El Cristianismo ante otras ofertas de salvación (IV), por Miquel -Àngel Tarín i Arisó
“Obedezcamos por tanto a su grandiosa y gloriosa voluntad. Suplicando su misericordia y su bondad, postrémonos y dirijámonos a su piedad, abandonando la vanidad, la discordia y los celos que conducen a la muerte”
(San Clemente Romano, “Epístola a los Corintios” IX, I)
“Podemos observar que Dios omnipotente es manso y misericordioso, hace resplandecer el sol sobre justos e injustos, y manda la lluvia sobre santos y malvados”
(San Justino Mártir, “Diálogo con Trifón”, XCVI)
Si algo ha demostrado hasta aquí nuestro recorrido patrístico[1] es el hecho de no haber hallado todavía rastro
alguno, en el decurso de la temprana patrología, de la instauración del paradigma teológico exclusivista que rastreamos en la historia de la teología y que camina junto al conocido aforismo “extra ecclesiam nulla salus” (fuera de la iglesia no hay salvación).
Sin embargo, pronto, muy pronto, habremos de hallarlo. Primero en oriente, de la mano del gran Orígenes de Alejandría. Y, algo más tarde, en la teología occidental, aunque africana, de la mano del obispo Cipriano cartaginense.
Que nadie se sorprenda: ya advertimos en nuestra primera entrega que Roma aquí ni quiso ni pudo tampoco, dada la mediocridad de su escuela teológica - si exceptuamos naturalmente a Hipólito y al hecho de que la Iglesia de la ciudad eterna estaba plenamente enfrascada por aquel entonces en obras sociales y pías - dirimir absolutamente nada sobre el particular. El obispo de Roma no poseía todavía ninguna “iurisdictio” ni “potestas” extraordinaria respecto al resto de sedes episcopales, las cuales caminaban todas unidas, y a veces desafortunadamente no tanto ... hacia la cristalización de una catolicidad más deseada que real en la que dicho obispo ocupaba un primado únicamente en la “koinonia”, edificado a partir de la mezcla de la sangre y de la fe de Pedro y de Pablo, apóstoles de Cristo muertos en Roma bajo Nerón. Esta circunstancia ya no es actualmente objeto de discusión ni siquiera entre los sectores más recalcitrantes del protestantismo fundamentalista dados los inequívocos registros arqueológicos que evidencian la estancia de ambos misioneros en Roma, así como su posterior martirio.
1. ORÍGENES
Eusebio, Pánfilo, Gregorio Taumaturgo, Jerónimo y Focio son las fuentes que la literatura cristiana antigua nos ha legado para el conocimiento de Orígenes, aunque de entre ellos muy especialmente el historiador semiarriano, quien dedica a su persona y obras nada más ni nada menos que la práctica totalidad del sexto libro de su Historia Eclesiástica. El abate Louis- Josephe Tixeront, Richard Bartram Tollinton, Berthold Altaner y Johannes Quasten – entre otros muchos - señalan a Orígenes como el erudito más destacado que conociera la antigüedad cristiana. Es un privilegio que comparte probablemente con Ireneo de Lyon y con san Agustín, si bien el de Hipona lo postcede en varios siglos.
Josep Rius i Camps, quien fuera nuestro formador y escribiera una muy brillante tesis de doctorado en el Pontificio Instituto Oriental de Roma (PIO) sobre el alejandrino[2] todavía hoy no superada, opina acerca de Orígenes que es el autor cristiano más poliédrico que jamás existiera. Y sin lugar a duda tiene razón pues, de hecho, toda la polémica arriana que durará siglos y que causará tan sendos estragos , así como la posterior decantación filosófica y teológica acerca de la cristología que los pensadores cristianos posteriores irán adoptando y que incluye los pronunciamientos de los concilios ecuménicos de Nicea (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431), Calcedonia (451) y Constantinopla II (553), aunque este último en menor medida, no se basan en el fondo en nada más que en las diferentes interpretaciones de la teología origenista, que solamente algunos autores modernos, a nuestro juicio injustificadamente, se han atrevido a calificar “modus politicus” de derecha, de izquierda y moderada o de centro.
Orígenes, como buen autor alejandrino, posee una cristología descendente (Logos – sarx) es decir joanica, muy alejada en consecuencia de la cristología subordinacionista propia de los evangelios sinópticos, y por lo tanto, tocada de un muy alto nivel especulativo, al punto que en su obra el filósofo y el teólogo nunca se separan, circunstancia que no pasó desapercibida a su obispo, Demetrio, quien tras el abandono del filósofo Clemente, le encomendó la tarea de dirigir la escuela teológica catequética de Alejandría, sin lugar a dudas la más destacada de la cristiandad, lugar donde filosofía, teología y gramática se abrazaban sin rubor. Orígenes contaba solamente con 18 años. Había sido formado por Amonio Saccas, un destacado pensador neoplatónico que tarde o temprano termina apareciendo, ora expresa ora tácitamente, siempre por aquí o por allá en sus disquisiciones.
Orígenes, cuyo padre Leónidas había conocido en su infancia los rigores del martirio, no era proclive a la vida monacal severa que inventaran sus compatriotas y fundadores del monaquismo eremítico y posteriormente cenobítico Antonio y Pacomio, pero sí es cierto que, permítasenos la expresión, apreciaba en grado sumo navegar su introverso y complejo espíritu por los serpenteantes meandros de la ascesis, de la mística y de la intelectualidad extrema.
Llegados a este punto hay que hacer no obstante justicia a su persona. La tradición, durante mucho tiempo, ha destacado una acción de Orígenes que en realidad nunca se produjo y que tampoco resiste una crítica medianamente seria de su persona. Se le acusa de haberse mutilado por castración tras la interpretación literal del pasaje del evangelio según san Mateo capítulo 19 y versículo 12:
"Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda”
Ahora bien, existen cuatro corolarios que contradicen su supuesta acción. En primer lugar, la dinámica interna de la exégesis origenista. En efecto, ella dista en mucho de ser una exégesis literal, sino todo lo contrario, alegórica. No hay que olvidar que Orígenes no pertenece a la escuela antioquena, lugar donde la exégesis literal toma abiertamente carta de ciudadanía, sino precisamente a una escuela que se sitúa exegéticamente a las antípodas de la anterior: la escuela catequética alejandrina, de marcada tendencia, tanto en lo general como en lo particular, hacia la alegoría[3]. Es evidente que la castración física en el texto mateano solamente sería comprensible de ser leída y posteriormente interpretada y comprendida como una acción literal.
En segundo lugar, habría que destacar un corolario de carácter psicologizante relacionado con el demostrado en sus textos carácter franco del erudito alejandrino, quien no hubiera silenciado de ninguna manera su acción de haberla realizado, sino todo lo contrario. Recuérdese que, tras la ejecución de su padre, Leónidas, Orígenes, inflamado de santa pasión, deseaba unirse a su finado padre confesando ante las autoridades imperiales su militancia cristiana, situación que solamente pudo ser revertida en el último momento tras la intervención de su madre, quien le escondiera sus ropajes, y de sus familiares más directos. Una persona que no tiene miedo a la muerte martirial, con los sufrimientos que ella sin duda comporta, no es lógico que pase bajo el manto del silencio una acción realizada supuestamente ni más ni menos que en nombre del Reino de Dios.
En tercer lugar, es todavía más sospechoso que no realice alusión alguna a su mutilación en el contexto de la redacción de su comentario al evangelio según san Mateo, concretamente al capítulo 19 verso 12. En efecto, pues nada destaca sobre el particular. Esto es una circunstancia extrañísima en una persona que, si bien ciertamente poseía un carácter reservado, se demuestra en multitud de ocasiones con creces harto osada en sus planteamientos teológicos, especialmente cuando los mismos adquieren las características del debate apologético.
En cuarto lugar, hay que señalar los enormes problemas que tuvo desde antiguo con su displicente obispo, el Patriarca Demetrio, todo un poderoso faraón[4] que envidiaba abiertamente su talento, lo criticaba sin pudor a la vez que le negaba su promoción personal, especialmente su consagración presbiteral, siempre temeroso en su mediocridad de su posible acceso a la cátedra Patriarcal. Los conflictos entre ambos se desataron especialmente a partir de la estancia del sabio alejandrino en Jerusalén durante el año 215 tras aceptar el ruego del obispo Alejandro de predicar, lo que no agradó a Demetrio alejandrino dado el carácter por entonces todavía laico de Orígenes. La escalada llegó a su culmen en el año 230, cuando fue enviado personalmente por el Patriarca para resolver una disputa teológica en la ciudad de Acaya que finalizó ni más ni menos que con la acción de su propia ordenación sacerdotal en Cesarea marítima. Dado que Demetrio le había negado el sacerdocio por envidias personales durante mucho tiempo, la ordenación sacerdotal de Orígenes lo indignó tanto que concluyó con una acción tan vil como el destierro por decreto directo del mismo Patriarca de Alejandría.
Sin embargo, es muy significativo que durante el mismo jamás se pusiera en duda la validez de su ordenación sacerdotal, todo y que por aquel entonces Orígenes contaba ya con numerosos adversarios teológicos, validez a la sazón que hubiera sido sin duda revocada de haber sido el alejandrino en realidad un emasculado. Más significativo todavía es el hecho de que por aquel entonces la leyenda negra acerca de su mutilación empezara a propagarse.
En realidad, los principales beneficiados de su inmerecido destierro fueron los cesarienses, pues fue precisamente en Cesarea donde Orígenes tuvo la brillante idea de fundar una escuela catequética similar a la ya existente en Alejandría de la que había sido anteriormente responsable y donde enseñaría ahora durante algo más de veinte años. En ella se formarían personajes tan destacados como por ejemplo Gregorio Taumaturgo, el gran apóstol que posteriormente sería de la Capadocia, donde aunara esfuerzos en aras de la implantación de la teología pneumatológica de Basilio Magno. También debemos destacar al hermano menor de Gregorio, Atenodoro. Ambos fueron discípulos del maestro egipcio durante cinco fecundos años.
La fama de Orígenes fue inmensa. Tan grande, que incluso recibió el requerimiento de desplazarse a Antioquía por parte de la noble Julia Mamea, madre del emperador Alejandro Severo, quien tuvo a bien contratar sus servicios para aprender filosofía, así como los rudimentos de la religión cristiana. Años más tarde, según relata Eusebio cesariense, en época de Cayo Decio, Orígenes fue arrestado, azotado y martirizado hallando finalmente la muerte en Tiro en el año 253 o quizás el 254 cuando contaba sesenta y nueve años.
Desgraciadamente hemos perdido la práctica totalidad de sus obras, que san Jerónimo llega a cifrar en dos mil[5] y Epifanio de Salamina en seis mil[6]
Pero sin duda los grandes hombres cometen también grandes errores por mor de su grandeza misma. Tal es, tristemente, una consecuencia de la debilidad de la condición humana. Orígenes Adamantius[7] será el primer peldaño de toda una compleja escalera teológica que habrá de fundamentar el modelo del cristianismo exclusivista que hasta ahora hemos buscado infructuosamente en los primeros padres de la Iglesia.
Antes de subir a ese primer y resbaladizo peldaño, es menester destacar, en continuación con la enseñanza de su maestro Clemente, que Orígenes admite el hecho de que Dios, en su inmensa misericordia y omnipotencia, pueda servirse de paganos como Balaán o de astrólogos como los magos de oriente, para bendecir a su pueblo, en el primer caso, o para guiar hacia Cristo, en el segundo, puesto que:
“Dios, queriendo que sobreabundara la gracia allí donde había abundado el pecado, se digna a conceder su presencia y no se retira de estas prácticas, celebradas siguiendo el error pagano y no siguiendo la disciplina israelita. Dios comunica su palabra y anuncia los misterios del futuro allí donde más residen la confianza y la admiración de los paganos, a fin de que los que quieren creer a nuestros profetas crean a sus adivinos y a sus proferidores de oráculos”[8].
Sin embargo, en su comentario a las “Homilías sobre Josué” (III, 5) insta por vez primera en la historia de la teología cristiana a los “otros” no cristianos, es decir a los judíos, a abrazar la Iglesia.
Valiéndose de su famosa exégesis alegórica, Orígenes procede al abordaje del pasaje de Jos 6, 24 ss. Josué envía a dos espías para explorar los sitios débiles de la ciudad de Jericó, ciudad que deberá ser devastada por el ejército israelita. Sin embargo, los exploradores son descubiertos hallando solamente salvaguardia en la casa de la prostituta Rajab, quien los esconde en su terrado. Rajab, despistando a quienes los persiguen, hace prometer a los espías que como justiprecio de su ayuda el ejército invasor respetará su casa, la que, para ser distinguida, lucirá una cuerda roja colgando, promesa que posteriormente fue cumplida por Josué
Jos 6, 24 ss:
“Después abrasaron la ciudad y cuanto en ella había..., pero Josué salvó la vida a Rajab, la ramera, y a toda la familia de su padre ...”
Orígenes acude a su método exegético alegórico contemplando el
en perspectiva cristiana interrogándose: ¿Qué significa y dónde se halla alegóricamente la casa de la ramera? ¿Acaso no es dicha casa la única que ha proporcionado salvación ante la aniquilación de Jericó, léase del mundo? ¿Y la cuerda roja? ¿No es acaso símbolo de la salvación? ... Orígenes no duda: la casa de Rajab es una alegoría de la Iglesia, otrora ramera considerando sus anteriormente idolátricos miembros procedentes de la gentilidad, pero actualmente transmutada en Virgen Cristo interviniente. Solamente esa casa, es decir la Iglesia, es garante de salud.
Y aquí viene el exceso: los judíos, especialmente ellos dado que conocen perfectamente el episodio de la prostituta Rajab y los espías, precisamente porque poseen el AT, es menester que aprendan a interpretarlo “convenientemente”. Es decir, en clave eclesiológica. Es necesario en consecuencia que para salvarse abracen a Cristo, quien mora en la verdadera casa de Rajab la nueva Virgen: la Iglesia.
“Así pues, si alguien quiere salvarse, que venga a esta casa de la otrora prostituta. Quien de ese pueblo [el judío] quiera salvarse, venga a esta casa para alcanzar la salvación. Venga a la casa en que está la sangre de Cristo[9] como signo de redención [...] Nadie, pues, se forje ilusiones, nadie se engañe a sí mismo. Fuera de esta casa, es decir, FUERA DE LA IGLESIA, NO SE SALVA NADIE. Pero si alguien sale de ella, él mismo es culpable de su muerte. Es ahí donde se encuentra el signo de la sangre, pues es ahí donde se encuentra la purificación que se lleva a cabo por la sangre[10].”
Es cierto que el texto de Orígenes – que en realidad no poseemos en su versión griega original sino en traducción latina realizada por Tiranio Rufino de Aquilea quien lo tradujo al quedar impresionado por sus escritos tras haberlos conocido gracias al magisterio que del monje Dídimo el ciego recibiera en Egipto – no alude a los judíos que no conocieron a Cristo, y es cierto también que el pasaje posee una marcada dimensión cristocéntrica al convertir la sangre de Cristo (¿y la eucaristía? ...) en el “locus” específico de la salvación por mor de su eficacia redentora, pero no lo es menos su exagerado planteamiento teológico eclesiocéntrico, así como la peligrosa circunstancia de señalar directamente y sin ambages a los judíos, es decir a los que rechazan entrar en la Iglesia, tanto como a los herejes que la abandonan. Y no es menos cierto que conmina al pueblo hebreo a venir imperativamente a la casa de Rajab (la Iglesia) para que se puedan salvar, pues de otro modo la salvación no será operativa para ellos.
El pasaje es más que desafortunado. Especialmente en orden al diálogo interreligioso. Por muy anacrónica que sea nuestra afirmación, de ello somos plenamente conscientes. Es verdad – ya lo hemos señalado - que existe en el texto una evidente orientación cristológica simbolizada por la “cuerda roja” que apunta precisamente a la sangre de Cristo. Bien pudiera ser - ello es sin duda lo más probable - que Orígenes, más que a la humanidad, apunte exclusivamente, de manera “hiperparenética”, a los judíos, advirtiéndoles que su AT es solamente una sombra que anuncia una realidad más numinosa que había de venir: Cristo, la sangre del cuál conduce a la Iglesia, la purificada casa de la otrora prostituta Rajab.
Desde esta perspectiva habría que aceptar que Orígenes no habría deseado concretizar ningún esfuerzo de teología sistemática que diga relación con el camino universal de la salvación de la humanidad, sino que advierta con contundencia a los judíos, quienes además derramaron esa preciosa sangre salvadora del Cristo, del carácter imperfecto de su ley en comparación con el sacrificio vicario de Jesucristo, verdadero garante de la salvación.
Pero por mucho que el texto no defienda la premisa de una propuesta de sendero universal a través del cual la humanidad deba transitar, la Iglesia, la nueva casa de Rajab, para poder así ingresar en la salvación, hemos de destacar no obstante dos corolarios preocupantes. El primero es que, desafortunadamente, y a diferencia de otros autores como por ejemplo Ignacio de Antioquía, aquí la eclesiología termina depredando improcedentemente a la cristología puesto que efectivamente Orígenes sentencia que fuera de la Iglesia no hay salvación posible advirtiendo además que nadie se lleve a engaño sobre el particular. El segundo importante corolario es que el sabio alejandrino eleva el tono discursivo parenético hasta el nivel de la apremiante polémica apologética, ascendiendo de este modo un peligroso y resbaladizo escalón que introduce el esquema exclusivista eclesiocéntrico en el centro del debate teológico acerca de la soteriología desde entonces y para siempre.
A pesar de parecer evidente que Orígenes no tiene en mente afirmar materialmente la perdición de los no cristianos, es decir, los miembros de las otras religiones que al igual que el cristianismo ofrecen a sus adeptos sendas ofertas de salvación, lo cierto es que el desafortunado movimiento que irá desde los judíos hacia el resto de personas se convierte en condición de posibilidad y existe, cuanto menos en germen y de manera tácita, como la historia de la teología y de los dogmas se ha encargado de demostrar, abriendo de este modo de par en par la puerta a ulteriores desarrollos teológicos mucho más contundentes y abruptos que afirmen la necesidad de la Iglesia para la salvación de todo el mundo.
Así es como el genio de Orígenes, capaz de teologizar una intuición tan brillante, universalista, filantrópica, asistencial y altruista como la “apocatástasis” basada en el carácter omniamoroso de Dios que asegura la salvación de todas las almas sin excepción prescindiendo de juicios forenses ulteriores, se contradice, de manera flagrante y negativa, introduciendo la posibilidad de existencia de un modelo exageradamente eclesiocéntrico que expulsa cruelmente de la salvación a todos (aquí los judíos recordemos) menos a los que se abrigan en la Iglesia.
En consecuencia: ahora sí que hemos encontrado, aunque sea de manera embrionaria, la propuesta de un modelo eclesiocéntrico exclusivista el cuál, caminando abrazado al adagio “extra ecclesiam nulla salus”, sienta las bases para que, con el paso del tiempo, se proceda a la categorización de la Iglesia cristiana como único lugar de salvación posible.
2. CIPRIANO
Cuando el obispo Cecilio Cipriano, apodado Tascio, se refería a Quinto Septimio Florente Tertuliano lo destacaba como su maestro. “Dame al maestro”, solía repetir a su ayudante de cámara cuando se sumergía en su lectura diaria. Tal era el influjo y la admiración que operaba sobre él. De hecho, nunca se abstuvo de su lectura, como el mismo Cipriano reconoció en múltiples ocasiones.
Esto que hemos señalado no es una simple anécdota ni asunto baladí. Fundamentalmente por dos razones. En primer lugar, porque san Cipriano de Cartago es, tras el oriental Orígenes de Alejandría, el primer sustento del esquema eclesiológico exclusivista, así como el creador literal del aforismo que lo acompaña en su “vis latina”. En consecuencia, se constituye en el primer padre de la Iglesia latina que sostiene abiertamente que fuera de la Iglesia no puede haber salvación. Por decirlo gráficamente, acompaña a Orígenes en el primer peldaño de la resbaladiza escalera que con el tiempo conducirá hacia la consideración de la necesidad soteriológica universal de la Iglesia.
En segundo lugar, porque su nada oculta admiración hacia el doctor africano Tertuliano, su maestro, nos muestra que el verdadero padre intelectual latino del exclusivismo es en realidad Tertuliano, en cuyo corazón late ya, antes que en Cipriano y aunque tácitamente, una frenética e indomeñable pulsión exclusivista jamás teologizada.
Cipriano era bien consciente del genio de su compatriota. Conocía al dedillo su vida y sus obras. Tertuliano, tal vez jurista citado en el Digesto justinianeo, poseyó un carácter irreductible y en absoluto paciente – así lo reconoce él mismo en su tratado “De Patienta” – que lo condujo hacia un peregrinaje intelectual y teológico tan brillante como tormentoso. En efecto, su primera época o fase católica finalizó tras abrazar el montanismo y después conoció un transitó final que los especialistas actuales denominan como específicamente tertulianista. Dicho de otro modo: terminó fundando su propia secta cristiana. Sus dos últimas épocas privan al gran africano de la categorización y reconocimiento de la calidad de santo por parte de la Iglesia Católica y lo proyectan desgraciadamente hacia posiciones incomprensiblemente cercanas a la intolerancia religiosa. De hecho, su involución teológica e intelectual representa todavía hoy, y seguramente para siempre, uno de los enigmas más desconcertantes producidos en el seno del mundo cristiano antiguo.
Baste lo hasta aquí dicho para que cuando el amable lector lea Cipriano, lo haga siempre bajo la inmensa y poderosa sombra de su trasunto, Tertuliano.
Cipriano, nacido entre los años 200 y 210, fue un hombre de carácter más dócil que su maestro. Empero un mejor pastor de almas. Una persona más de acción que de pensamiento. Mucho menos erudito que Tertuliano, aunque de pensamiento más equilibrado y eclesial. En el orden intelectual y teológico sistemático, san Cipriano no resiste comparación alguna con Orígenes.
De familia pagana adinerada estudió retórica y tras su conversión al cristianismo, tutorizada siempre por el sacerdote y fiel consejero Cecilio, fue nombrado, dos años después de su bautismo, obispo de Cartago, su ciudad natal (248). El contexto histórico por el que se desenvuelve Cipriano es muy diferente al de Orígenes. Los principales problemas que Cipriano debió enfrentar fueron siempre las severas escisiones heréticas que amenazaban la diócesis que pastoreaba. La evitación de tales escisiones caracteriza su obra teológica y lo destacan como un férreo defensor de la unidad de la Iglesia.
Ante la persecución desatada por parte del emperador Decio en el año 250, surgió su primer problema importante, conocido como el asunto de los “lapsi” o cristianos que, tras los rigores de la persecución, renunciaron oficial y públicamente de su cristianismo pretendiendo posteriormente volver a abrazar la fe cristiana.
El asunto se agudizó cuando numerosos “confesores” se inclinaron por readmitir a los arrepentidos en el seno de la Iglesia inmediatamente. Los confesores eran personas muy destacadas. En efecto, se trataba de personajes ilustres que, habiendo sufrido persecución religiosa, decidieron no obstante permanecer firmes en su fe confesando – de ahí su nombre - a Cristo y no renunciando al mismo ante la presión de las autoridades romanas. Se diferenciaban de los mártires en el hecho de que el castigo recibido por el mantenimiento de su fe no los condujo a la muerte, sino que recibieron otros severos castigos tales como la prisión, la tortura, el desmembramiento parcial de partes de su cuerpo, el envío a galeras de por vida o la esclavitud. Es comprensible por lo tanto que su prestigio fuera inmenso en el seno de la iglesia antigua y que sus opiniones fueran tomadas siempre, tanto por los fieles como por la jerarquía misma, con gran consideración, enorme respeto y destacada veneración.
Hay que señalar que no todos los confesores adoptaron hacia los “lapsi” una actitud tan permisiva. Otros de entre ellos, así como numerosos creyentes que no gozaban de esta condición, incluido el obispo Cipriano, opinaban que los “lapsi” debían, previamente a su readmisión, expiar de alguna manera su pecado de traición. La situación se tensionó enormemente formándose pronto dos partidos entre los cristianos de la comunidad de Cartago. Los partidarios una actitud más tolerante, que llegaron incluso a quejarse a Roma, se organizaron rápidamente en contra del obispo Cipriano, quien convocó un sínodo local en el año 251 decidiendo que los apóstatas serían readmitidos siempre al seno de la Iglesia, pero tras un período temporal de expiación que variaría en función de la gravedad personal de su pecado. Posteriormente los confesores y los apóstatas que se habían juramentado contra el obispo fueron excomulgados y expulsados de la Iglesia, circunstancia que en adelante justificaría para muchos cristianos cartagineses la consideración del episcopado de Cipriano como excesivamente extremado y rayano en la intolerancia.
Un segundo problema que lastró el episcopado de san Cipriano fue el relacionado con el bautismo de los herejes. La cuestión aquí era dirimir si el sacramento del bautismo realizado por cristianos que habían abrazado alguna herejía, bautismo por lo tanto realizado por oficiantes heréticos, era o no era válido. Las opiniones sobre el particular se dividieron. Tertuliano de Cartago – ya tildado por muchos de rigorista - no admitió jamás la validez de dicho bautismo. En realidad, históricamente la escuela africana en un principio tampoco lo admitía, si bien con el tiempo el asunto llegó a dividirla.
Sin embargo, en las sedes episcopales de Roma, Antioquía y Alejandría las cosas eran muy diferentes, pues en ellas se recibían a los herejes y se los incorporaba a la Iglesia Católica mediante una mera imposición de manos, reconociendo sus anteriores dispensaciones sacramentales realizadas en época herética como válidas. El obispo de Roma, Esteban, advirtió al obispo de Cartago, Cipriano, sobre los riesgos hacia los cuáles podría desembocar su rigorismo, colisionando ambos sobre el particular mediante senda correspondencia epistolar. Lamentablemente la mayor parte de ella se ha perdido. No podemos detenernos aquí en una discusión que durará siglos, sin embargo, la situación se resolvió bajo el principio de la libertad e independencia de cada sede episcopal, respetándose así los usos vigentes de todas las sedes episcopales. El tiempo histórico no dio para más pues tras la persecución de Valentiniano el papa Esteban fue ejecutado en el año 257 y Cipriano hallaría también la muerte por decapitación un año más tarde, el 14 de setiembre del 258. San Agustín de Hipona reconducirá en su tiempo la situación en beneficio de la posición romana.
Lo que a nosotros nos interesa ahora es el hecho de que durante todo su episcopado Cipriano afrontó los conflictos destacándose como un ferviente, más, acérrimo, defensor de la unidad de la Iglesia bajo el mandato de su obispo legalmente electo. No se puede en consecuencia proceder contra el obispo porque ello equivaldría a proceder contra la Iglesia misma. No puede haber Iglesia sin obispo así como tampoco obispo sin Iglesia. De este modo Cipriano se convierte en el defensor por excelencia de la unidad de la Iglesia[11]. Su pensamiento insiste una y otra vez en destacar la obligatoriedad de la estructura episcopal y el carácter indispensable para la salvación de la Iglesia. Naturalmente toda escisión equivale en su pensamiento al pecado por excelencia que conduce a la perdición. No puede por lo tanto haber salvación fuera de la Iglesia:
“No puede tener a Dios por padre quien no tenga a la Iglesia por madre. Si pudo alguno que estuviera fuera del arca de Noé, escapará también quien estuviere fuera de la Iglesia. Ésta es la advertencia del Señor: ‘Quien no está conmigo, dice, está contra mí; y quien no recoge conmigo desparrama (Mt 12,30).[12]
“El que se separa de la Iglesia y se une a una adúltera se aparta de las promesas de la Iglesia, y no alcanzará los premios de Cristo quien abandona a la Iglesia de Cristo. Es un extraño, un profano, un enemigo.”[13]
“Que nadie quite al Evangelio de Cristo cristianos como vosotros, que nadie coja a la Iglesia hijos de la Iglesia, que solo perezcan ésos que han querido perecer, y que se queden fuera de la Iglesia solo los que se han alejado de la Iglesia.”[14]
“Es manifiesto que los que no están en la iglesia de Cristo figuran entre los muertos y que no puede recibir la vida el que no está vivo él mismo.”[15]
“No hay bautismo fuera y no se puede obtener la remisión de los pecados fuera de la Iglesia.”[16]
“El mismo bautismo de la confesión pública y de la sangre derramada no puede aprovechar al hereje desde el punto de vista de la salvación, dado que no hay salvación fuera de la Iglesia.”[17]
Es cierto que, como sucediera en el caso de Orígenes, el problema de la salud universal no está contemplado por la mirada de Cipriano. El doctor africano se centra fundamentalmente en el asunto para él imprescindible de la unidad de una Iglesia que está sufriendo un desgarramiento cruel tanto desde fuera, por efecto de la persecución imperial, como desde dentro, por efecto de la escisión provocada por la herejía. En consecuencia, es también cierto que Cipriano no se plantea teologizar acerca del destino eterno de la humanidad.
Sin embargo, al constreñir tanto el espacio de salvación al ámbito de la Iglesia, propicia y autoriza, como también propiciara antes Orígenes, la entrada en escena de una determinada teología lamentablemente larvada de exclusivismo religioso que cada vez se irá haciendo más restrictiva y eclesiocéntrica, expandiéndose peligrosamente y otorgando carta de ciudadanía a un esquema teológico de dinámica excluyente, cada vez más osado y poderoso, que terminará por exigir carácter eclesial al resto de las religiones que, como el cristianismo mismo, ofrecen la salvación a la humanidad.
+ Per semper vivit in Christo Iesu
[1]Somos plenamente conscientes de que horrorizaremos a los puristas. Sea. Se nos permitirá no obstante la osadía por mor de la claridad expositiva: consideraremos sinónimos patrística, patrología e historia de la literatura cristiana antigua. [2] El dinamismo trinitario en la divinización de los seres racionales según Orígenes, Roma: (Vol. 188 Orientalia Christiana Analecta), Pontificium Institutum Orientalium Studiorum, 1970. [3] De acuerdo con la tricotomía neoplatónica y también en consonancia con el mismo Platón, Orígenes enseñaba que las Sagradas Escrituras poseían un triple sentido, a saber: el sentido somático o material, que debe ser identificado con el sentido literal, tratándose del sentido más superficial y ordinario de la Biblia siendo el menos importante y el más intrascendente. El sentido psíquico, también denominado moral o moralizante, segundo en importancia porque expresa realidades morales, y finalmente el sentido pneumático o alegórico. Este último es el sentido escripturístico por excelencia y el que expresa las realidades bíblicas más profundas. En consecuencia, se trata del más importante que podamos hallar en la Biblia. Orígenes también lo denominaba sentido alegoricomístico porque iba más allá de la moral y de la literalidad en la que en ocasiones esta se fundamenta, especialmente en el contexto de los preceptos legales y los mandamientos. Este último sentido que posee la Biblia se aclara únicamente con la ayuda del método de interpretación alegórico que expresa como señalábamos las realidades bíblicas superiores y que es precisamente el método que el sabio alejandrino enseñaba en la escuela catequética de Alejandría cuando sucedió a su maestro Clemente. [4]“Demetrio no era un obispo. Tampoco era un Patriarca convencional. Demetrio era un Faraón, con todas las letras y con todos los atributos. Él mismo se jactaba de ello, y esto no tiene en realidad nada de extraño pues, de hecho, no debemos perder la perspectiva: nos encontramos en Alejandría, es decir en Egipto, ni más ni menos la tierra de los todopoderosos reyes-dioses, los faraones”. La traducción es nuestra a partir del catalán. Las palabras son de Josep-Rius i Camps y pertenecen a los apuntes del “Seminari d’autors prenicens”, Facultat de Teologia de Catalunya, 1985. [5] “Contra Rufo” 2, 22 [6] “Adversus Haereses” 63, 64 [7] Diamantino, por extensión brillante y aceroso por fuerte [8] “Homilías sobre Números” XVI, 14 [9] Nótese la alegoría tomada del texto de Jos 2,16 en la que el cordón de hilo escarlata por el que descienden los dos espías ocultos del terrado de la ramera Rajab para posteriormente huir de Jericó simboliza alegóricamente la sangre de Cristo redentora: "Atarás este cordón de hilo escarlata a la ventana por la que nos has descolgado. Desde otra perspectiva, F.R.M. Hitchcock, “Holy Communion and Creed in Clement of Alexandria”, in: The Church Quarterly Review (1939), pp. 57—70; Th. Camelot, “L’eucharistie dans l’École d’Alexandrie”, in: Divinitas 1,1 (1957) pp. 71-92 y nosotros mismos: “La sang de Crist. La beguda eucarística en els escrits de Clement alexandrí i la seva influència en Origenes”, Facultat de Teologia de Catalunya, Monografies, 2000. Hemos subrayado la probable dependencia alegórica de la imagen de la sangre salvadora de Cristo con la eucaristía que recibe Orígenes de su maestro Clemente. Baste para ilustrarlo el siguiente texto de Clemente de Alejandría en su “Pedagogo” II, 2, 19,4-20,1: “La sangre del Señor es doble: una carnal, por la cual fuimos redimidos de la corrupción; la otra, espiritual, con la que fuimos ungidos. Y beber la sangre de Jesús es hacerse partícipe de la incorruptibilidad del Señor. El Espíritu es la fuerza del Verbo, como la sangre lo es de la carne. Por analogía, el vino se mezcla con agua, y el Espíritu con el hombre. Y lo primero, la mezcla del vino y agua alimenta para la fe; lo segundo, el Espíritu, conduce a la inmortalidad. Y la mezcla de ambos, de la bebida y del Verbo, se llama Eucaristía, don laudable y excelente que santifica en cuerpo y alma a los que lo reciben con fe” [10] Orígenes, “Homilías sobre Josué”, III, 5. [11] Si bien es no obstante cierto que el título honorífico de “Doctor Unitatis” ha sido reservado por el Magisterio al obispo Ireneo de Lyon. [12] “De la unidad de la Iglesia católica”, VI, 1. [13] Ibíd. [14] “Epístola 43, 5 [15] Ibíd. 71, 1 [16] Ibíd. 73, 24 [17] Ibíd. 73, 21.
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