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UN HOMBRE EXTRAÑO




En dos de los evangelios sinópticos aparece un hombre del que apenas se nos dice nada. En Marcos el espacio dedicado a este episodio es apenas de tres versículos, en Lucas de dos. No conocemos su nombre, de dónde procedía. Es una persona anónima de la que además nunca se escucha hablar en los púlpitos, ni tan sólo una meditación.

Pienso en esto y la única conclusión a la que llego es que no se ajusta a muchas ideas que circulan por las iglesias. Ya se sabe, si algo no encaja mejor arrinconarlo.

Este modo de actuar no deja de ser problemático ya que también se hace lo propio con las palabras de Jesús, las que hacen alusión a él. Pero es más, aquí el Galileo dejó sentado un principio, algo que debía ponerse en práctica cada vez que lo allí relatado se repitiera a lo largo de la historia del cristianismo, o mejor, ser asumido como algo normal, propio de lo que significa ser un creyente.

Esta figura aparece en Marcos 9:38-40 y en Lucas 9:49-50. En ambos pasajes el contexto lo provee la curación de un muchacho endemoniado, fue entonces cuando Juan se acercó a Jesús y le dijo:


-Maestro, hemos visto a uno que estaba expulsando demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de los nuestros.

Jesús contestó:

- No se lo prohibáis, porque nadie puede hacer milagros en mi nombre y al mismo tiempo hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a nuestro favor.


Las versiones bíblicas vierten el verbo griego que aquí aparece traducido por “prohibido” de varias formas siendo todas ellas definiciones de este mismo verbo. Así tenemos estorbar, impedir, prohibir o refrenar.


Hace años era el responsable de un grupo de estudio en una localidad del sur de España. Este grupo formaba parte de un programa de capacitación de dos años de duración para todos aquellos creyentes que tuvieran ministerios. Yo representaba a una institución asentada a su vez en otra ciudad del sur.

Eran unas doce personas de diferentes iglesias y denominaciones. Allí había pastores, músicos o responsables en diferentes áreas. Las edades también eran muy distintas y como era lógico había diversidad en cuanto a determinadas creencias.

En el primer año el grupo tomó cohesión, llegamos a respetar nuestras diferencias e incluso a discutirlas sin que esto afectara nuestra relación. Primaba nuestro deseo de aprender, de compartir. Nos unía una fe común.

El primer curso acabó antes del verano con el fin de volver tras éste y así dar comienzo al segundo año. Pasó el tiempo estival. Cuando me puse en contacto con la universidad norteamericana con la que colaboraba me dijeron que ese verano había pasado algo en una iglesia cercana. Lo sucedido había puesto en peligro que se pudiera llevar a cabo el segundo año de estudios con el grupo. Esta iglesia, muy numerosa, de hecho de las mayores de España en su momento, había sufrido una división múltiple. Como consecuencia varias nuevas iglesias se habían creado, una especie de reorganización tras la ruptura. Una de las órdenes que habían dado algunos dirigentes de estas comunidades recién formadas era que sus miembros dejaran el contacto con creyentes de otras iglesias en el sentido de participación y colaboración. Querían tener a sus miembros bajo control. El resultado fue que el grupo quedó reducido a una pareja, en ocasiones a tres personas. Se necesitaba un mínimo de cinco para hacer viables los estudios.

Tanto en esta universidad como en mi mismo esto nos produjo un gran malestar. En mi caso llegó a entristecerme. Yo no pertenecía a ninguna denominación y era ajeno a todo lo sucedido. Ninguno de estos “líderes” se molestó en llamarme, en estar presente en una de mis clases. Todavía puedo recordar las caras de algunos de estos jóvenes llenos de vida e ilusión, cuando compartíamos tiempo juntos. He comprobado en muchas ocasiones cómo las ovejas se mueren de sed porque no tienen pastores que les den agua.

Lo realmente triste es que esta forma de actuar está muy extendida en las iglesias evangélicas. Casi nadie parece querer colaborar con nadie, salvo en lo estrictamente superficial, a menos que se tengan exactamente las mismas doctrinas. Se mira con suspicacia, de reojo, prefieren la exclusión al compañerismo, la crítica rotunda al estudio abierto.

Cada uno pretende saberlo todo sobre todo. Sus doctrinas son las correctas, el que está equivocado es el otro. Todos hablan en nombre de Dios desde sus púlpitos.


En sociología esto ha sido más que explicado. Cuando una persona entra a formar parte de una institución religiosa sufre un proceso de socialización. De esta forma, acepta como verdad un cuerpo de enseñanzas que van formando parte de ella, de su pensar y estar y así pasa a tomar y desarrollar un “papel”. Este papel social está determinado y por tanto se espera que este nuevo creyente tenga una serie de características, se comporte de acuerdo a un perfil definido. Cada vez que el mismo se salga del papel será recriminado o penado. Son métodos de coerción para que el individuo vuelva a encajar en el papel, cumpla lo esperado. Esto proporciona estabilidad a la comunidad religiosa, uniformidad, que es lo que se espera en toda institución social, en toda sociedad.

El gran problema es que la actividad crítica es puesta en suspenso, desactivada desde el mismo comienzo, es excluida. El pensamiento reflexivo es dejado de lado, se coarta la libertad del individuo. Ya han llegado a todas las certezas por lo que nada tiene que ser probado, únicamente creído. Todo aquél que no comparta el bloque de “verdades” al completo es reconvenido y, si no recula, es finalmente rechazado.


Es precisamente esta mentalidad la que está presente en las palabras de Juan. El discípulo amado le había prohibido a nuestro anónimo hombre que realizara el bien en nombre de Dios. La razón es “que no es de los nuestros”. Jesús contesta de forma contundente y coloca el verdadero sentido de lo que es la comunidad, el ser iglesia. No se trata de la uniformidad, de la aceptación de todo un cuerpo de doctrinas. Los nuestros, está diciendo el Maestro de Galilea, son todos aquellos que hacen el bien en nombre de Dios. Estas personas aunque no nos sigan, (aunque no sean miembros de nuestras iglesias y piensen de formas distintas en determinados temas diríamos nosotros), son auténticos enviados del Dios de la misericordia. Nadie que haya tenido una experiencia de vida con Jesús y actúe en consecuencia puede ser excluido, no es de los “otros”, de los “equivocados”.


Juan esperaba que Jesús le hubiera dicho algo parecido a un “bien hecho” o “has hablado de forma correcta”. Incluso que el Maestro le hubiera expresado algo similar a que esta persona no podía ir por su cuenta, que tenía que venir de forma automática a formar parte del grupo. Pero el Hombre libre y compasivo rompe todos los moldes religiosos. Sostiene que si el amor de Dios se libera por medio de una persona, aunque no esté sentada en una de las bancas de nuestras preciosas iglesias, ésta es representante y mensajera del mensaje divino, un auténtico creyente.

¡Cuándo aprenderemos que Dios quiere misericordia y no sacrificio! A menos que entendamos esto, me pregunto, si no será para nosotros un hombre extraño el propio Jesús.

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