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LOS PATRIARCAS ANTEDILUVIANOS, UNA HISTORIA DE FE


Reconozcámoslo: las genealogías bíblicas no gustan a un destacado número de lectores habituales de las Sagradas Escrituras. De hecho, son muchos los que literalmente “se las saltan” cuando se topan con ellas y prosiguen su lectura en los capítulos subsiguientes. Pues bien, eso es un error. Así, con todas las letras. Y un error grave porque en ellas pueden encontrarse, además de datos curiosos sobre antiquísimas tradiciones, líneas teológicas de gran interés. Eso sí, exigen una gran dosis de paciencia por parte del lector actual, que se da de bruces con una sucesión de nombres propios, desconocidos en su mayoría, y en algunos casos datos numéricos que pueden llegar a abrumarle.

Génesis 5 es un ejemplo típico. Se lo conoce generalmente como “el capítulo de los patriarcas antediluvianos” y, conforme a una simple lectura del sagrado texto, es el prólogo a la historia del diluvio universal. Pero su nombre real, de acuerdo con el versículo 1, es literalmente Libro de las generaciones de Adán (en hebreo “sepher toledoth Adam”), es decir, una obra con autonomía propia dentro del conjunto literario genesíaco, el recuento de diez nombres propios que van desde el padre epónimo del género humano hasta Noé, el héroe del diluvio y precursor de una nueva humanidad; nombres parlantes todos ellos en su idioma original conforme a la costumbre de los orientales, diez generaciones que, como indican los especialistas, pudieran tratarse de una refección a posteriori de la genealogía cainita que leemos en Génesis 4:17-22. Este punto, lo mismo que el asombroso parecido de esta lista con la genealogía de los reyes antediluvianos de Babilonia —también diez de edades igualmente desmesuradas, el séptimo de los cuales es arrebatado a los cielos junto a los dioses, al igual que Enoc—, quede para los grandes exegetas y eruditos especializados en la materia, que sin duda tienen mucho que aportar y enseñarnos acerca de la génesis de nuestro texto y sus orígenes literarios mesopotámicos. No entramos tampoco en discusiones sobre la historicidad real de estos diez nombres que van de Adán hasta Noé y sus tres hijos, ni queremos especular sobre sus edades fabulosas, no siempre coincidentes por cierto en el Texto Masorético hebreo con los datos de la Septuaginta griega (LXX) o el llamado Pentateuco samaritano. Que desde la Antigüedad cristiana estos asuntos han sido motivos de controversias, lo evidencia San Agustín de Hipona en su obra magna De Civitate Dei (La Ciudad de Dios), libro XV, capítulos I-XXI; y que tales debates se han prolongado hasta nuestros días se muestra por toda la literatura especializada y divulgativa sobre el asunto, desde el estudio ya clásico de Gerhard von Rad sobre el libro del Génesis hasta los que se publican actualmente de distintas tendencias y orientaciones.

Lo que realmente nos interesa destacar es el alcance teológico de esta genealogía por medio de la cual el hagiógrafo enlaza los orígenes del género humano (Adán) con la era del diluvio (Noé), antecesora en la perspectiva de los autores sagrados de la de los patriarcas de Israel: Abraham, Isaac y Jacob. Nos limitaremos, en gracia a la brevedad, a señalar tres puntos destacados.

El primero de ellos es la intención del hagiógrafo —un sacerdote o un levita, sin duda, de la época de la cautividad babilónica, o mejor aún, de la restauración— de presentar esta humanidad primitiva prediluviana como imagen y semejanza del Creador retomando la declaración de Génesis 1:26-27, y con ella el resto del género humano. En los tres primeros versículos del capítulo 5, tras recordársenos que Dios (en hebreo Elohim, como en el Primer relato de la Creación) crea al hombre a su semejanza y lo bendice, se nos relata que Adán a su vez engendra un hijo, Set, también a su semejanza. Y esta semejanza divina se irá transmitiendo de generación en generación, sin que se diga jamás en toda la Biblia que haya nacido desprovisto de ella un solo individuo de nuestra especie. Ni siquiera Caín el protohomicida, ni su linaje, presentado con tintes negativos en el texto antes mencionado de Génesis 4:17-22 y siguientes, la llegaron a perder. Dada la época en que esta genealogía ve la luz en la forma definitiva con que hoy la leemos, una idea semejante resulta altamente significativa. Frente a unas condiciones de grave alteración social como las que sugieren los libros de Esdras y Nehemías, con una restauración de Judea que tiene como uno de sus pilares la disolución de las familias mixtas y la preservación de la “pureza racial” (???) y religiosa judía, el autor del Libro de las generaciones de Adán viene a reivindicar que todo ser humano, judío o no, es semejanza (e imagen) de Dios y por tanto objeto de la misericordia divina. Por la misma época, en la estimación de muchos especialistas de nuestros días, ven la luz libros veterotestamentarios como Jonás o Rut, que se hacen eco de conceptos similares. Toda una protesta teológica pro homine, en definitiva, de una facción judía de mente abierta que de algún modo anticipa los tiempos mesiánicos y el mensaje universal de amor enseñado por Jesús.

El segundo es la mención específica de Enoc, séptima generación de la genealogía, como alguien realmente destacado de entre todos aquellos patriarcas, pues se trata de un hombre que “caminó con Dios” (versículo 22) y que, en consecuencia, se fue con él, pues Dios mismo se lo llevó a una edad bastante más joven de lo que se describe como habitual de aquella humanidad primitiva (versículo 24). La brevedad, lo escueto del pasaje relativo a Enoc (versículos 21-24) propició en su momento una gran cantidad de leyendas judías en torno a este personaje pronto materializadas en el apócrifo Libro de Henoc, donde se lo presenta como un profeta de gran calibre que recibe de Dios revelaciones portentosas en su traslación material a los cielos sin ver la muerte (¿podrá realmente deducirse este último dato del texto de Génesis 5?). En el deuterocanónico Eclesiástico o Sirácida 44:16 se lee:

“Henoc fue grato a Dios y trasladado, ejemplo de piedad para las generaciones venideras”. (Versión Nácar-Colunga)

Esta es, sin duda, la lección que el hagiógrafo desea transmitir en su genealogía. Dentro de aquel linaje setita entendido como santo frente a los cainitas existe alguien que destaca por su especial consagración a los designios divinos. El pueblo de Dios es cuna de figuras señaladas que mantienen una particular relación con el Todopoderoso y que se convierten en hitos, piedras miliarias que señalan una dirección. Tal es la lectura que hace la Epístola de San Judas 14-15, en la que, citando literalmente el apócrifo antes nombrado, presenta a Enoc como el primer proclamador de la Parusía de Cristo y del juicio divino sobre un mundo impío.

El tercero es la figura de Noé, o mejor aún, la declaración sobre Noé realizada por Lamec, su padre, tal como la leemos en el versículo 29. Jugando, como suele ser habitual en las genealogías y los relatos veterotestamentarios, con las palabras y proponiéndose una etimología popular, se relaciona el n


ombre de Noé (en hebreo Noah) con la raíz verbal “najam”, que significa básicamente “consolar”. Noé será el que llevará consuelo y alivio a los hombres debido a la maldición de Dios (en el texto original YHWH) sobre la tierra (véase Génesis 3:17). Por santo que fuera el linaje de los hijos de Set, nadie le iba a ahorrar las duras labores y los contratiempos propios de quienes viven en este mundo, en una tierra muchas veces ingrata, pues la humanidad comparte toda ella idéntica suerte, es una especie solidaria en la caída original y sus consecuencias. De ahí la importancia de un personaje como Noé y lo que su nombre pretende significar. Del mismo modo que esta genealogía destacaba a Enoc como un ejemplo de piedad, ahora señala de forma especial a Noé como un hito de esperanza. El género humano precisa consuelo y esperanza en su tránsito por la vida y estos solo pueden vehicularse a través de personas destacadas, nacidas con tal cometido por una especial disposición de la Divina Providencia. Noé será el protagonista del relato del diluvio y, como indicábamos al comienzo, el padre de una nueva humanidad. De ahí que las palabras de Lamec resulten proféticas en el pensamiento del hagiógrafo y en su concepción de la historia salvífica, pues a lo largo de los tiempos siempre se suscitan figuras destacadas que conducen a los hijos de Dios en medio de graves tribulaciones.

Digamos, en conclusión, que el Libro de las generaciones de Adán, tal como hoy lo leemos en el capítulo 5 del Génesis, se nos muestra como un canto a la Gracia de Dios, una magnífica composición teológica con la apariencia de una simple genealogía. Evidentemente, su valor estriba en la perennidad de su mensaje, en el alcance de su horizonte, máxime teniendo en cuenta su medio vital, nada halagüeño para quienes tuvieran unas miras más amplias que las de los dirigentes de la restauración judía. Asimismo, supone un innegable desafío para cuantos hoy seguimos creyendo en un Dios Padre de todos los seres humanos, conforme al evangelio, y entendemos que él nos ha implantado su propia imagen, su semejanza, que es la que Cristo Jesús lleva a su grado máximo en su propia Persona.


 

Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal

(IERE, Comunión Anglicana)

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