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EL SUFRIMIENTO


“El mal radical es asunto que no tiene

solución porque disuelve toda solución”

Andrés Ortiz - Osés

Uno de los principales problemas acerca de Dios proviene del sufrimiento. Posee dimensiones cósmico - teológicas. En su día marcó profundamente la cristología antigua: ¿Puede sufrir Dios? ¿Murió verdaderamente Dios en la cruz? ¿Sufrió Jesucristo un verdadero desamparo divino en su propia cruz? …

Ignacio de Antioquía se pronuncia claramente sobre el particular aludiendo al “sufrimiento de mi Dios” (Rm 6, 3), un sufrimiento del cual el obispo Ignacio desea sin dilación participar. Aunque ciertos autores separan aquí deseo de muerte en Cristo y deseo de sufrimiento en Cristo mismo, parece sin embargo indiscutible que Ignacio accede, más todavía, busca el testimonio del martirio como manera privilegiada de acceso a Dios.

Esta teología martirial, por así denominarla según los parámetros de la historia, marca el inicio de una teología del sufrimiento que no podrá por más que conectarse no mucho tiempo más tarde con la teología del mérito, del aprecio por el dolor por Cristo y en definitiva con la ponderación salutaria de la superioridad moral del sufriente por causa de Jesús respecto al resto de cristianos. No en vano las primeras iglesias cristianas se construyeron normalmente sobre los restos sepultos de los mártires o de algunos de los miembros rescatados de sus cercenados cuerpos. Todavía hoy, en nuestros días, no existe Iglesia católica que se precie que no posea restos martiriales en la profundidad de sus altares.

No obstante, san Ignacio constituye en su tiempo indudablemente una excepción, y aunque no la única, sí ciertamente muy significativa. En efecto, pues la teología cristiana en general no estaba todavía preparada ni poseía en absoluto los instrumentos teológicos necesarios ni suficientes como para identificar el ser mismo de Dios con el sufrimiento y con la muerte de Jesús.

Existió – y existe todavía hoy desgraciadamente entre los fundamentalismos - un prejuicio cristológico destacado e insalvable basado en una idea de la divinidad, procedente de la filosofía de la paganidad, según la cual el Dios cristiano no puede diferir del Zeus Olímpico en orden a su carácter imperecedero, inmortal, omnipotente y en definitiva impasible, de manera que no se concibe ni por asomo el hecho de que Dios pueda sufrir de ninguna manera.

A ello coadyuvó, además, el cada vez más influyente concepto del desarrollo de la soteriología oriental según el cual no podía existir dación Fontal de la salvación sin una previa y absoluta divinización de quien la otorga – Dios, evidentemente – siendo el carácter fundamental de la divinización la inmortalidad y la permanencia. En consecuencia, solamente puede sufrir quien es impermanente e inconstante, atributos destacados y característicos de todo aquello mortal y por ende perecedero: el ser humano.

No en vano un padre de la Iglesia tan importante como Cirilo de Alejandría destacó profunda y profusamente, especialmente en el contexto de su “Segunda Epístola Dogmática a Nestorio”, la unidad divino – humana de Jesús, de manera que el desamparo de Cristo en la cruz no fuera de ninguna manera posible bajo ninguna circunstancia, sino que antedicho desamparo se centrara definitivamente en el total de la humanidad.

De esta manera, permaneciendo no Cristo sino la humanidad toda entera en el desasosiego propio del desamparo, era la humanidad quien experimentaba la necesidad permanente de Dios. Evidentemente el razonamiento ciriliano no es en el fondo más que una tautología en sí mismo, pues nunca predica el carácter innecesario de Dios Padre respecto de Jesucristo.

Para el mismo san Cirilo, un santo todo hay que decirlo con un carácter y con una teología tan poderosa como impositiva, tan brillante como prepotentemente poco propensa al diálogo, aquellos teólogos que como Nestorio – o históricamente más bien sus escolares … dejaban tan siquiera entrever el sufrimiento o acaso la debilidad (¿humanidad? …) de Cristo, ni que fuera según la hipóstasis, reniegan y ponen en entredicho peligrosamente su misma divinidad, razón por la cual hay que combatirlos.

Esta negación tan categórica realizada por Cirilo en relación con la denominada en cristología “comunicación de idiomas”, es decir, en este caso, la imposibilitación real de que las propiedades del Verbo puedan ser referidas y atribuidas al hombre Jesús, no son más que la demostración práctica de un monofisismo larvado que traerá todavía no pocos problemas a la Iglesia antigua y que perdurarán de uno u otro modo prácticamente hasta nuestros días.

Con toda razón Nicea había afirmado contra Arrio que Dios no es mudable COMO las criaturas. No creo que ningún cristiano en su sano juicio pueda oponerse a antedicho aserto conciliar.

Ahora bien, es muy importante destacar dos cosas. La primera es que antedicha afirmación opera solamente en orden comparativo. Es decir, no se trata en consecuencia de una proposición de carácter absoluto que afirme categóricamente que Dios no mude. No niega en consecuencia la posibilidad de cambio en Dios. Solamente niega que este cambio se produzca según el orden natural, dicho de otro modo, a manera criatural.

La segunda circunstancia que debemos destacar es que Dios no puede estar sometido en consecuencia a la contingencia propia de la vida humana. Nos parece esto también algo indiscutible … Ahora bien, ello no obsta de ninguna manera a que no exista en Dios posibilidad de alteración por parte de sí mismo o – si es su voluntad – por parte de otro. En efecto, pues si así no fuera, Dios Padre no podría ser de ninguna manera un Dios compasivo, misericordioso y perdonador un Ser, en definitiva, que se conmueva ante el sufrimiento de sus hijos y ante el terror de los verdugos. Negar antedicha capacidad de sufrimiento en Dios equivaldría a negar su libertad inherente de auto alteración propia o de alteración por otro. De manera que seguramente sin desearlo estaríamos negando con Cirilo aquello que realmente deseaba afirmar de Dios y de Jesucristo: su omnipotencia.

El esquema teológico de Cirilo, en el fondo involuntaria y curiosamente limitador de la libertad divina, no es sin embargo ajeno a la Iglesia antigua. No hay que olvidar la enorme presión ejercida especialmente en Alejandría y en Antioquía ya en el siglo IV por parte de los monofisitas sirios, una presión que cristalizará un siglo más tarde en la figura de Eutiques.

Es precisamente contra ellos, y de manera defensiva, que la Iglesia antigua destaca la impasibilidad de Dios, aunque progresivamente se abrirá paso la aceptación del sufrimiento divino como corolario de su propio amor, de su innegable libertad que le permite contemplarse afectado libremente por el otro.

Ello no puede por más que redundar en el distanciamiento progresivo del cristianismo del dios de la filosofía neoplatónica que ve en Dios un ser que únicamente puede ser amado siendo él mismo incapaz de amor. No puede efectivamente existir una distancia más grande entre este dios y el Dios de la biblia.

El germen de este importante giro teológico copernicano es algo ciertamente muy progresivo. No obstante, hay que deducirlo inequívocamente a partir del desarrollo de la pneumatología, y, por lo tanto, a partir del convencimiento de la improcedencia de un Dios únicamente monádico al estilo de Aristóteles o de Plotino que no puede relacionarse con nadie y que permanece por lo tanto impertérrito e inmóvil escondido en el olimpo de su soledad, incapaz de sufrir y de conmocionarse ante el sufrimiento humano.

Fueron los tres grandes padres capadocios los pioneros. Jamás seremos plenamente conscientes de lo que la teología – especialmente la occidental – les debe. Ellos se encargaron de evidenciar la dinamización pneumatológica de la realidad del sufrimiento activo de Dios y de su preocupación por la criaturidad a partir de su teología relativa a las operaciones económicas inherentes a las hipóstasis trinitarias mismas, unas operaciones a la sazón que tienen como principal elemento dinamizador la infinita relación amorosa de los divinos y – por ende – la relación amorosa de éstos, es decir de Dios, hacia la creación en general y hacia los seres humanos en particular.

Evidentemente el esfuerzo de Basilio, y de los dos Gregorios debe ser considerado únicamente como de carácter embrionario, aunque ciertamente imprescindible y fundamental.

Que el ser humano sufra no significa que exista en dicho sufrimiento una voluntad divina: ni quiere Dios sufrir, ni quiere Dios que suframos ni quiso Dios que Jesús sufriera. De otro modo dicho: no existe ninguna virtud salvífica en el sufrimiento ni Dios envía ningún padecimiento ni ningún sufrimiento a nadie. Cristo no nos salvó mediante el ejercicio de su pasión, ni siquiera mediante su muerte, sino que lo hizo a través del ejemplo de su vida, una vida de absoluta dedicación y de apertura amorosa radical y permanente a Dios y a los hombres, circunstancia que se concretó en su gloriosa resurrección y, a través de ella, en la nuestra.

Desde esta perspectiva, la misma crucifixión de Jesús debe ser considerada no como una acción salutaria en sí misma, un hecho meritorio independiente de su vida de justicia, sino como el resultado desgraciado, aunque esperable, del carácter malévolo de los seres humanos, algo en definitiva consecuente en el proceder de los que aborrecen la Verdad.

En consecuencia, nunca deseó Dios la crucifixión de su Hijo. Jamás fue enviado Jesús a morir. Dios no necesita el sufrimiento vicario de Jesucristo para salvar a la humanidad, ni su sangre ni mucho menos su sufrimiento y su muerte. Un Dios tal sería un Dios sádico y vengativo, un Moloc sediento de sangre sacrificial que no puede perdonar a nadie puesto que no pudo perdonar ni siquiera a su propio Hijo. Nada más que crueldad puede esperarse de un Dios así concebido.

Todo este esquema teológico sacrificial anterior está basado en la teología del sufrimiento llevada al límite del paroxismo. Algo que precisamente los santos padres de manera mayoritaria desearon combatir. Dicha teología nos revela la imagen desdichada y errónea de un dios enojado, aterrador, solitario y violento que precisa la sangre humana para satisfacer sus instintos vengativos, perversos y asesinos.

Ese dios, no es Dios. Es un ídolo cruel y sanguinario al cual hay que desterrar absolutamente de nuestras conciencias de manera definitiva. Si Dios es verdaderamente Padre, no puede querer bajo ningún concepto el sufrimiento de sus hijos ni tampoco el sacrificio de su Hijo, Jesús. Dios no es ningún vampiro, un ser sádico sediento de sangre inocente. ¿Cómo va a querer Dios que sufran sus hijos si nosotros mismos no deseamos bajo ningún concepto que nuestros hijos sufran? ¿Nos creemos o no nos creemos que Dios es puro amor? (1 Jn 4, 8. 16) ...

El sufrimiento es algo inherente a la condición humana que no podemos evitar. Es un misterio inextricable muy complejo, pero jamás un castigo lanzado por Dios a consecuencia de nuestros pecados personales o a cuenta de los pecados ajenos.

El sufrimiento y el mal es efectivamente algo inexplicable, “un asunto que no tiene solución porque disuelve toda solución”, como muy bien afirma el destacado pensador Andrés Ortiz – Osés (1). No obstante su dureza, es una realidad contra la cual un cristiano tiene el imperativo moral de movilizarse en aras de su erradicación, ayudando a otros en su dolor y ayudándose a sí mismo especialmente a través de una correcta y benéfica comprensión de la personalidad y del profundo y amoroso carácter de Dios.

No es otra cosa lo que Jesús vino a enseñarnos a través de sus palabras y especialmente a través del ejemplo su vida, una vida dedicada a Dios, o lo que es lo mismo, dedicada a combatir el sufrimiento, la desdicha, las injusticias y el dolor de nosotros, sus hermanos, conduciéndonos así hacia la graciosa casa del Padre.

“Los textos de San Pablo, que hablan del “sacrificio de la cruz”, se explican porque Pablo era un judío que no conoció a Jesús en su vida, su pasión y su muerte. Por otra parte, en aquel tiempo, decir que se creía en un “Dios crucificado”, era una contradicción tal, que Pablo vio que tenía que buscar una explicación “razonable” (entonces) para semejante Dios y semejante muerte. Por eso, Pablo echó mano de la teología del Antiguo Testamento sobre el “sacrificio” del cordero o el cabrito que se sacrificaba en el día del perdón de los pecados. Pero, cuando se explica así la muerte de Cristo, se olvida que el Nuevo Testamento cambia radicalmente el concepto de “sacrificio”. En la carta a los hebreos, se dice: “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16). Este es el criterio determinante de la vida cristiana” (2).

Miquel – Àngel Tarín i Arisó

+ Per semper vivit

 

NOTAS

(1). – No podemos por más que agradecer la permanente amabilidad y orientación que el profesor Andrés Ortiz – Osés nos ha deparado siempre que lo hemos requerido. La citación proviene de un fragmento de nuestra correspondencia electrónica personal: 02 - 04 - 2019. Citado bajo su previa autorización.

(2). - José María Castillo Sánchez, www.redescristianas.net. Consulta realizada el día 4 de mayo de 2019.

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