Uno más uno no siempre es igual a dos
No siempre ha gustado a todo el mundo cristiano la Epístola de Santiago. Y es comprensible.
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga - No nos referimos a aquello de que “cada cual tiene sus preferencias” o “sus gustos”, o que el estilo redaccional de esta carta no es, por ejemplo, similar al de San Pablo o al de otros autores sacros destacados. La cuestión es que se trata de un escrito que no halló con facilidad su lugar en el canon del Nuevo Testamento; fue cuestionada su pertenencia a las Sagradas Escrituras por ciertos sectores de la Iglesia antigua[1], que no la veían como una obra realmente cristiana[2], y desde luego, no de la pluma de un apóstol[3], por lo que accedió tarde al conjunto de los veintisiete libros neotestamentarios[4]. Por otro lado, es sabido que el reformador Martín Lutero no le profesaba demasiada simpatía[5], ya que no encontraba en ella la gran doctrina de la justificación por la fe sola (sola fides), sino una justificación por obras (Stg. 2), asunto que ha hecho correr mucha tinta, aunque no siempre con demasiado tino[6]. Y no faltan en nuestros días teólogos y exegetas, especialmente del campo luterano, que, favorables como son a la teoría del canon dentro del canon, la relegan, juntamente con otros libros neotestamentarios que en su momento fueron también discutidos[7], a un discreto segundo rango, como si se tratara de un escrito deuterocanónico[8].
Dicho lo cual, hemos de reconocer que, si bien no es precisamente uno de los escritos mejor redactados[9], de más renombre o de mayor autoridad contenidos en el Nuevo Testamento, no por ello carece de valor o debe ser rechazado. Hemos encontrado en nuestra lectura personal de esta carta una enseñanza, entendemos, de singular trascendencia, y que se halla en su primer capítulo, versículos 12-27, pasaje que no citamos literalmente, dada su amplitud, pero del cual entresacamos una idea fundamental: el autor es consciente de la existencia de dos realidades opuestas que, cuando se encuentran, generan una nueva, no como suma de las anteriores, sino como algo diferente.
A la primera realidad detectada por el redactor de la epístola podemos darle el nombre de la condición humana. No aparecen estas palabras en el texto señalado, desde luego, pero resumen bien su contenido en relación con este asunto[10]. Sin poder tildar exactamente de pesimista al autor de la epístola, hemos de reconocer, no obstante, que su descripción de esa condición del hombre no es precisamente la más halagüeña posible. Conceptos tales como tentación, prueba (v. 12), concupiscencia (v. 14), pecado, muerte (v. 15), ira (v. 20), inmundicia, malicia (v.21), lengua[11] (v. 26), amén de verbos que los acompañan como soportar, resistir (v. 12), ser tentado (v. 13), ser atraído y seducido (v. 14), ser consumado (v. 15), y otros más que no mencionamos por no cansar al amable lector, nos describen un cuadro de constante lucha, de guerra permanente del ser humano consigo mismo y, por ende, con su entorno, vale decir, contra sus semejantes. Todo ello viene a reflejar una situación de debilidad sin fin, de constante necesidad, que es lo que caracteriza a nuestra especie sobre la tierra según el patrón general de las Escrituras[12], de manera que el autor de la epístola bosqueja con su razonamiento una pintura de elevado realismo, en la que los colores dominantes no son precisamente los más alegres. Y al mismo tiempo, desmitifica la condición humana caída al asegurar que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido (v. 14), con lo que exime de culpa a cualquier poder sobrenatural, al mismo Dios (v. 13), y coloca la responsabilidad del mal exclusivamente sobre el propio ser humano[13], que así no puede representar el papel de víctima, sino el de culpable, y no halla subterfugio alguno para escapar de su situación. No es necesario, como en ocasiones se ha apuntado, que el autor haya buceado en las Escrituras del Antiguo Testamento, especialmente en la así llamada literatura sapiencial, o en la filosofía más pesimista del mundo helenístico de su época, para llegar a tales conclusiones. Le basta con haber vivido el día a día, el contacto permanente con quienes le rodeaban, y una profunda introspección sobre sí mismo, para percatarse de la veracidad de cuanto escribe. Y dado que su epístola muestra como destinatarios a las doce tribus que están en la dispersión (Stg. 1:1), cliché del momento para referirse a la Iglesia cristiana esparcida, cuando menos, por la cuenca mediterránea y zonas del Medio Oriente[14], no idealiza la situación de los creyentes como algo diametralmente distinto del resto. Los cristianos comparten la misma condición del conjunto de los seres humanos.
La segunda realidad, en cambio, sí que tiene un nombre propio en el texto de la epístola. El autor la designa como la palabra, mencionada en cuatro ocasiones, en los vv. 18,21,22,23. En todas ellas es la traducción del vocablo griego logos, de tanta importancia en la filosofía antigua y en la teología cristiana posterior[15], y se presenta como una realidad, ahora sí, supraterrenal. No es, por tanto, una palabra cualquiera, un discurso al estilo de los grandes maestros de la Grecia Clásica o los rabinos de Israel, lo que indica el autor de la epístola, sino la palabra de verdad[16](v. 18), un poder que transforma la vida de los seres humanos porque procede de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación (v. 17). Es, frente a la realidad del hombre débil y necesitado, una palabra que genera vida (v. 18), que trae salvación (v. 21) y que requiere, que exige, ser debidamente escuchada y atendida (vv. 22-23). En este caso, el autor de la epístola ha tenido forzosamente que reflexionar sobre lo que las antiguas Escrituras le enseñaban acerca de la Historia de la Salvación. Confrontada a la triste condición humana, esa trágica situación tan bien descrita a lo largo de todo el pasaje, ahora aparece la palabra como una realidad de otro orden, que irrumpe en el devenir histórico humano y penetra como una cuña para marcar un antes y un después. La manifestación de la palabra en la historia y la vida de los hombres supone un punto de inflexión a nivel mundial, sin duda, pero también a nivel muy personal de cada uno. El mundo ya no podrá ser jamás el mismo que había sido antes de que esta palabra hiciera su aparición en escena, ciertamente. Pero tampoco lo seremos los seres humanos, los individuos que componemos nuestra especie, porque la finalidad de esa palabra es una transformación, una refección completa del hombre, para que seamos primicias de sus criaturas (v. 18). En todo el pasaje —como en la mayoría del texto completo de la epístola— no se menciona ni una sola vez el nombre del Señor Jesús. Precisamente, es por esta razón que los detractores de este escrito han acusado a su autor de judaizante, de vehicular una enseñanza muy en consonancia con la sabiduría del antiguo Israel, pero alejada del mensaje redentor de Cristo. No necesitamos llegar a esos extremos. En esa palabra, que el autor entiende, sin duda alguna, como un poder vivo procedente de Dios y que actúa conforme a la voluntad divina para restaurar al ser humano caído (v. 18), podemos muy bien encontrar una alusión a la persona y la obra de Jesús, por quien se lleva a cabo el plan de la redención del hombre. Solo si se comprende en este sentido, alcanza la plenitud de su significado cuanto venimos diciendo hasta aquí. Es la aparición de Jesús de Nazaret en esta tierra en tanto que enviado de Dios lo que supone esa ruptura del devenir histórico humano, esa cuña celestial introducida en nuestro mundo para marcar y orientar un más que necesario cambio de rumbo.
Ya lo habíamos dicho desde el comienzo: dos realidades contrapuestas, que se encuentran, que se ponen en contacto y que, como suele suceder con los polos opuestos, generan una reacción.
La nueva realidad es la que leemos, a guisa de conclusión del pasaje, en el v. 27:
La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo.
Lo que emerge del contacto entre la palabra viva del Dios Viviente encarnada en Jesús y la condición del hombre es, no un híbrido extraño, no una mezcla de ambas, sino eso que el apóstol San Pablo llamará una nueva criatura (2 Co. 5:17), un ser humano diferente y volcado al servicio de los demás, en los que ya no ve sus rivales o sus enemigos, sino sus semejantes, conforme al mandamiento de la ley Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lv. 19:18), y en completa oposición a las filosofías mundanas teñidas de egoísmo. El autor de la epístola de Santiago menciona específicamente a huérfanos y viudas como campo de acción de los verdaderos creyentes, por constituir ambas clases, en el mundo antiguo, los estamentos sociales menos favorecidos, más castigados, más expuestos a la miseria, al abandono y a la explotación. En nuestros días, al menos en los países de la próspera Europa Occidental, parecería que tal imperativo no tuviera razón de ser, ya que los sistemas estatales de seguridad social velan porque huérfanos y viudas no queden desamparados. Pero hoy, en Europa Occidental y en todas partes, como entonces, la irrupción de la palabra, del mensaje de Cristo, sigue generando una clase de personas cuyo ideario ha de ser el servicio a los demás, la solidaridad con los otros seres humanos, especialmente con los que viven situaciones difíciles. Un concepto de la caridad cristiana muy extendido durante siglos nos ha moldeado la mente para que entendamos ese servicio casi en exclusiva como una provisión de medios materiales para la subsistencia diaria; sin negar que aún hoy hay mucha gente que precisa realmente de ello y no es debidamente atendida por los organismos gubernamentales pertinentes, también encontramos en nuestros medios occidentales, y cada vez en mayor profusión, personas especialmente necesitadas de ser escuchadas y tratadas con dignidad. Son muchos los problemas insolubles a que gran cantidad de gente se enfrenta a diario, pero podría sobrellevarlos mejor si contara con alguien que les prestara atención, les diera un abrazo sincero o les manifestara un afecto genuino. De nada sirve la profesión de fe cristiana si los profesos cristianos no sabemos brindar a las personas que nos rodean el servicio que requieren, eso que nuestro texto llama la religión pura y sin mácula. Evidentemente, no todos somos llamados a proclamar el evangelio en tierras de misión, pero sí a mostrar simpatía y humanidad a cuantos nos rodean y precisan de nosotros.
La aritmética divina no funciona igual que la de Euclides: uno más uno no siempre son dos; hay casos muy concretos, como el que presenta Santiago, en que uno más uno es igual a uno, pero distinto de las unidades anteriores.
[1] Cf. Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, III, 25, 3. En este sentido, la Epístola de Santiago viene a integrar el grupo de escritos designados como Antilegómena o de atribución discutida.
[2] Es cierto que su dicción y su estructuración recuerdan más el estilo proverbial judío.
[3] Sobre la autoría de la epístola, véanse los comentarios correspondientes. Por lo general, se han barajado los nombres del apóstol Santiago hijo de Zebedeo, del apóstol Santiago el Menor, y sobre todo el de Santiago el hermano del Señor, siendo esta última atribución la más común en medios cristianos conservadores (cf. Scroggie y Demaray. Manual bíblico homilético. Terrassa (Barcelona): CLIE, 1984, pp. 459-46). No son pocos hoy los exegetas y estudiosos que la atribuyen a un autor anónimo, un maestro cristiano, sin duda, que, como era frecuente en la antigüedad, aprovecharía el nombre de una figura destacada de los círculos apostólicos para mejor vehicular sus propias enseñanzas.
[4] Fue en el siglo IV cuando fue aceptada por el conjunto de la Iglesia universal como escrito canónico neotestamentario, no antes.
[5] La tildó de epístola de paja.
[6] No entramos en el juego apologético forzado de quienes, contra las evidencias del propio texto santiaguino, se empecinan en decir que no hay contradicción alguna entre el pensamiento paulino y el expresado en esta epístola. ¿Tanto cuesta reconocer que en la Iglesia antigua coexistían distintas opiniones sobre algunos asuntos y que, pese a ello, se mantenía una firme unión entre todos los discípulos de Cristo?
[7] Hebreos, 2 Pedro, 2 y 3 Juan, Judas y el Apocalipsis. Algunos añaden a esta lista Efesios, Colosenses, 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo y Tito.
[8] Es decir, de segunda inspiración o de inspiración inferior.
[9] En ocasiones se ha acusado al autor de la epístola de no exponer los temas que trata de manera ordenada. No todo el mundo está de acuerdo con este punto de vista.
[10] No negamos ni ocultamos que nos hemos inspirado en el título de la célebre novela homónima de André Malraux, La Condition Humaine, que vio la luz en 1933.
[11] Tomada en el sentido peyorativo que encontramos más adelante, Stg. 3:1-12.
[12] Cf. Job 7:1-6; 14:1,10; Sal. 8:4; 144:3; Ec. 3:18-19; Is. 2:22; Jer. 17:5; etc. De ahí el llamado pesimismo antropológico que ha caracterizado el pensamiento cristiano occidental, especialmente desde San Agustín.
[13] Contra las mitologías antiguas (y modernas) que ubican la razón del mal en entidades o fuerzas supraterrenas, ajenas a este mundo.
[14] Véase algo similar en 1 P. 1:1.
[15] Tal es la traducción más generalizada en las versiones bíblicas al uso en nuestro idioma. DHH, sin embargo, vierte el término griego por mensaje, lo cual no es una interpretación incorrecta en este contexto, ya que se refiere, evidentemente, al mensaje redentor de Jesús. De alguna manera, la traducción de DHH, en este caso concreto, “cristianiza” un tanto más el texto de Santiago.
[16] Logo tes aletheías en el original.