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TODO EMPEZÓ EN SEMANA SANTA

Somos muchos los que creemos que el año de Gracia de 2020 pasará a los manuales de historia como un hito que indicará un antes y un después en el devenir de los acontecimientos humanos; ahí está la prensa de todo Occidente para corroborarlo. Las razones todo el mundo las conoce, de modo que no es necesario ni siquiera mencionarlas. De ahí también que esta Semana Santa de 2020 constituya algo aparte, muy especial, jamás conocido en los siglos que nos han precedido: sin celebraciones litúrgicas abiertas al gran público, sin festejos populares ni vistosas y multitudinarias procesiones, y desde otro punto de vista más mundano, sin vacaciones ni viajes organizados alrededor del planeta.

Pero ello no significa, ni mucho menos, el fin de esta entrañable festividad cristiana universal. Esta Semana Santa de 2020 la viviremos de manera distinta, sin duda, pero será la Semana Santa de siempre; medios técnicos, gracias a Dios, no nos faltarán para recordarlo y permitir la comunicación, publicación o transmisión de mensajes apropiados. Y algo muy importante: la recordaremos siempre como la ocasión en que muchos creyentes dispusimos de más tiempo que otros años para la lectura, la reflexión y la meditación acerca de los eventos que con esta celebración se recuerdan. Así deseamos que sea, desde luego.

Fueron, en efecto, los acontecimientos que conmemoramos en Semana Santa los que propiciaron el nacimiento del cristianismo como movimiento y de la Iglesia como sociedad, y más tarde como institución. Los especialistas nos indican que el núcleo original de nuestros cuatro Evangelios debieron constituirlo aquellas tradiciones de los eventos pascuales que aparecen en los capítulos finales de todos ellos (1), es decir, lo referente a la entrada de Jesús en la ciudad de Jerusalén a lomos de un asno, la institución del Santo Sacramento de la Cena del Señor, Eucaristía o Santa Comunión (2) —según las distintas tradiciones—, la traición, el prendimiento, la pasión, muerte, sepultura y Resurrección del Señor (3). Jesús de Nazaret, que hasta aquella última semana de su existencia terrena, no había sido sino un rabí más, es decir, uno de los muchos maestros judíos que podía haber en la Palestina del momento, con su escuela o grupo de discípulos y con un sistema de enseñanza peculiar, propio y exclusivo de él, desde el momento en que entró en Jerusalén en medio de una muchedumbre enfervorizada que lo reconocía como Mesías (“bendito el que viene en el nombre del Señor”), se introdujo de lleno en la culminación del plan eterno de Dios par la redención del hombre. Quien, de no haber sido el protagonista de aquella primera Semana Santa, hubiera sido uno más, uno de tantos, al que quizás ni tan solo hubiéramos llegado a conocer, se convirtió en uno de los personajes claves de la historia de la humanidad, estudiado, reverenciado, adorado incluso, por no decir que también refutado, perseguido y rechazado.

La primera Semana Santa lo cambió todo, lo trastocó todo, le dio la vuelta a todo, para el propio Jesús de Nazaret en primer lugar, que de predicador del Reino de Dios se transformó en Siervo Sufriente de Yahweh (4); para los discípulos después, que de simples seguidores de un maestro galileo se convirtieron en apóstoles del Hijo de Dios muerto y resucitado; y, concluyendo, para el resto del género humano, cuya trayectoria se alteró por completo con la proclamación del mensaje de Cristo.

Es vital, por ende, que el contenido de la Semana Santa, tal como lo recibimos de los Evangelios, sea para los creyentes de nuestros días motivo permanente de reflexión y estímulo para una vida cristiana digna de este nombre.

Resumiendo cuanto deseamos compartir, Semana Santa implica para nosotros, de entrada, el recuerdo de unos sucesos acaecidos en la historia, en el espacio y en el tiempo reales (5); unos sucesos bien conservados por una persistente tradición cristiana primitiva que se remonta a las primeras comunidades y, sin lugar a dudas, a la propia predicación apostólica, de modo que han alcanzado un renombre universal.

Además de lo dicho, conlleva una interpretación de tales eventos que emana de los mismos Evangelios y nos permite vislumbrar un horizonte mucho más amplio: los acontecimientos pascuales van más allá de la constatación de unos hechos acaecidos en la historia humana y entran de lleno en la Historia de la Salvación; más aún, la culminan, le colocan el broche de oro y declaran plenamente cumplido el propósito redentor divino para con el hombre (6).

De ahí que hoy constituya todo un reto, un desafío constante para los cristianos de emular a Jesús en su entrega plena por todos los seres humanos. En este sentido, únicamente concebida como servicio a los demás alcanza la existencia humana su verdadero significado, su razón de ser. Cada uno de los profesos seguidores de Jesús estamos llamados a descubrir de qué modo podemos hacer efectivo ese llamado al servicio del otro y, como es lógico, vivirlo plenamente.

Y en último lugar, aunque no por ello menos importante, un permanente llamado a la esperanza. Una simple constatación de acontecimientos históricos tiene su valor, sin duda alguna; si a ello añadimos la reflexión sobre tales hechos y el descubrimiento de su dimensión teológica, aún se hace más evidente; y si lo culminamos con toda acción efectiva a que tales acontecimientos nos impulsan, lo dignificamos en gran manera. Pero el conjunto completo puede perder su significado si se queda ahí, se puede diluir en meras teorías o un activismo pasajero. Los hechos que recordamos y celebramos en Semana Santa nos abren de par en par las puertas de la esperanza, nos indican que la vida humana tiene un gran propósito en los arcanos eternos de Dios y que cada persona es de gran valor a los ojos de aquel que, en su Hijo, quiso hacerse uno con nosotros. Por eso, lejos de aspectos meramente tétricos o morbosos, tan explotados por las tradiciones populares, estas especiales festividades constituyen un llamado a la gratitud y a la confianza en que el propósito de Dios es real y se ha hecho efectivo en la persona y la obra de Jesús.

Todo comenzó en aquella primera Semana Santa: el mundo nuevo inaugurado por la Resurrección del Señor, una distinta concepción de la humanidad y su valor ante Dios, la plasmación del Reino en medio de las sociedades humanas. Y esta que iniciamos ahora, la del año 2020, pese a las circunstancias particulares que experimenta nuestro mundo, es una continuación de aquella, una proclamación abierta del amor de Dios por nuestra gran familia humana y de nuestra gratitud al Creador y Señor, que es nuestro Padre.

Feliz Semana Santa.


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero y Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)

 

  1. San Mateo 21-28; San Marcos 11-16; San Lucas 19:28 – 24:53; San Juan 12:12 – 20:31.

  2. La gran importancia de esta institución estriba, además, en el recuerdo conservado por San Pablo en 1 Corintios 11:23-26.

  3. De manera directa, todo el Nuevo Testamento se hace eco de estos eventos, desde la primera proclama apostólica en Hechos 2 hasta el último capítulo del Apocalipsis.

  4. Cf. Isaías 52:13 – 53:12.

  5. No entramos en la discusión acerca de si la Resurrección de Jesús ha de considerarse un evento histórico o metahistórico. Las apariciones del Señor Resucitado tienen lugar en tiempos y espacios muy concretos y bien definidos.

  6. Resulta, en este sentido, altamente significativa la declaración de Cristo crucificado “Consumado es” (San Juan 19:30), que otras versiones traducen “Todo se ha cumplido”.

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