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LOS SÍMBOLOS DE FE


La esencia de los símbolos de fe primitivos no es otra que la confesión resumida de la más prístina y sencilla fe cristiana. Todos ellos, tanto los que la historia nos ha legado y dado a conocer a través de diferentes tipos de fuentes, como los que no poseemos, aunque sepamos indirectamente de su existencia, están igualmente traspasados por una constante: la necesaria sincronía entre lo vivido y entre lo recitado. Una primigenia lectio – et dictio - divina recitativa con visos parenéticos que apela y ordena al creyente hacia el equilibrio y la no contradicción entre la ortodoxia y la ortopraxis.

Es desde esta perspectiva muy normal que san Pablo, como príncipe y representante egregio de los predicadores itinerantes carismáticos, consigne en una de sus epístolas de autoría indiscutible la sana tradición que aúna todas las nacientes comunidades, tanto las por él mismo creadas como las ya previamente existentes y las que posteriormente existirían: el binomio creencia y confesión:

Rm 10, 10: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”

En efecto, creer impulsa a confesar aquello que se cree y confesar lo creído redunda en el aumento de la fe. Es de esta manera que los credos tradicionales se ubican en el epicentro de la fe cristiana ayudando a los que los confesamos a percibir siempre por encima de nuestras nimias y subjetivas verdades la Verdad absoluta de Dios, aunque el movimiento cognoscitivo siempre permanezca evidentemente trastocado por nuestra limitación humana original.

Por ello afirmará Hans Urs von Balthasar que:

“Quien cree y se llama creyente se declara siempre dispuesto a escuchar la palabra de Dios”

Es precisamente a esa disposición de escucha y de creencia activa a lo que orientan los credos. Antedicha disposición atenta justifica que los primeros símbolos de fe fueran originalmente bautismales.

No en vano el bautismo representa una inmersión en la muerte seguido de un renacimiento basado y facilitado por el amor con el que Dios ama. Ese amor con el que Dios ama es puro amor “agapé”, jamás monádico, siempre dinámico, el único amor que puede ser expresado por las tres personas divinas y en el cual se fundamentan tanto la resurrección de Jesús como – a través de ella – nuestra propia resurrección y vida inmarcesible.

El que – con permiso del de Tarso - fuera el mejor catequista de la historia del cristianismo, san Cirilo de Jerusalén, fallecido en el año 386, reconocido Doctor de la Iglesia en el año1881, Patriarca de la santa ciudad durante 30 años, hombre de carácter templado que tuvo que vérselas ni más ni menos que con el apóstata emperador Juliano y que al igual que Atanasio conociera severas penurias y destierros en numerosas ocasiones – cinco concretamente – lo había comprendido perfectamente: absolutamente nadie podía recibir el bautismo si previamente no había comprendido, recibido con fe y proclamado con amor el Credo.

No en vano sus escritos, denominados abusiva y erróneamente “Catequesis” pero en realidad compuestos por 18 sermones predicados en Jerusalén ante un auditorio probablemente mayoritariamente catecumenal, se esfuerzan fundamentalmente en perfeccionar la ya existente praxis de centrar la catequesis en el Credo, el cual era explicado más que detenidamente, frase por frase, palabra por palabra, concepto por concepto, hasta que fuera indeleblemente incorporado para siempre por el catecúmeno en su vivencia de la fe cristiana.

Pero atención: no se trata aquí de un mero aprendizaje intelectual de carácter conceptual y memorístico, sino, como apuntábamos, más bien de una verdadera “lectio divina”.

La necesaria repetición del Credo por parte de los catecúmenos momentos antes de recibir el bautismo era entonces únicamente la consecuencia de una experiencia anteriormente vivida con profundidad en el corazón.

Por ello precisamente los credos bautismales más antiguos poseen dos características fundamentales: la primera es su carácter eminentemente interrogativo y la segunda es la introducción de una fórmula trinitaria que no será jamás abandonada a pesar de que en su evolución histórica los símbolos adquieran cada vez un carácter de tipo más proclamativo. Este es por ejemplo el caso de las denominadas “Constituciones Apostólicas” (1), concretamente el tenor de su séptimo libro.

Es muy importante no perder jamás la perspectiva que relaciona el Credo con el bautismo. De manera que cuando lo recitemos nos retrotaigamos al mismo y a las responsabilidades que entonces adquirimos para con nosotros mismos, para con nuestro prójimo y para con Dios, en el cual creemos y confesamos.

He ahí la esencia profunda de la palabra “Credo” (creo). Creo, pues, en Alguien que articula y que moviliza toda mi vida desde lo más profundo hasta lo más superficial de mi ser. Ello, por así decirlo, personaliza el Credo y lo define, y caracteriza, dirigiendo así sus asertos y su vivencia constantemente hacia lo verdaderamente Real de la existencia que es Dios.

Esta característica personalista del Credo lo aleja absolutamente de cualquier consideración meramente apologética o simplemente teológica, lo impele a alejarse de cualquier tipo de formalismo, de constituirse en definitiva en un conjunto de verdades que deben ser únicamente mencionadas de un modo doctrinal, de manera que se destaque más el compromiso de vida cristiano que la creencia intelectual fríamente contenedora y dogmática.

Como muy bien sugiere Oscar Cullmann (2) en sus siempre profundas reflexiones cristológicas (3) considerando que la “teo – logía” tiene por objeto a Dios y que la “cristo – logía” tiene por objeto a Cristo, es fundamental destacar que las confesiones de fe más antiguas existentes son mucho más cristocéntricas que teocéntricas.

Ello puede parecer extraño e incluso absurdo a primera vista … Sin embargo, no lo es en absoluto. Lo que la Iglesia primitiva desea verdaderamente transmitir a partir de sus símbolos es su marcado cristocentrismo, el hecho de reconocer a Jesús como el Mesías, el Cristo de Dios, el mediador definitivo y perenne entre Dios y los seres humanos el cual, a través del milagro que representa su encarnación, rescató definitivamente a la humanidad (1 Tim 2, 5).

En la redacción de los más antiguos símbolos de fe la Iglesia primitiva más que renunciar nunca se planteó la inserción de elementos de carácter especulativo o abstracto sino que - muy al contrario - antedichos símbolos están compuestos por fórmulas concretas, sencillas y marcadamente sintéticas. Estas características son también aplicables evidentemente a las confesiones de fe neotestamentarias, sean anteriores o posteriores a los símbolos y a los himnos litúrgicos.

No obstante, los credos cristianos se irán progresivamente teologizando y adoptarán con el paso del tiempo un cariz cada vez más abstracto y especulativo. Esta circunstancia es especialmente notable a partir del siglo IV.

El Concilio de Nicea de Bitinia elaborará como es bien sabido el primer gran símbolo dogmático de fe de la Iglesia indivisa durante la primavera del año 325. Todos los concilios ulteriores se referirán invariablemente al Símbolo de Nicea como el Credo de los credos, una realidad a partir de la cual siempre reflexionar.

No obstante, hay que señalar y reconocer que Nicea utiliza sin ningún género de duda una terminología marcadamente extrabíblica así como unas categorías filosóficas y teológicas profundamente helenísticas que el Nuevo Testamento no desarrolla y seguramente ni siquiera conozca.

La pregunta adviene entonces por sí misma: ¿debemos entonces deducir considerando anterior circunstancia que el Credo de Nicea traiciona el Nuevo Testamento y por ende traiciona también la misma entraña del cristianismo? ...

La respuesta a esta cuestión es trascendental. Por ello debe ser rotunda y clarificadora: NO, en absoluto, Nicea no traicionó jamás la tradición cristiana sino antes bien todo lo contrario.

En efecto, pues los problemas que su Símbolo aborda en orden a la consubstancialidad del Hijo respecto al Padre (“omousios”) representaron dos tipologías de problemas complejos y diferentes hasta entonces únicamente esbozados.

Por una parte, la problemática propiamente bíblica pues el Nuevo Testamento ni siquiera menta antedicha consubstancialidad ni, en consecuencia, tampoco la desarrolla.

Además, por otra parte, es obvio que los modelos formales socio históricos e intelectuales entre los cuales se movía el siglo IV no coincidían en absoluto con los propios de la era bíblica. Esa distancia socio cultural representaba un verdadero abismo, una sima cultural de confusión y de sin sentido de un más que complejo abordaje.

Para no sobrecargar a nuestro amable lector no nos referiremos aquí a la profunda división cultural que provocó la confusión terminológica, de continentes y de contenidos, existente entre los padres griegos y latinos, en definitiva, entre Oriente y Occidente, ante la cada vez más preocupante cuestión arriana.

No obstante, siendo la entraña cristiana y bíblica imperecedera e inmutable, era del todo imprescindible para los padres conciliares hallar el camino adecuado que ofreciera una respuesta de sentido al nuevo problema epocal. Este, debía ser tratado de manera que, sin traicionar la esencia profunda del Nuevo Testamento ni la de la Santa Tradición, acomodara el cristianismo dentro de un orbe nuevo y diferente en el cual la filosofía neoplatónica dominaba ampliamente. El camino encontrado fue precisamente el tenor del Símbolo.

Este esfuerzo de acomodación del cristianismo en el seno de las diferentes sociedades mundiales y en medio de contextos históricos y culturales permanentemente cambiantes a lo largo de la propia historia constituye un esfuerzo imprescindible ante el cual la Iglesia debe necesariamente saber responder permanentemente con la específica finalidad de poder salvaguardar la verdadera esencia del cristianismo, no traicionando así jamás sus fuentes ni su contenido profundo, elementos que, como se dijo, jamás deben mudar.

Por todas estas breves consideraciones anteriormente referidas - y obviamente también por otras muchas cosas más que ahora nos dejamos en el tintero - los símbolos primitivos de la fe son una realidad imprescindible para la fe cristiana.

Podemos sin temor al error ni a la exageración afirmar que una Iglesia cristiana apostólica no puede prescindir de los credos. Si solamente menta uno, en definitiva, los menta todos, pues todos están ciertamente teológicamente concatenados.

En consecuencia, los credos siempre deben hallar un lugar entre la adoración de la Iglesia cristiana apostólica. Nos referimos aquí como hemos indicado a los credos cristianos primitivos (4), a los símbolos que caracterizaron el camino de la antigua Iglesia, y nos centramos evidentemente en las iglesias históricas.

Miquel – Àngel Tarín i Arisó

+ Per semper vivit

___________________

(1) Se trata de una obra ciertamente compleja probablemente redactada en Siria durante el transcurso del siglo IV. Sin duda podría ser calificada como el más importante código reglamentario de la Iglesia hasta la fecha. Originalmente el tratado fue atribuido a los apóstoles de Jesús todos, cada uno de los cuales habría contribuido en su redacción para ser posteriormente difundida a partir de Roma por el Papa Clemente. Esta opinión fue defendida por los patrólogos durante mucho tiempo. Sin embargo, hoy en día sabemos con certeza absoluta que ello no fue históricamente así, sino que se trata más bien de una costumbre antigua, normalizada y difundida en la Antigüedad, que utiliza la sinonimia hagiográfica como reclamo de autoridad con la finalidad de ponderar una determinada opción teológica y de fe.

(2) Nacido en el año 1902 en Alsacia (Estrasburgo), entonces Alemania y actualmente Francia desde el año 1918. Publicó la primera edición de su “Cristología del Nuevo Testamento” durante la primavera del año 1957 creando a partir de entonces una sólida escuela teológica. Influido en sus años iniciales por el liberalismo alemán de corte schleiermaniano de principios del siglo XX sus planteamientos teológicos terminarán alejándose en mucho de la exégesis existencialista de Rudolph Bultmann así como del espiritualismo fideista de Karl Barth. Ello está muy lejos de significar que en su permanente búsqueda del Jesús histórico y del estudio de los símbolos de fe que lo señalan renunciase nunca ni a la visión escatológica fomentada por Albert Schweitzer ni mucho menos a los métodos histórico - críticos, especialmente a la historia de las formas (“Formgeschichte”), tal como también hicieran el señalado R. Bultmann, M. Dibelius y K. L. Schmidt, si bien efectivamente rompiendo con el liberalismo teológico de corte filosófico neoplatónico por aquel entonces dominante.

(3) “Cristología del Nuevo Testamento”. Edición preparada por Xabier Pikaza Ibarrondo (Biblioteca de Estudios bíblicos 63), Salamanca: Sígueme, 1988.

(4) No hacemos por lo tanto mención de otros credos más modernos y mucho más amplios como es por ejemplo el caso de los denominados siete grandes credos que fueron incorporados en el Libro de la Concordia durante el año 1580 en contexto luterano. Concretamente nos referimos a los símbolos que hoy conocemos como Apostólico, Niceno constantinopolitano y Atanasiano.

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