Creer y saber, por Andrés Ortíz-Osés
[Vitrina de Saint Martin in The Fields. Londres. Cristo, el Advenimiento de lo inesperado.
Creer y saber | El Correo 27.9.19. In Memoriam
En nuestro mundo actual hay quien cree religiosamente y hay quien cree irreligiosamente, hay quien cree en Dios como símbolo del sentido de la vida y quien no cree en Dios, hay quien tiene fe y quien no profesa fe, hay quien defiende la creencia y quien defiende la ciencia o el saber. Pero este planteamiento es demasiado simple, ya que el creyente también sabe y el sabedor también cree. Por tanto, cabe un diálogo entre creyentes y presuntos no creyentes, fiduciarios y sabiondos, puesto que estamos entremezclados de creencias e increencias, saberes y no saberes, dudas. El presunto creyente sabe que cree y otras cosas, el presunto increyente cree que sabe y otras cosas. El diálogo es posible aunque está enmarañado (o precisamente por estarlo).
Veamos. El problema reside en que algunos creen demasiado y otros demasiado poco, así como unos saben demasiado y otros demasiado poco. Me explico: el que cree en demasía suele saber poco, y el que sabe en demasía suele creer poco. Lo real-ideal es como siempre creer que sabemos y saber que creemos, así pues, admitir el creer y el saber, el saber y el creer. El que no duda de su fe o creencia es un fanático, y el que no duda de su saber o ciencia es un orfanático; ambos pueden acabar locos o volviéndonos locos a los demás. En donde la duda se yergue precisamente como arma fronteriza, a modo de duelo entre el saber y el creer, la ciencia y la conciencia, la idea racional y la intuición sensible. Blas Pascal colocó el saber en la razón o intelección y la fe en el corazón o el con-sentimiento. Pero entre medio está la duda que, según Aristóteles, es el principio de la sabiduría (y yo añadiría que el final)..
Si tuviera que redactar sucintamente mi credo y sapiencia diría que creo y no creo, que sé y no sé: aún más, diría que creo cuando estoy bien y descreo cuando estoy mal, así como que sé cuando estoy bien y no sé cuando estoy mal. Se dice que la fe es indemostrable mientras que el saber sería demostrable: pero la fe puede mostrarse, así por ejemplo mi fe en la naturaleza tocándola, acariciándola o domeñándola. El saber es libre y no dogmático, pero la auténtica creencia también (o debería serlo). En esta mutua correlación creemos y sabemos, creemos saber y sabemos creer. Cuantas más vueltas se da a estas y otras cosas más revueltas acaban, porque así coexisten. Tradicionalmente se han planteado las dudas sobre la fe o la trascendencia, pero es hora de presentarlas también sobre el saber y su inmanencia, sobre la increencia y su intrascendencia. Tras ambas dudas lo que queda es la búsqueda indefinida del sentido indefinido, tanto para el creyente como para el sabedor.
Ahora bien, buscar es ya encontrar un sendero del sentido, un camino abierto a roturar, una dirección y un horizonte abierto aunque oscuro, sin encerrarse en las seguridades pseudoreligiosas ni pseudocientíficas. Encerrarse en el saber conduce a un callejón sin salida, encerrarse en el creer conduce a una flotación ingrávida. Pero frente a ambos reductos, no puede ser que nada tenga sentido trascendental, ni tampoco que lo obtenga todo y del todo.
Entre la fe y la razón podemos entretejer una urdimbre de doble significación, finita e infinita, sapiente y abierta, pero no cerrada o encerrada. Pues se trata de una búsqueda de razón y sentido, una búsqueda que es anhelo espiritual y acción material (no reducible al materialismo). Y es que el creyente tiene sentido pero no tanta razón, mientras que el sabedor tiene razón aunque no tanto sentido. Hay que seguir buscando sapiente y abiertamente hasta la muerte desesperadamente, como hizo nuestro Unamuno.
Es verdad que nuestra limitación y sufrimiento humanos pueden detener esa búsqueda del sentido, pero incluso esa detención es paradójicamente una detección de la salida, ya que detecta nuestro límite, pero también nuestro pasaje o rito de paso. Pues el hombre y la mujer son los pasajeros de la muerte en vida, los portadores de una carencia que abre una herida o brecha pero no la cierra. El propio Dios cristiano es un Dios crucificado, lo que simboliza la vida crucificada por la muerte. Ahora bien, y ahora digo lo esencial, la propia crucifixión de la muerte coimplica que la misma muerte se inmola y trasciende, así pues que nuestra muerte queda horadada por el resquicio de un anhelo inmanente y trascendente a un tiempo. Inmanente porque es obvio, y trascendente porque, frente a J.Joubert, Dios sería la memoria de todos los demás (incluso de todo lo demás). Ya que sin trascendencia, la inmanencia queda rota tal y como está, yerta o yecta, abyecta; pero sin inmanencia la trascendencia patina o resbala sobre sí misma abstracta.
Andrés Ortiz-Osés (Tardienta, Huesca, 1943-Zaragoza, 18 de junio de 2021) fue un filósofo español, sacerdote católico, además de antropólogo y escritor aforístico, fundador de una hermenéutica simbólica del sentido.
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