adán ha llenado de justicia, de esperanza y de amor la tierra, más todavía y dígase bien alto: el cosmos todo entero. El cristiano tiene en consecuencia y para siempre dónde asirse. Nunca estará solo. Solamente debe abandonarse en los brazos propositivos de Jesús sin añadir ni obrar absolutamente nada más. Él tiene el poder de vivificar a todos los que creen en Él habiendo sido vivificado por el Padre (1 Co 6, 14) quien lo ha convertido en Señor y en Cristo (Ac 2, 36). Ninguna condenación puede permanecer para los que están con Él (Rm 5, 1; 8, 1). Por ello solamente Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
No tan solo en lo teológico sino muy especialmente en lo tocante a la expresión experiencial de nuestra fe diaria, no podemos confundir ni tampoco identificar justificación con santificación pues ciertamente siendo ambas necesarias jamás deben, por mor de no traicionar ni dislocar impropiamente la soteriología cristiana, ser alteradas en su orden ni mucho menos en sus contenidos: el ser humano no puede obrar su propia salvación. Esto debe quedar muy claro. Es un camino intransitable especialmente a partir de la cruz: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2, 8 – 9). En ello se acuerdan irrenunciablemente todas las confesiones de fe surgidas de la Reforma protestante sin excepciones ni compromisos teológicos.
Es únicamente Dios quien justifica al hombre gratuitamente por la Gracia de su Amor, Rm 3, 24: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”. Por ello "el justo por la fe vivirá" (Rm 1, 17), el que confíe en Él vivirá, el que lo ame a Él vivirá, el que deposite su amistad en Él vivirá, siendo conducido por el Amor de Dios y a través de la experiencia universal e intemporal de su Verbo hacia la excelencia y la santificación moral, hacia el decantamiento actuacional en favor de los intereses de Dios y hacia los frutos de las obras de justicia (Fl 1, 6), en sí mismos tan no meritorios como necesarios, tan incapaces de salvarnos como signos visibles que son de la expresión de gratitud hacia el Amor permanentemente salvífico de Dios y de su Verbo Encarnado.
([1]) Es importante destacar que el cristianismo histórico ortodoxo siempre ha sabido guardar muy acertadamente el necesario equilibrio entre la proximidad de Dios personificada en su Encarnación y su distancia trascendente referida a la hipóstasis del Padre, cuyos designios desconocemos. Baste para ello recordar el texto de Rm 11, 33: “¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!”. Este equilibrio quedó completamente hecho añicos con el advenimiento de la herejía gnóstica, la cuál convirtió a Dios Padre en un ser prácticamente idéntico al de la filosofía propia del medio platonismo, es decir, impenetrable, sombrío, distante y de imposible comunicación. Estas ideas fueron especialmente teologizadas por la escuela gnóstica itálica occidental, hallando en Valentín su más destacado teólogo. No obstante, el mismo Quinto Septimio Florente, más comúnmente conocido como Tertuliano (Cartago, hoy Túnez, c. 160 – c. 220) en su brillante Apología sobre la religión cristiana critica a los decadentes dioses romanos paganos porque sus seguidores los habían humanizado y ello hasta tal extremo que los habían tocado de sus mismos humanos vicios, debilidades e infortunios. Tertuliano es perfectamente consciente de que antedichos dioses se han convertido en una caricatura de lo que antaño significaron y representaron en las mentes de los primeros romanos paganos republicanos. Con su habitual mordacidad, el cartaginés los aloja viviendo en el piso más alto de la “ínsula Felicles”(o “ínsula feliclea”) puesto que allí, y no más lejos, se les puede “encontrar”. Con esta mofa Tertuliano ridiculiza a estos dioses tan poco comparables con la trascendencia del Dios cristiano, creador de los cielos y de la tierra. Las ínsulas eran bloques residenciales donde vivían las clases populares romanas y de provincias con menor poder adquisitivo. A diferencia de las “Domus” que se extendían horizontalmente por influjo griego clásico perteneciendo normalmente a la “gens patriciae”, las “insulae” eran construcciones verticales de dimensiones enormes que podían llegar a tener hasta 500 metros cuadrados edificados hasta en 7 y 8 pisos de altura. De hecho, eran verdaderos “rascacielos” para su época. No era infrecuente que, mediando una mediocre calidad en la construcción por razones especulativas de ahorro en los materiales de edificación, y siendo estos fundamentalmente elementos de madera, las ínsulas se desplomaran o se incendiaran provocando con ello numerosas víctimas. Tertuliano da a entender que estos dioses son tan lamentables y frágiles, que viven una vida humana tan común, que permanecen desconectados de cualquier tipo de trascendencia, razón por la cual pueden ser afectos por un posible incendio o derrumbamiento insular. La ínsula “Felicles” era la más alta de su época y también la más conocida, ubicada próxima al templo de Agripa en Roma contaba muy probablemente con 8 pisos de altura.
([2])