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La Didaché (I)

Por

Miquel - Àngel Tarín I Arisó



Bajo el doble apelativo de Doctrina de los doce apóstoles y Doctrina del Señor (dada) a las naciones por medio de los doce apóstoles ([1]),el texto de la Didaché, subdividido en cinco partes que contienen a su vez un total de 16 capítulos, fue descubierto en el año 1873 por F. Bryennios, a la sazón metropolitano de Nicomedia ([2]) quien la publicó por vez primera diez años más tarde ([3]).




Bajo forma manuscrita, el texto se encontraba en la biblioteca del Hospicio del Santo Sepulcro, perteneciente al Patriarcado Griego, en la ciudad de Jerusalén ([4]), lugar en el cual reposaba tranquilamente, en la quietud del anonimato, durante más de ochocientos años.


Aludido manuscrito estaba firmado, fechado y terminado por un tal León, notario ([5]), el martes 11 de junio del año 1056.


Si según el catálogo de anterior biblioteca el manuscrito debía contener una sinopsis del Antiguo y del Nuevo Testamento atribuida a san Juan Crisóstomo, en realidad consignaba documentos tan importantes como la Epístola del Pseudo – Bernabé, la Carta de Clemente de Roma a los Corintios, la recensión larga de las Cartas de Ignacio antioqueno y – especialmente importante por su novedad – el texto de la Didaché ([6]).

Bajo el nombre de Hierosolymitanus 54 (h), el manuscrito fue depositado en la Biblioteca del Patriarcado Griego ([7]) en Jerusalén a principios del año 1887 ([8]) lugar en el cual permanece actualmente.


Hay que reconocer sin embargo que ciertos estudiosos, entre los cuales el más insigne y representativo el británico J. A. Robinson ([9]), sostuvieron que la Didaché no era más que una pura ficción literaria arcaizante y de carácter eminentemente tardío que dependía de la Epístola a Bernabé y también del Pastor de Hermás.


Sin embargo, el golpe de gracia propiciado a la escuela anglosajona que zanjó definitivamente la cuestión de la pseudoepigrafía de la Didaché fue sin duda el trabajo del Padre J. –P. Audet, en el año 1958, hasta hoy principal editor del texto que nos ocupa y que ya hemos citado y continuaremos citando a lo largo de nuestro estudio.


La importancia del Codex Hierosolymitanus es enorme, y así ha sido reconocido por la prácticamente totalidad de la comunidad patrística.


En efecto, ello no solamente debido a la calidad inherente del propio texto ([10]), sino también al hecho de ser el único texto integral de tradición directa hasta la fecha conocido.


A. De Halleux calificó a la Didaché como el primer catecismo cristiano ([11]), y ello con toda la razón pues nos hallamos sin duda ante el manual catequético, litúrgico y disciplinario más antiguo que el cristianismo conoce.


Hay que señalar que la Didaché no es en absoluto una obra homogénea ([12]), sino más bien una especie de florilegio, una obra muy compleja, en ciertas ocasiones altamente desconcertante ([13]), que no posee una verdadera unidad literaria ([14]).


A pesar de ello, su texto consigue aglutinar con éxito ricas y diferentes tradiciones del mundo judeocristiano antiguo ([15]) preciosos e irrepetibles datos acerca de un cristianismo todavía desconocido: el de las comunidades cristianas primitivas de origen no paulino.


La Didaché describe una comunidad en la cual los ministerios carismáticos normalmente ligados a la itinerancia, es decir, las figuras de los apóstoles, profetas y doctores o maestros, son mucho más valorizados y apreciados que los representantes elegidos y ordenados por la propia comunidad, a saber: obispos (presbíteros) y diáconos ([16]).

Didaché considera todavía, y ello nos da una idea de su antigüedad, que el verdadero apóstol, el ministro de más viso, es el profeta carismático itinerante.


La razón de ello se halla en que mientras los denominados ministerios fijos o estáticos fundamentan su autoridad en una elección de carácter humano, no sucede sin embargo lo mismo con los ministerios carismáticos, los cuales basan antedicha autoridad directamente en un acto soberano de Dios, quien les concede según su voluntad y discreción un don especial para el ejercicio de su carisma.


Ante este estado de cosas, y dado el progresivo abuso y corrupción experimentado en los ministerios carismáticos itinerantes, el didaquista o compilador final exige el respeto y la consideración de la comunidad hacia los ministerios más débiles, es decir los ministerios fijos, representados por las figuras de los obispos (presbíteros) y diáconos respectivamente.


Es cierto que el didaquista no explicita nada sobre antedicha corrupción, pero no lo es menos que la entrevé consignando la tradición que reza que el profeta itinerante – verdadero apóstol – solamente tiene derecho a permanecer en la comunidad que visita un máximo de dos días, durante los cuales goza abiertamente del derecho consuetudinario al sustento alimentario (XI, 3-6). No obstante, de quedarse solamente un día más en la comunidad visitada, se le consideraría como un falso profeta.


Todos estos rasgos aunados nos muestran, como ya señalábamos anteriormente, que nos encontramos ante un texto que describe una comunidad muy antigua, sin duda inmersa en pleno período apostólico ([17]), que no conoce todavía el itinerario histórico que propone el asentamiento definitivo de los carismas estáticos.


Sobre este particular, son muy esclarecedoras las palabras de F. Mourret ([18]):


“En conclusión, si se considera en su conjunto esta jerarquía eclesiástica de la segunda mitad del siglo I, que nos describe la Doctrina de los Doce Apóstoles, se nos presenta, como casi siempre, en movimiento. El apóstol, el profeta, el maestro, en una palabra, el ministro itinerante, ocupa la escena con más frecuencia que el clero sedentario, a quien, sin embargo, incumbe el cargo de vigilarle e inspeccionarle. El misionero es de más viso que el sacerdote [presbítero] y que el obispo. En torno al misionero se agolpan las multitudes; a él van las ofrendas del pueblo; el profeta interviene más de una vez en el servicio divino. Mas a medida que las iglesias particulares se organizan de manera más estable, la autoridad del obispo emerge con más relieve. Pronto habrá absorbido el obispo en su función pastoral todas las del apóstol, profeta y maestro. En el siglo II, éstas desaparecen de la jerarquía, donde no habrán ocupado sino un puesto transitorio”.


André Tuilier propone muy acertadamente el valor específico del escrito que estudiamos ([19]):


1. Incluye la doctrina judía de las dos vías ([20]) mezclada con ciertos extractos de los “logia” de Jesús con la finalidad de sustituir sus lagunas teológicas introduciendo a la par los principios cristianos pertinentes.


2. La importancia de la Didaché era tal y tan grande en el seno del primitivo cristianismo que se situaba en la misma base de la vida religiosa, moral y litúrgica de la gran mayoría de comunidades cristianas.


3. Demuestra que la instalación de la jerarquía local en sustitución de la carismática no se produce bajo ningún concepto de una manera ex abrupta, sino más bien muy progresiva y no uniforme en el seno del cristianismo organizado.