CUANDO LOS PÚLPITOS SE CONVIRTIERON EN PLATAFORMAS DE ODIO
Desde sus comienzos, la Iglesia cristiana incluyó entre sus prácticas litúrgicas la predicación, sermón u homilía, que podía ser más o menos larga, pero por lo general centrada en la persona y la obra de Cristo. De esta manera, los hechos y dichos de Jesús, con especial hincapié en los acontecimientos pascuales durante los períodos señalados para ello, se constituyeron en el gran tema sobre el cual los creyentes cristianos reflexionaban antes de celebrar el Santo Sacramento de la Cena del Señor. Muy pronto, como evidencia la literatura patrística más antigua (los llamados Padres Apostólicos, desde finales del siglo I y hasta la mitad del II), la predicación cristiana se lanzó de lleno al Antiguo Testamento, las Sagradas Escrituras heredadas del judaísmo, pero siempre para buscar en ellas anticipaciones, evidentes o figuradas, de Cristo y su ministerio redentor. Y tal fue la tónica del púlpito cristiano con sus excepciones, honrosas y deshonrosas, que de todo hubo, hasta los tiempos previos a la Reforma.
Los Reformadores se vieron en la tesitura de reivindicar una predicación expositiva de las Sagradas Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, como reacción a un tipo de homilía decadente y degradante que se había instalado en los púlpitos bajomedievales, consistente en una mezcla de moralina con pretensiones de edificación de las almas salpicada de chascarrillos e historias piadosas llenas de supersticiones populares. La Biblia, en tanto que palabra de Dios revelada a los hombres, ofrecía materia suficiente para formar y ennoblecer al pueblo cristiano en la medida en que su lectura y exposición señalaran indefectiblemente hacia Cristo y su obra expiatoria. Aún hoy resultan altamente elevadores muchos de los sermones de Lutero o Calvino, entre otras figuras destacadas de la Reforma, cuando se atienen a estos principios. Por desgracia, la Reforma no solo no supo presentar un frente unido —pronto se fragmentó en confesiones distintas que no siempre se comprendían ni se respetaban entre sí—, sino que provocó una fuerte reacción en el campo católico romano, la llamada Contrarreforma, de modo que los púlpitos se abrieron a la lucha, a la disputa apologética entre iglesias, con mucho más celo irracional que auténtica piedad o caridad cristiana. La permanente división y fragmentación en las filas del protestantismo histórico hasta llegar a las iglesias llamadas evangélicas no contribuyó precisamente a una mejora homilética, sino que cada nueva denominación hacía de sus púlpitos un campo de batalla dogmático cuando no meramente moral, pero con un tipo de moral de tintes demasiadas veces farisaicos, centrado solo en lo aparente, en la conducta exterior. Tal fue, junto con otros factores que ahora sería prolijo enumerar, la cuna del fundamentalismo bíblico decimonónico y sus ramificaciones hasta nuestros días.
Por desgracia, asistimos en estas primeras décadas del siglo XXI a una progresiva decadencia de los púlpitos en los ámbitos de corte evangélico, en los que, por un lado, y cediendo a ciertas tendencias, la predicación propiamente dicha ha quedado muchas veces relegada a un muy segundo plano ante los mal llamados “períodos de alabanza”, y por el otro se ha convertido en plataforma de lanzamiento de mensajes que nada tienen que ver con Jesucristo y el evangelio proclamado por los Apóstoles desde el siglo I. Por decirlo con pocas palabras, son excesivamente numerosos los púlpitos contemporáneos en los cuales solo se vomita literalmente odio contra todo lo que no encaja en los estrechísimos horizontes de los presuntos predicadores que los ocupan o sus congregaciones.
¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Sin duda, no solo debido a un único motivo. Nos contentamos con señalar tres, aunque somos conscientes de que hay muchos más:
El primero es el proceso de sectarización de muchas iglesias evangélicas. Hasta hace unas cuantas décadas, las iglesias evangélicas se consideraban a sí mismas como herederas de la Reforma, no dudaban en catalogarse como protestantes, parangonándose con las históricas, y se distinguían bien de las sectas decimonónicas surgidas en los Estados Unidos. Ser evangélico era sinónimo de ser creyente con ideas avanzadas (especialmente en países de tradición católica romana u ortodoxa), abierto a las mejoras sociales, a la cultura y al progreso. Lo trágico ha sido comprobar cómo, a medida que concluía el siglo XX y nos adentrábamos en el XXI, muchas iglesias evangélicas se encastillaban frente a los avances sociales y del conocimiento dándose por guardianas de lo que llamaban “sana doctrina”, cayendo en la trampa del fundamentalismo bíblico propio de las sectas y adoptando posturas hostiles a cuanto les rodeaba. En la actualidad, resulta difícil distinguir entre ciertos evangélicos y miembros de las sectas cuando se les escucha hablar sobre las realidades sociales o sobre el mundo que les rodea: todo es pecado, todo está impregnado de maldad, en todo se halla presente el diablo y solo se desea un apocalipsis final devastador que acabe con cuanto existe. La condenación eterna, el infierno y la destrucción son temas recurrentes en estos grupos porque en realidad desean el fin de un mundo y una humanidad a los que realmente aborrecen con toda su alma. El problema es que llegan a odiar incluso a quienes entre sus propias filas se desmarcan de estas líneas de pensamiento y se atreven a manifestar ideas o pareceres distintos. En una palabra, llegan a odiar a sus propios hermanos. Lo más diametralmente opuesto al espíritu de Cristo.
Todo ello es fruto, en segundo lugar, de la ignorancia, una ignorancia supina, no ya de conocimientos elevados sobre el mundo o la sociedad, sino incluso acerca de las propias Sagradas Escrituras. El fundamentalismo bíblico, so capa de una gran piedad y una gran dedicación a los estudios bíblicos, ha generado un desconocimiento total de lo que es la Biblia y su mensaje. Las ciencias bíblicas vienen evidenciando desde hace ya unos tres siglos que es preciso acercarse a los venerables escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento con métodos de lectura similares a los que se emplean para el estudio de las grandes obras literarias del pasado. La Biblia no es un Corán que haya caído del cielo escrito por Dios mismo, sino el producto de muchos siglos de gestación, recopilación y puesta por escrito de tradiciones venerables y reflexiones sobre ellas en las que se contiene, además de otros datos de interés, la palabra viva del Dios viviente. Y es imperativo aprender a discernir, a leer esa palabra de Dios en medio de todo el ropaje cultural en que viene envuelta, propio de un mundo que ya no existe y que no siempre resulta fácil de comprender para quienes vivimos en el siglo XXI. Las condenas radicales del fundamentalismo hacia los estudios críticos de la Biblia solo reflejan la inseguridad nacida de la ignorancia. Únicamente cuando se aprende a leer las Sagradas Escrituras con estos métodos críticos, podemos vislumbrar la grandeza de la inspiración divina que los impregna, pues en medio de las tinieblas propias de culturas arcaicas y cosmovisiones restringidas de épocas pretéritas brilla el mensaje restaurador de la humanidad que Dios vehicula a través de la pluma de aquellos hagiógrafos, profetas, sabios, apóstoles y varones apostólicos de la antigüedad.
Por ello, en tercer y último lugar, no dudamos en señalar una carencia total de conversión genuina como la base de este problema. La sectarización en tanto que fruto de la ignorancia es debida a no solo el desconocimiento real de qué es la Biblia o cómo se debe leer y estudiar, sino también al de quién es el propio Cristo. Aquel que en las Sagradas Escrituras solo busca anatemas, condenación y destrucción, carece de una aproximación genuina a Cristo. Aquel que desde el púlpito únicamente emplea los venerables libros del Antiguo y del Nuevo Testamento para fustigar a su propia congregación o para maldecir a la sociedad o a grupos humanos concretos no proclama el mensaje de Jesús. Puede que el fundamentalismo evangélico se haya empeñado en ensalzar la Biblia como norma suprema de doctrina y vida para los creyentes, y lo haya hecho de buena fe, pero sus frutos evidencian que se ha equivocado por completo. La Biblia carece de sentido si Cristo no es su centro, su tema principal, su proclamación. No nos sirve para nada si las enseñanzas de Cristo acerca de la paternidad y la misericordia de Dios hacia nosotros y la hermandad de todos los seres humanos no ocupan el lugar preferente. De nada sirve llevar una biblia en la mano o enarbolarla desde el púlpito para que todo el mundo la vea, si no es Cristo quien ocupa el lugar principal en el corazón y en la mente. Hace veinte siglos Jesús acusó duramente a aquellos que, so capa de piedad, hacían largas oraciones o mostraban ostentosas filacterias, pero se hallaban muy lejos del espíritu que había inspirado a los grandes profetas y hagiógrafos del antiguo Israel. La religiosidad exterior o las muestras ostensibles de piedad pueden ser muy vistosas, pero están completamente vacías cuando falta lo esencial, y lo esencial solo puede ser Jesús.
Un púlpito, por muy bíblico que sea, en el que se desconozca a Cristo solo vomitará odio. Hará la obra del diablo, no la de Dios.
Hemos de regresar como cristianos a las fuentes. Pero no nos engañemos. Las fuentes no son los Reformadores, ni los teólogos, ni los Padres de la Iglesia, sin por ello restarles la importancia que tienen. La fuente es Cristo. El mensaje que nuestros púlpitos han de proclamar es el de Cristo, es decir, la redención-redignificación de toda la humanidad conforme al propósito de un Dios que es por encima de todo amor.
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
Presbítero
Delegado Diocesano para la Educación Teológica
Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)