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La unidad de los cristianos (2), por Miquel-Àngel Tarín i Arisó





Segunda parte


Por: Miquel – Àngel Tarín i Arisó

“Que una idea o creencia deje de ser totalitaria no significa que deje de ser plena. El diálogo con el otro no te quita tu plenitud sino tu pretensión de totalidad. Esto nos hace un poco más humildes y la humildad está más cerca de la verdad que cualquier otra cosa.”


Xavier Melloni i Ribas, S.I.


En la primera parte de nuestro escrito (“La Luz. Pensamiento Anglicano”, febrero de 2023: escritorio anglicano.com) constatábamos como los capítulos 2 y 4 de los “Hechos de los Apóstoles” nos informaban acerca del elevado grado de unidad existente entre la membresía que formaba la comunidad primitiva de Jerusalén. Una unidad a la sazón cimentada en la inminencia de la parusía, y, como resultado de la misma, en la renuncia hacia cualquier tipo de propiedad privada, solamente percibida como elemento adjetivo filantrópico asistencial ordenado al servicio de la comunidad con la finalidad de subvenir las necesidades de los menesterosos.


El mismo Jesús, a través de su extraordinaria oración sacerdotal (Jn 17, 20 – 26), hacía extensiva la unidad como principio de acción absoluta hacia las personas que, pasado el tiempo, habrían de creer, es decir, la totalidad de cristianos de cualquier época que pueblen el mundo. Jesús manifiesta sin ambages en su plegaria la importancia de la unidad de los creyentes, encontrando su sentido en la unidad fontal, fundante, existente entre el Padre y el Hijo. De la previa e irrenunciable unidad de los cristianos dependían dos acontecimientos imprescindibles en el cristianismo consignados por Jesús. El primero, la creencia en su Persona por parte del resto del mundo. El segundo, y no menos importante, la creencia en su propio envío por parte del Padre. Esta circunstancia es repetida hasta tres veces en el texto que nos ocupa. De manera que la unidad de los cristianos se convierte en el sacramento de reconocimiento del amor del Padre no tan solo hacia el Hijo, sino también hacia los que experimentan antedicha unidad:








"No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos”


El libro de los “Hechos de los Apóstoles” relata la acción histórica del Espíritu Santo en la primera comunidad judeocristiana y por ende en el constructo de la futura Iglesia, aunque, dicho sea con más exactitud, su narración se centra en el devenir de las comunidades cristianas palestinas, sirias, asiáticas, macedónicas y griegas.


En el somero análisis que ahora seguirá consideraremos a Lucas como el autor de los “Hechos de los Apóstoles”, formando junto al tercer evangelio una unidad literaria, como quiere actualmente la hipótesis teológica en mucho mayoritaria. En consecuencia, aun conociendo el debate moderno, centrado especialmente en las diferencias existentes entre el último capítulo de Lucas y el primero de los Hechos, su ubicación en el “Codex Sinaiticus” entre las cartas universales y la supuesta datación de los Hechos alrededor de la mitad del segundo siglo de nuestra era, no entra dentro de nuestro propósito discutir los presupuestos expresados por parte de ciertas historiografías teológicas actuales, hoy todavía minoritarias aunque cada vez más pujantes, que no participan de antedicha hipótesis mayoritaria y que suelen considerar a su autor un forzado concordista petro – paulino que escribe “post eventum” desde la realidad de una iglesia en clave paulina ya exitosa considerando a su autor bajo un prisma manipulador de la historia de la incipiente iglesia.


Si la unidad en la primitiva iglesia es ampliamente documentada por san Lucas, no lo son menos los ataques que la unanimidad recibió, y que muy pronto se harían presentes en su seno, en los cruciales momentos en los cuáles la comunidad empieza a crecer de manera significativa. Efectivamente, como muy bien señalara Max Weber - un sociólogo judío aquí profético - todo crecimiento social corporativo, comporta siempre, y todavía más si es excepcional, diferentes disturbios y disrupciones entre sus representantes. Efectivamente, así lo consigna el capítulo 6 de los “Hechos de los Apóstoles” entre sus versos 1 – 6:

“En esos días, como crecía el número de los discípulos, los creyentes griegos se quejaron contra los hebreos, de que sus viudas eran descuidadas en la asistencia diaria. Entonces, los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron: ‘No es bueno que nosotros descuidemos el ministerio de la palabra de Dios, para servir a las mesas. Por tanto, hermanos, elegid de entre vosotros a siete hombres de buen testimonio, llenos del espíritu santo y de sabiduría, a quienes encarguemos este trabajo. Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra’. La propuesta agradó a toda la multitud. Y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y del espíritu santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Parmenas y a Nicolás, prosélito de Antioquía. A estos presentaron ante los apóstoles, quienes orando les impusieron las manos”.


Lucas es magro en detalles. Sin embargo, consigna lo necesario para que nos hagamos una idea sustantiva del problema que afectará la unidad cristiana o, en su lenguaje, de los creyentes. Jean Daniélou, (S.I.), “Études d’exegèse judéo – chrétienne: les testimonia (Théologie historique 5)”, Paris, 1966 y especialmente Bernardino Bagatti, (O. F. M.), Alle origini della Chiesa (Storia e attualità 5), t. I: La comunitá giudeo – cristiana, Città del Vaticano, 1981, explican muy bien que, en época de Jesús, al lado del Gran Sanedrín, que regía bajo tutela romana la ley y la religión judía, existía un pequeño sinedrio corporativo encargado de los asuntos relacionados con el fallecimiento de las personas. Se trataba de un asunto delicado ya que todo el proceso post mortuorio era considerado por los judíos como contaminante. De ahí que ciertas personas se encargaran exclusivamente de manipular los cadáveres de los difuntos para evitar una contaminación mayor. Sin embargo, tales sinedrios no existían como ayuda asistencial en el caso de las viudas, circunstancia que provocaba contra ellas una marginación y una posición social de extrema fragilidad:


“La viuda pierde su posición social y económica, situación tanto más grave si no tiene hijos varones. En la cultura patriarcal era imposible vivir sola, pues la unidad fundante y el espacio base de existencia era la «casa» o familia y, fuera de ella, una mujer quedaba abocada a la prostitución o vagaba sin ayuda por el territorio. En ese contexto se entiende la institución del levirato (Dt. 25:5-10): el hermano o pariente más cercano del marido muerto ha de casarse con la viuda, no solo para asegurar la descendencia del difunto, sino para protegerla a ella (darle casa) (cf. Gn. 38; Rut 4), pero no siempre un pariente cercano, hermano u otro del difunto, estaba dispuesto a continuar y perpetuar el linaje de la familia. Por esta razón, en el AT las viudas figuran entre los más pobres de la sociedad junto a los huérfanos y los extranjeros (Is. 10:2; 47:9). No hay persona más desgraciada que la viuda de la antigüedad (Ex. 22:24; Lam. 5:3). La mujer de los tiempos bíblicos era propiedad del hombre y dependía de este para su sustento. Así, virgen era propiedad de su padre; casada, del marido; y viuda sin hijo adulto, de los herederos de su esposo. La viudez era considerada como una desgracia, un oprobio y una vergüenza, igual que ser estéril (Is. 4:1; 54:4). El papel de la mujer era ser esposa y madre de muchos hijos y ocuparse de las faenas domésticas del hogar. La viudez, pues, representaba pérdida de posición social, marginación y falta de sustento.[1]


No sucedía lo mismo en el caso de las viudas cristianas pertenecientes a la primitiva comunidad de Jerusalén. En efecto, ya que la renuncia a la propiedad privada y la tenencia comunitaria de los bienes permitía que, a través del fondo común reseñado por el libro de los Hechos de los Apóstoles (6, 1; 2, 44 – 45; 4, 32 – 5, 11), las viudas vieran cubiertas sus necesidades, y ello de manera diaria.


Ahora, tras la lectura de Hech 6 y después de nuestra posterior explicación acerca del estado social de las viudas en Israel y en la comunidad cristiana primitiva de Jerusalén en particular, estamos en mejor situación para comprender el problema que sacudirá fuertemente la unidad de la iglesia. Hech 6 describe por primera vez en el contexto del Nuevo Testamento la existencia de dos facciones que, todo y compartir idéntica fe, y conviviendo ambas en el seno mismo de la primitiva Iglesia, piensan diferente: los helenistas o creyentes griegos y los hebreos o creyentes judíos. Nótese que los siete diáconos citados en el texto lucano llevan todos nombres de origen griego: Esteban (laureado, coronado), Felipe (amante de los caballos), Prócoro (presidente del coro, el que progresa), Nicanor (victorioso, vencedor), Timón (valioso, digno, honrado), Parmenas (constante, fiel) y Nicolás (el que conduce al pueblo a la victoria). Muy probablemente los diáconos, es decir personas dedicadas en la comunidad al servicio de los predicadores apostólicos, no fueran tales, sino más bien predicadores evangélicos ellos mismos de igual rango que los anteriores, residentes en Jerusalén o quizás itinerantes. Baste esta mención, pues no es para nada nuestro propósito entrar ahora en una discusión que se aleja en demasía de la temática abordada.


Una categoría social, los creyentes griegos, se encuentra desfavorecida e injustamente tratada en orden a la inatención que reciben sus viudas ¿Dónde queda entonces la unidad de la Iglesia que tantas veces hemos destacado?... Está en serio peligro, tendente incluso a su desaparición. Recordemos brevemente que en esta época existían dos grandes corrientes internas en el seno del cristianismo judío antiguo: los helenistas o creyentes cristianos de origen griego y los creyentes cristianos de origen judío. Los judeocristianos habían permanecido a su modo de ver fieles al tenor la Palabra de Dios. Concretamente al servicio que todavía se desarrollaba respecto a ésta en el Templo de Jerusalén. Eran conocidos con el nombre de “hebreos” porque para dichos cristianos la palabra hebraica de los profetas, cuyo epicentro era la Torá, era su principal texto referencial.

Pero tales cristianos no eran los únicos ... no poseían el cristianismo en exclusividad pues a su lado existían “los otros”: los cristianos judíos helenistas o griegos. Se trataba de unos judíos que desde la época en que Alejandro el Grande, en el tercer siglo antes de Jesucristo, conquistara no solamente Palestina sino también todo el resto de la cuenca del mediterráneo y del próximo oriente hasta la actual India, se habían interesado progresivamente en los esquemas propios de la cultura griega, en el helenismo y en todo lo que su filosofía, sus artes y su sabiduría implicaban. En consecuencia, estaban interesados en todo lo que esta gran civilización había aportado y estaba todavía aportando a la humanidad. Por lo tanto, algunos de los hijos de Israel creían que debían aprender muchas cosas de la tan brillante civilización helena. Seguramente YHWH la había levantado porque deseaba hablar también a través de ella … De hecho – decían - no debemos olvidar que Dios no es un ser mudo. Habla en cada época y deberíamos saber actualizar y vehicular el mensaje bíblico universal que se nos ha legado a través de nuestras categorías epocales.


Ante tales razonamientos, el otro grupo de cristianos judíos respondía negativamente, señalando que los judíos eran los herederos de las promesas divinas en exclusividad. No tenía ningún sentido relacionarse con las culturas greco-paganas. Querer vehicular el cristianismo con los elementos propios de una cultura tan seductora y poderosa como era la helenística, significaba caminar por un sendero resbaladizo, peligroso, más todavía, pernicioso. Acomodarse a la cultura griega equivaldría a traicionar la voluntad salvífica de Dios manifestada indiscutiblemente en el resto elegido de Israel. Ello conduciría a perder el depósito de la identidad judía. Por lo tanto, el mejor comportamiento moral se evidenciaba en no comprometerse con ciertas ideas extrañas que desembocarían irremediablemente en el alejamiento de la Palabra de Dios ofrecida por éste únicamente a su pueblo, Israel. Ni que decir tienen que existían también estas dos tendencias anteriormente mencionadas entre la población no cristiana del pueblo judío. Por ello no es de extrañar que encontremos también representadas ambas orientaciones entre los componentes de la primitiva iglesia de Jerusalén.


Si trasladamos esta problemática a la pastoral de nuestros días en el contexto de las diferentes comunidades cristianas, y salvando evidentemente muchas distancias, probablemente podríamos hablar de cristianos conservadores y de cristianos liberales, o de cristianos reformistas y de cristianos no reformistas, o de cristianos aperturistas y de cristianos no aperturistas, o todavía de derechas y de izquierdas teológicas y culturales. Atención: pero nunca de buenos y de malos cristianos.


El libro de los Hechos consigna simplemente la existencia de ciertos cristianos originarios de la religión y de la comunidad judía jerosolimitana que estaban fuertemente unidos a las concepciones bíblicas de carácter tradicionalista y literal así como también al Templo y al sistema de sacrificios convencional. Y a su lado, otra categoría de cristianos que, siendo también judíos de extracción israelítica, eran no obstante partidarios de un sistema de pensamiento mucho más abierto, más liberal, menos literalista, más tolerante con la reflexión filosófica y con la tradición teológica especulativa. Ya hemos señalado anteriormente que no es por casualidad que todos ellos, en nuestro texto de los Hechos, posean nombres de origen netamente griego. Hoy diríamos que mientras unos tienen tendencias conservadoras, los otros poseen tendencias liberales.

En realidad, el problema no reside tanto en la teología como en la percepción mutua: unos ven a los otros molestos y peligrosos. Personas extremadamente liberales, altamente recalcitrantes, desvergonzadas y peligrosas porque diluyen el dogma, las tradiciones y la ley de Israel en aras de una falsa libertad e intelectualidad incompatibles con la verdadera religión del pueblo de la promesa.

Los otros perciben a los unos como místicos, literalistas e inmovilistas, personas rozando la xenofobia que no desean percatarse de que es menester inculturar la Biblia viva en cada época, que la historia y las costumbres cambian, y que merced a su intolerancia no permiten que la Iglesia avance al ritmo que impone la lógica, los tiempos y la sociedad más avanzada.

Esta fricción, esta tensión tan grande, esta polémica de perspectivas ES en realidad la Iglesia primitiva. Y el germen de la desunión lo encontramos en realidad históricamente presente en el seno de la primera comunidad cristiana existente como una realidad que interpela permanentemente hacia nuestros días.

Entonces … ¿dónde está, que ha sucedido con esa unidad en la Iglesia en el nombre del Señor narrada en los textos de los “Hechos de los Apóstoles” que hemos leído? … ¿Fue la Iglesia capaz o no lo fue de superar, de sobrepasar las diferencias dogmáticas, de apreciación, de doctrina, de ideología, sociales, amistosas, de convivencia entre los diferentes creyentes que la componían?

Hay que recordarlo una vez más: la unidad entre los cristianos en el interior de la Iglesia es un objetivo necesario que debe ser alcanzado de querer presentar el evangelio de Cristo sin escándalo al mundo. Recordemos en consecuencia la oración sacerdotal de Jesús en Jn 17 que anteriormente reproducíamos.

Todos estamos “marcados”, orientados por la educación y por la experiencia religiosa que desde la infancia hemos recibido. Tenemos y mantenemos nuestras ideas y concepciones y nos es sumamente difícil y complejo admitir, tolerar y especialmente amar a los que piensan y a los que opinan de otra forma. Ello es especialmente evidente en un asunto tan personal e íntimo como la religión.

¿Cómo se resolvió en la primitiva Iglesia esta primera gran crisis de unidad que tan lejos habría de llegar pues incluso provocó el desmembramiento de una buena parte de la Iglesia primitiva? ... Lo hemos leído anteriormente (Hech 6, 1- 6): los apóstoles convocaron una Asamblea cuyo resultado fue que ciertas personas – hemos destacado sus nombres – denominadas diáconos, de tendencia helenística, se ocuparan del problema concreto que atacaba la unidad de la Iglesia: la atención por igual a las viudas de los cristianos de cualquier extracción social. El libro de los “Hechos de los Apóstoles” nos informa ampliamente de como estas personas se ocuparon activamente del problema asistencial respecto de las viudas desfavorecidas. Mas estas personas de extracción helena no se detuvieron solamente ahí ... sino que predicaron el evangelio a las naciones circunvecinas, lo que demuestra que el problema asistencial hacia las viudas era en realidad uno entre otros problemas – seguramente teológicos – que azuzaban la primera comunidad cristiana y de los cuales Lucas no desea traer a colación.

El versículo 7 del capítulo 6 de los Hechos indica claramente como la resolución de la crisis favoreció positivamente la causa de Dios:

“La palabra del Señor crecía y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”


Como resultado la Iglesia creció y el problema que amenazaba con su ruptura desapareció. Por ello no debiera asustarnos la diferencia de criterio ni el pluralismo ecuménico cristiano, pues la Biblia nos lo presenta no como un problema, sino más bien como una solución. Es bueno e incluso necesario que en la Iglesia exista diversidad dentro de la unidad. Unidad y pluralidad al mismo tiempo. Lo diferente no es malo por definición, sino más bien enriquecedor y generador de completud. No debe temerse a lo diferente cuando se profesa al mismo Maestro, Jesucristo, sino aceptarlo como una manera de enriquecimiento espiritual. Por lo tanto, es necesario que en la Iglesia existan hombres y mujeres, grandes y pequeños, ricos y pobres, instruidos e iletrados, blancos y negros, conservadores y progresistas, legalistas y liberales, católicos y protestantes ... Puesto que el Espíritu del Señor adorado es el mismo, una realidad personal que puede habitar tanto a los unos como a los otros. Es precisamente el Espíritu Santo el que guía a unos tanto como a los otros, el que dirige y el que mantiene y restaura el logro imprescindible de la unidad en la Iglesia y entre los diferentes cristianos que la pueblan, condición necesaria para la predicación del Evangelio y del envío de Jesús por el Padre.


Los Hechos nos relatan efectivamente una primera crisis en el seno de la Iglesia de los orígenes. Empero esa primera crisis se prolongó y se agravó enormemente al expandirse. La base del problema condicionaba su propio engrandecimiento: ¿Cómo podría la primitiva Iglesia naciente desarrollarse manteniendo en su base ideológica tamaños perjuicios hacia todo lo que sea diferente, pagano o incircunciso? ... En realidad, en los capítulos sucesivos, todo el libro de los “Hechos de los Apóstoles” testimonia acerca de la manera en la que el Espíritu de Dios empujó – casi podríamos decir “forzó” ... a la Iglesia primitiva hacia la apertura, dirigiéndola a la aceptación amorosa del otro diferente. La condujo el Espíritu hacia la aceptación de nuevas y diferentes personas haciendo que entre ellas reinara la unidad de fe en Cristo, adoptara esta la forma que adoptara.

Veamos algunos ejemplos. Cuando Felipe, recordemos uno de entre los siete diáconos helenistas mencionados en Hech 6, 5, llegará a Samaria tras la persecución que se desencadenó después del martirio de otro griego: Esteban, no dudará ni un ápice en bautizar personas samaritanas. Es decir, enemigos declarados e irreconciliables del pueblo judío. Y cuando en Hech 8, 14 se nos dice que:


“Los apóstoles que estaban en Jerusalén, oyeron que Samaria había recibido la Palabra de Dios, y les enviaron a Pedro y a Juan”


Comprendemos que incluso los mismos apóstoles de Jesús de Nazaret dudarán realmente que samaritano alguno pueda haber podido abrazar el cristianismo. Los prejuicios históricos llegarán tan lejos que el mismo avance de la misión se verá detenido hasta la visita de los “supervisores” Pedro y Juan, quienes no pudieron más que confirmar la conversión de los cristianos samaritanos aceptando que, aunque samaritanos y por mucho odio que entre éstos y los judíos existiese, ellos también habían sido aceptados y bendecidos por Dios gozando en consecuencia del derecho y bendición de abrazar la fe cristiana:

Hech 8, 15 – 16:


“Estos llegaron y oraron por ellos, para que recibiesen el Espíritu Santo. Porque aun no había descendido sobre ninguno de ellos. Sólo habían sido bautizados en el nombre de Jesús”


Es el mismo Espíritu del Señor de ayer, de hoy y de siempre quien demuestra y exige que puede y que debe existir unidad entre los cristianos de cualquier condición, confesión e ideología en el seno de las iglesias. Que debe haber, en el caso de los Hechos, unidad entre los cristianos de origen judío, fueran helenistas o hebreos, ya que ambos odiaban a muerte a los samaritanos, y los propios samaritanos que también habían aceptado a Cristo. Evidentemente ello no fue de aceptación sencilla para ninguno de estos grupos abiertamente enfrentados. Sin embargo, el Espíritu forjó la unidad ayer tanto como la exige hoy. De manera que la conversión de los samaritanos debió ser finalmente aceptada como una bendición para la Iglesia cristiana ya que se trataba de la voluntad del Señor, voluntad ante la cual no existen diferencias entre los seres humanos no existiendo más que hijos y hermanos con idéntica igualdad ante la Gracia. Por ello vemos a san Pedro y a san Juan aceptar sin reservas antedichas conversiones. Más todavía, se convirtieron en pastoreadores de sus anteriormente enemigos: Hech 8, 25:


“Y ellos, habiendo testificado y hablado la palabra de Dios, volvieron a Jerusalén. Y anunciaron el Evangelio en muchos pueblos samaritanos”.


¿No se trata de un ejemplo universal hacia la Iglesia de todos los tiempos acerca de aceptación agápica del diferente y de unidad entre todos ante Dios ...

En el capítulo siguiente del libro de los Hechos, el mismo protagonista, Felipe, será conducido por el Espíritu hacia un personaje tan particular como reputado: un eunuco extranjero. De otro modo dicho, un hombre que, por la circunstancia de su emasculación, y en base a los preceptos legales de Israel, no podía bajo ningún concepto ser acepto como prosélito entre el pueblo elegido. Y cuando este eunuco recibe el evangelio de Jesucristo de los labios del helenista Felipe, una cuestión le angustia y le amenaza: Hech 8, 36:


“Mientras seguían su camino, llegaron a un lugar dónde había agua, y el eunuco dijo: - ‘Aquí hay agua, ¿qué impide que yo sea bautizado?”


El eunuco no era un personaje cualquiera. Era un etíope, un importante funcionario de Candace, la reina de los etíopes: “el cual estaba sobre todos sus tesoros, y había venido a Jerusalén para adorar” (v. 27)

Sabía perfectamente que su situación de mutilado le había impedido abrazar la fe de Israel, a cuyo Dios buscaba y había aceptado. Tanto lo amaba que incluso se había trasladado desde Etiopía a Jerusalén para adorarlo. Y ahora se hallaba camino de vuelta, decepcionado de su peregrinaje a la ciudad santa leyendo el libro del profeta Isaías. Podemos imaginar la situación de este hombre, triste y decepcionado porque el pueblo hebreo no lo había querido aceptar en el seno de su religión. Extranjero, pagano, incircunciso, contaminado, eunuco ... Demasiados prejuicios para un pueblo tan selectivo y engreído que se creía en la plena y exclusiva posesión de la verdad y hasta propietario del mismo Dios ... Ahora vemos a este eunuco de nuevo angustiado al interrogarse: “¿Acaso seré de nuevo rechazado por esta comunidad cristiana? ¿Existirá otra vez algún impedimento para que no pueda obtener el bautismo?” ... Y Felipe, otro diferente, un griego, guiado por el mismo Espíritu Santo recientemente silenciado y contristado por el pueblo de la promesa, comprenderá que este eunuco, por su fe sola en Jesucristo, y muy a pesar de sus numerosas diferencias, es también un ser perfectamente admisible en el seno de la comunidad cristiana, porque Cristo, otro diferente judío considerado por los prohombres judíos como blasfemo, también murió para rescatarlo. Y es así como este eunuco será finalmente bautizado por Felipe el helenista. De este modo y gracias a las diferencias la Iglesia se enriqueció, así como continúa enriqueciéndose de almas en nuestros días.


El gran “apóstol de los gentiles” no constituye tampoco excepción. Saulo era por aquel entonces algo así como el “enemigo público número uno del cristianismo naciente”. Un empecinado perseguidor de cristianos. Quien aprobara abiertamente y participara sin vacilación en el asesinato del protomártir Esteban. Saulo se convertirá finalmente en cristiano, como es de sobras conocido. No obstante, de ello no se colige que las puertas de la Iglesia se abrieran de forma automática y sencilla para él: Hech 9, 26:


“Cuando Saulo llegó a Jerusalén, trató de juntarse con los discípulos. Pero todos le tenían miedo y no creían que fuera discípulo”


Y es que no es en ocasiones nada sencillo “abrir” la Iglesia. Es ciertamente complicado abrir la comunidad al diferente y al sospechoso. Es un acto humano el no hacerlo que precisa de otro acto superior y sobrehumano para ser rectificado pues, en definitiva, no es tarea sencilla fabricar la unidad. Es Dios mismo quien la pergeña. Siempre valiéndose de otras personas experimentadas que lo conocen y que se constituyen en sus mediaciones. Por ello no es sino por la Gracia de Dios que existen actualmente personas como san Bernabé en la época paulina. Un hombre con una visión de futuro divinizada. Con una decidida creencia en la aceptación del diferente y en la unidad de los santos. Gracias a este santo y a su intervención fraterna, Saulo fue integrado en la joven comunidad cristiana para llegar a ser el misionero que fue y para catapultar a la Iglesia hacia prácticamente su universalidad. Sin embargo, ello no hubiera ocurrido nunca de no aceptar el riego que nos impusieron las diferencias que nos dividían ayer y que nos acechan todavía hoy. Con valentía y decisión, así es como Dios actuó a través del “diferente” Pablo.






Todavía en el capítulo siguiente de este rico libro de los “Hechos de los Apóstoles” se nos narra una historia extraordinaria: la de “Cornelius” (el hombre del cuerno, el indemne en batalla). Un centurión romano. Un militar profesional. Es cierto que el pueblo de Israel lo consideraba un hombre generoso. Sus limosnas no eran desconocidas para los judíos y su generosidad era circunstancia manifiesta. Sin embargo, Cornelio jamás será aceptado en la religión judía por ser incircunciso. ¿Cómo un hebreo, un elegido de Dios, iba a compartir la verdadera fraternidad con una persona manchada por su incircuncisión? ... Poco importaba que se tratase de una persona piadosa y generosa, poco importaba que fuese una persona franca y buena. Lo decisivo aquí es que, una vez más, se trataba de un diferente. Sin embargo, “el hombre del cuerno”, Cornelio, ¿Podrá ser acepto en el seno del cristianismo? ¿Podrá tener parte en la unidad de los creyentes en el Señor Jesucristo? ... Ciertamente el asunto no fue fácil. Pedro, el corifeo de los apóstoles, un judío de “pura cepa”, deberá ser previamente zarandeado e impresionado decididamente por el Espíritu, quien lo convencerá y le revelará mediante un sueño que, en aras de la expansión de la Iglesia y el logro de su unidad, había que aceptar dicha unidad eclesial aceptando en su seno a los gentiles: Hech 10, 9- 16:


Al día siguiente, a eso del mediodía, yendo ellos de camino cerca de Jope, Pedro subió a orar a la azotea de la casa. Tenía hambre y deseaba comer alguna cosa, pero mientras le preparaban la comida, tuvo una visión. Vio que el cielo se abría y que bajaba a la tierra algo semejante a un gran lienzo atado por sus cuatro puntas. En el lienzo había toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves. Oyó una voz que le decía: ‘Levántate, Pedro; Mata y come’. Pedro contestó: ‘No, Señor, yo nunca he comido nada profano ni impuro. La voz le habló de nuevo diciendo: ‘Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano. Esto sucedió tres veces, y luego volvió a subir al cielo”.


De nuevo tuvo que ser el mismo Espíritu del Señor quien descendiera hasta el mismo Cornelio y los suyos para que ese gran pertinaz de Pedro estuviera presto a aceptarlo en la comunidad cristiana. Ella enriqueció su unidad de nuevo a través de la diferencia, una persona fundamental a partir de cuya experiencia san Pedro comprenderá la necesidad de apertura que la Iglesia debía experimentar para crecer hacia toda la gentilidad asentándose en la unidad. El capítulo 11 de los “Hechos de los Apóstoles” narra la vuelta de san Pedro a Jerusalén tras esta experiencia: verso 4:


Los apóstoles y los hermanos que estaban en Judea, oyeron que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios. Así, cuando Pedro subió a Jerusalén, los que eran de la circuncisión lo reprocharon. ‘¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos’? Entonces Pedro empezó a contarles por orden lo que había sucedido”.


Estos legalistas interrogan a Pedro, se rasgan las vestiduras y se levantan contra el mismo Dios al que adoran. Nos los imaginamos diciendo: “¡Qué catástrofe! ... ¿Cómo podemos admitir en una iglesia cristiana, pura e inmaculada a esta gente tan diferente a nosotros, los piadosos, a esos personajes incircuncisos a os cuales Dios no dio promesa alguna y que comen alimentos impuros contaminándonos así a nosotros, los elegidos? ...





[Arzobispo Crannmer ]


Hoy diríamos tal vez: ¿cómo podemos admitir en la Iglesia, ni siquiera conceder el nombre de cristianos, a estos idólatras católicos veneradores de María, o cómo podemos admitir en una Iglesia cristiana a estos idólatras que tienen en mayor estima a la Biblia que a Dios? … Sin saber tal vez que tanto los unos como los otros yerran en sus afirmaciones ... El camino de la desunión radica destacar y en no aceptar la diferencia, aunque en muchas ocasiones ella sea en realidad falsa. Menoscabar la unidad implica ejercer violencia contra Dios.


La iglesia cristiana primitiva, que gustamos considerar siempre como ejemplo idílico de unidad, debió conquistarla a través de apreciar lo común, lo que nos une, que es mucho, y despreciar lo que nos separa, que es poco e insignificante siendo todos hijos de Dios y hermanos de Cristo. Históricamente nunca fue fácil gozar de los beneficios de la unidad, porque el ser humano es orgulloso y pertinaz en su verdad.





Quizás fuera mejor destacar que no fueron los hombres, sino el mismo Dios quien conquistara para sus hijos e hijas y para su Iglesia dicha unidad. Mayoritariamente muy a pesar de los cristianos que la componen. Cristianos obstinados que con sus prejuicios, concepciones estrictas, exclusivas y excluyentes, demostramos nuestra falta de tolerancia e impedimos tanto ayer como hoy, la realización del proyecto de unidad consignado en la oración de Jesucristo al Padre. La unidad de los cristianos no es una opción, es una necesidad y una orden de Cristo.

Cuando el apóstol Pedro explicará a los hebreos (a partir del versículo 5 del capítulo 11 de los Actos) la mano de Dios en todo este asunto, los hebreos se calmarán y finalmente glorificarán al Señor:


"Así, si Dios les concedió a ellos el mismo don que a nosotros cuando creímos en el señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios? al oír esto, se calmaron y glorificaron a Dios, diciendo: ‘ ¡De manera que también a los gentiles Dios ha dado el arrepentimiento que lleva a la vida ! "


¿Puede existir mayor ejemplo de reflexión, de humildad, de buen tino y de espíritu cristiano, válido para todos los cristianos de cualquier generación ...

¿Diremos coma Pedro y como los hermanos:


"Yo no soy nadie para impedir la acción de Dios en el logro de la unidad?"


¿Comprenderemos inspirados por el Espíritu que no debemos ser obstáculos de la unidad de la Iglesia; Nos percataremos alguna vez de que la Iglesia no pertenece a los helenistas, no pertenece a los hebreos, no pertenece a los circuncisos, no pertenece a los incircuncisos, no pertenece a nadie en exclusividad sino que pertenece únicamente a Dios nuestro Señor; Le permitiremos finalmente patentizar su voluntad en aras de la unidad de la Iglesia, de la unidad de los cristianos … O restaremos todavía durante mucho tiempo contristando al Espíritu, en pugna contra el Eterno y en abierta provocación hacia el cielo luchando los unos contra los otros de múltiples maneras impidiendo esta anhelada por Dios unidad? ...





No debemos confundirnos. No se trata de convertir a nadie: los evangélicos son gentes ya convertidas a Cristo. Los católicos son gentes ya convertida a Cristo. Los anglicanos son gentes ya convertidas a Cristo. Los ortodoxos son gentes ya convertidas a Cristo. Los coptos son gentes ya convertidas a Cristo ... No se trata por tanto de atraer a nadie hacia ninguna parte, sino de ser atraídos todos juntos y unidos caminando hacia el común Maestro Jesucristo y hacia nuestro común Evangelio, el Evangelio de Jesucristo que es nuestro patrimonio común, algo ni exclusivo ni excluyente ni propiedad de los unos ni de los otros ...


Interroguémonos sinceramente a la luz del Espíritu Santo que nos es común: ¿Está éste con nosotros? ¿Reina realmente entre nosotros la verdadera unidad deseada por Cristo en su oración al Padre? ¿Existen o no existen barreras limitantes, muros ideológicos o prejuicios de cualquier otro tipo que nos separan y que nos impiden finalmente amarnos y unirnos en Cristo los unos con los otros? …


Creo humildemente que esos muros existen. Que existen en nuestros corazones. Que existen en nuestras mentes. Que existen en nuestros prejuicios y que nos alejan de Cristo al incumplir su voluntad. Mas si la comunidad de Jerusalén fue propuesta como un ejemplo de unidad cristiana por el Evangelio, y ello a pesar de todos los problemas que hemos señalado anteriormente: ¿Por qué hoy todas las iglesias universales no podrían ser destacadas al mismo título?


La vía de considerar al diferente como prójimo, alguien absolutamente igual en todo respecto a quien lo contempla en y para el amor Cristo, fue el instrumento poderoso que permitió a la Iglesia primitiva romper definitivamente con el problema de la entrada de personas diferentes en su seno. Esta plena comprensión de no tratar el problema de la diferencia desde la óptica de los buenos ni de los malos, sino únicamente de cristianos que (por el hecho de serlo) deben amarse por muy diferentemente que piensen. No existen aventajados ni creyentes más dignos que otros, ni privilegiados ni exclusivismos …




El camino emprendido por la Iglesia primitiva es exactamente el mismo que debemos retomar hoy, considerando que el beneficio de la Gracia de Cristo nos iguala a todos los que creemos en su nombre. El don de su Espíritu nos une, y si vivimos separados es porque nos orienta otro espíritu que no es precisamente el de Cristo: el que tenga oídos para oír que oiga ...


Efesios 2, 11-14:


“Por tanto, acordaos que en otro tiempo vosotros los gentiles en la carne érais llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión, hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio de enemistad.”


Per semper vivit in Christo Iesu

Miquel – Àngel Tarín i Arisó



 

[1] “Viuda”. Alfonso Ropero Berzosa. “Gran Diccionario Enciclopédico de la Biblia”. Apple Books. Viladecavalls, Barcelona: Clie, 3a. Edición, 2014.

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