top of page

JESUCRISTO, CLAVE HERMENÉUTICA DE LA ESCRITURA.-

La naturaleza del AT y su relación con el NT en los Evangelios y los Padres de la Iglesia



Me gustaría comenzar con una afirmación que puede sonar escandalosa: La Biblia puede convertirse en el peor enemigo de Cristo. No nos extrañe que esto pueda ser cierto, es un dato de los Evangelios que Jesús fue probado por Satanás en desierto, y lo hizo recurriendo a citas tomadas de la Escritura, buscando la manera de hacerle dudar y apartarlo de su misión salvífica.

Muchos cristianos olvidan que somos seguidores de una Persona y no de un Libro, y aunque ese libro sea la misma Biblia inspirada por Dios, si no se entiende esencialmente como un testimonio de Cristo, se puede utilizar y se utiliza para detenerse en enseñanzas o especulaciones bíblicas que no glorifican a Cristo, el Hijo de Dios y Salvador del mundo, sino todo lo contrario, lo rebajan y nos alejan de Él, convierto a Cristo en un elemento más de los muchos presentes en la Revelación. Vivimos días complicados cuando muchos que se consideran cristianos defienden la vigencia de las leyes judiciales y penales del Antiguo Testamento en pleno siglo XXI, olvidando que ya no vivimos bajo el régimen de la ley, sino del Espíritu (Ro :15); que en política ha dado lugar a gobiernos democráticos, después de un titánico esfuerzo por desembarazarse de gobiernos teocráticos.

Para evitar caer en este error tan nefasto, no olvidemos nunca algo tan trivial como esto: es imperativo leer la Biblia con ojos cristianos. Parece algo simple que damos por sentado, pero si una cosa nos enseña la experiencia es que nunca debemos dar nada por sentado.


La Escritura, testimonio de Cristo

¿Qué significa leer la Escritura con ojos cristianos? Simplemente, leerla como Jesús lo hizo. Recordemos lo que se dice en el Evangelio de Juan: “Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39) [1]. Aquí tenemos el primer dato fundamental para nuestra manera de interpretar la Biblia y hacer teología cristiana. La Biblia es nuestra fuente principal de fe y práctica en cuanto testimonio de Cristo. La Biblia no es un arsenal de citas bíblicas para extraer de ella doctrinas desconectadas de la persona y significación de Cristo. Hay quien utiliza la Biblia como un libro sagrado recipiente de arcanos en espera de ser descifrados. La Biblia es como un canal que nos lleva a la fuente de vida que es Cristo. Nos remonta al misterio de la Encarnación y nos conduce a la gracia de la transfiguración en Cristo, aquel que fue muerto, luego resucitado y ahora vive por los siglos de los siglos.

En su misión a sus compatriotas judíos, el apóstol Pablo recurre a las Escrituras hebreas para hacerles ver que lo que él enseña es precisamente aquello a lo que ellas mismas indican. Lucas narra que en Tesalónica, donde los judíos tenían una sinagoga, Pablo, «según su costumbre, se dirigió a ellos y durante tres sábados discutió con ellos, basándose en las Escrituras, explicando y demostrando que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio, decía él, es el Cristo” (Hch 17:1-4). A través de una sabia hermenéutica enfocada en la promesa del mesías algunos judíos comprendieron el significado cristológico de sus Escrituras y aceptaron el mensaje del Evangelio.


Qué duda cabe que la vida y el destino de Jesucristo desbarató todas las concepciones que los que conocieron a Jesús, incluidos a sus seguidores más íntimos, se habían hecho de él. Para tratar entender lo que había ocurrido, el rechazo y la muerte del amado Maestro, acompañado de su posterior resurrección al tercer día, tuvieron que echar mano al recuerdo del tiempo pasado con Jesús, a la enseñanza que les transmitió, e iluminados por el Espíritu recibido en Pentecostés, fueron capaces de leer las Escrituras con otros ojos, y en la medida que el Espíritu de Jesús les guiaba, supieron esclarecer el misterio de Cristo y su prefiguración en las Escrituras.

Al leer las Escrituras desde el Espíritu de Jesús, hasta su misma experiencia de fe y renovación pentecostal, fue comprendida desde los escritos proféticos. Así el apóstol Pedro puede dirigirse confiadamente a sus compatriotas:

Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y prestad atención a mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día; sino que esto es lo dicho por medio del profeta Joel: Y sucederá en los últimos días, dice Dios, etc., etc. (Hch 2:14-17).

Es la misma Escritura la que servirá de fundamento para exponer a sus compatriotas el sentido de lo que habían vivido, explicando desde las viejas profecías el misterio de Cristo muerto y resucitado. Una de las confesiones fe más antiguas del cristianismo primitivo, que Pablo recoge en sus cartas, dice así:

Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce (1 Cor. 15:3-5).

La Escritura sirve al testimonio evangélico como una realidad nueva e inesperado, pero ya prefigurada y anunciada en las Escrituras del viejo pacto.


El apóstol Pedro es muy claro al respecto:

Acerca de esta salvación investigaron y averiguaron diligentemente los profetas que profetizaron acerca de la gracia destinada a vosotros, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A los cuales fue revelado que no administraban para sí mismos, sino para nosotros, las cosas que ahora os fueron anunciadas mediante los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas a las que anhelan mirar los ángeles” (1 P 1:10-12).


Esta manera de proceder con la Escritura, el Evangelio de Lucas la remonta a la práctica del Jesucristo resucitado, cuando enfrentado a los tristes y desalentados discípulos de Emaús, les echa en cara: “!Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lc 24: 25-27).


No hay duda que Jesús desde sus comienzos leyó la Escritura en clave personal. Lucas narra que después de leer en la sinagoga de Nazaret el pasaje de Isaías 61:1-2, se lo aplicó a sí mismo, hasta el punto que sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.28-29). Esto lleva a decir a Félix García López, doctor en Ciencias Bíblicas por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma: “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras. La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en esta perspectiva” [2].

Las categorías en las que Jesús se expresa a sí mismo son las viejas categorías la vieja alianza, que Él hace explosionar o magnificar hasta converger en Él [3]. Esas viejas categorías conservan su valor como referencia a hechos precisos de la historia de Israel, el pueblo elegido, las cuales Jesús desvela como semillas que le tienen a Él por esperanza y fruto. Para toda inteligencia que se abre al Evangelio y se une a Cristo, toda la Escritura es percibida a una luz nueva. “Toda la Escritura es transfigurada por Cristo” [4].

De los datos que aporta el Nuevo Testamento sobre Jesús y su relación con las Escrituras, la teología cristiana concluye que “Jesucristo es el centro de la Biblia. En el AT como promesa, anuncio y prefiguración. En el NT como cumplimiento y realización” [5]. Para Hugo de San Víctor, “toda la Escritura es un libro y Cristo es ese único libro, porque toda la Escritura divina habla acerca de Cristo, y toda la divina Escritura se cumple en Cristo” [6].

Esto es más que suficiente para hacernos caer en la cuenta que la Biblia no es un fin en sí misma, sino un signo o señal que apunta en dirección a Cristo, en quien se han cumplido el fin de los tiempos y el designio eterno de Dios para la salvación del mundo. Por tanto, hay que tener mucho cuidado en evitar el peligro de que la Biblia se convierta en una pantalla, en algo distinto de lo que está llamada a ser, de modo que nos impida ver o nos distraiga de su mensaje central que es Jesucristo, en toda su riqueza inagotable que siempre tiene algo nuevo que ofrecer.

Martín Lutero, el gran reformador, dijo que Jesucristo es el “centro y la circunferencia de la Biblia”, dando a entender que el significado fundamental es Jesucristo, quién y qué ha hecho por nosotros para nuestra salvación. Perderle a él como centro y llave de las Escrituras es perdernos nosotros en una lectura acristiana de la Biblia. “Este es el juicio y castigo que Dios permite que venga sobre aquellos que no ven esta luz, es decir, que no aceptan ni creen lo que la Palabra de Dios dice sobre Cristo, por lo que andan inmersos en total oscuridad y ceguera incapaces de conocer nada en absoluto respecto a asuntos divinos” (Lutero) [7].

Calvino, al comentar Romanos 10, 4: “Cristo es el fin de la ley”, dice: “Sea cual fuere lo que la Ley enseñe, ordene o permita, siempre tiene a Cristo como fin y a Él, por tanto, deben referirse todas las partes de la Ley, lo cual no puede hacerse sino despojándose de toda justicia propia y avergonzándose por causa del pecado personal, para buscar la justicia única y gratuita. Por este hermoso pasaje comprendemos que la Ley totalmente mira hacia Cristo y por esta razón el hombre jamás poseerá inteligencia si no sigue este camino”.

Un estudioso actual del tema como Henri de Lubac, dice: “Jesucristo da unidad a la Escritura siendo fin y plenitud de la misma. En la Escritura todo tiene relación con Él. Cristo es su único objeto. Cabe decir que, es por tanto toda la exégesis” [8]. Para los Agustín los Padres de la Iglesia, las Escrituras nos llevan a Cristo, y cuando llegamos a ese fin, ya no tenemos que buscar más allá. Él es la Piedra angular que une los dos Testamento, igual que une a los dos pueblos: judío y gentil. Es Cabeza del cuerpo de las Escrituras, como es Cabeza del cuerpo de su Iglesia; es Cabeza de toda inteligencia sagrada, como es Cabeza de todos los elegidos.

Según el escritor sagrado, Cristo es el Mediador de una nueva y más excelente alianza (Heb 7:22; 8:6; 9:15; 12:24). Él es también la «plenitud» de la revelación, porque el Padre se ha manifestado en Él como el Hijo, que trae su revelación definitiva a la que hay que atender (Mc 9:7; Mt 17:5). En la carta a los Colosenses se dice que en Él mora «toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2:9). Con él se ha manifestado en la historia de la salvación el acontecimiento último, la novedad definitiva.


La novedad evangélica

Reparemos un poco en aspecto de lo “nuevo” del Evangelio. Digo esto porque me temo que hoy corremos el peligro de perder de vista el carácter novedoso de la aportación del mensaje de Cristo a la revelación.

En el libro del Apocalipsis se presenta a Jesucristo como “el que está sentado en el trono”, desde el cual afirma: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21:5). Esto solemos referirlo al futuro, cuando Cristo regrese y haga una nueva tierra y un nuevo cielo. Esto es cierto, pero no hay que olvidar que desde el mismo momento de su resurrección fue “declarado Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por la resurrección de los muertos” (Ro 1:4). El mismo Jesucristo resucitado dice a sus discípulos: “Toda autoridad (o poder) me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28:18-19).

Es decir, con la resurrección y ascensión de Cristo al cielo, algo nuevo ocurre en la historia, el reino mesiánico prometido inicia su andadura con el mundo en su totalidad como objetivo. Los profetas habían anunciado que de “Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Is 2:3; 51:4-5; 60:3; Miq 4:2; Zac 8:20-23; Lc 24:47), pero ellos creían que las naciones subirían a Israel para así poder oír la palabra de Dios, mientras que Jesucristo dice que las naciones oirán la palabra de Dios allí donde están por medio de sus apóstoles. De este modo el conocimiento de Dios ya no estaría limitado a un espacio geográfico como Israel, sino que cubriría todo el mundo.

Esto está en armonía con el espíritu cristiano, que no es otro que el del mismo Dios revelado en su Palabra, que Él no hace discriminación de personas, de modo que el evangelio cumple la intención divina que desde el principio eligió a Abraham para ser padre de multitudes y en él bendecir a todos los pueblos (Gn 12:3). Lo primero que hace la Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, y por tanto el instrumento elegido para llevar a cabo sus planes para esta tierra, es formar comunidades multiétnicas, según el siguiente principio teológico:

Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella la enemistad (Ef 2:14-16).

Crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, esta es la verdadera aportación del cristianismo a la historia religiosa del mundo. No es nuevo credo ni un nuevo rito, ni siquiera una continuación espiritualizada del judaísmo es verdaderamente una creación que da origen a una nueva manera de ser. El apóstol Pablo lo dice con mucha claridad e insistencia.

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas (2 Cor 5:17).

En Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación (Gál 6:15).

En la práctica esto supone una ruptura respecto a lo viejo en el orden religioso: “Ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (Ro 7:6).

Lo mismo que se dice respecto a la ley de Moisés se dice de las maneras y costumbres de vida ajenas a Cristo:

En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, os renovéis en el espíritu de vuestra mente, y os vistáis del nuevo hombre, creado a semejanza de Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef. 4:22-24).

Otro tanto se dice en Colosenses:

No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos. Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de be